Tengo yo la desafortunada costumbre de publicar con la mayor resonancia posible el advenimiento de mis aniversarios. Resulta que como hay gente que es buena para las matemáticas, para la oratoria, para las relaciones públicas, también los hay -en abundancia- quienes son malos para estos u otros menesteres. Yo confieso que hay un menester en el que soy malísimo: el de recordar fechas. No es que no pueda memorizar cuándo cumple años alguien, es simplemente que nunca veo el calendario como para recordar "ah, hoy es cumple de fulanito", entonces luego la gente se me siente, pero sólo por desconocer mi handicap. El caso es que hoy es mi cumpleaños y estoy muy contento por recibir felicitaciones y deseoso de recibir más porque, aunque nunca he entendido cuál es el mérito real de cumplir años si lo único que hace falta es seguir viviendo, pues como que se siente bonito.
El ejercicio que haré hoy en el blog será simplemente describir cómo fue el último día del año vigésimo octavo de Nuestro Señor, porque yo no quiero ir por la vida haciendo puntos complejos en mi blog -Dios me guarde- cuando las descripciones son tan simples, tan sencillas.
Sonó el despertador a las seis y media, pero mi mano derecha que está bastante mal conectada con mi cerebro, decidió autónomamente que sería buena idea apagar la alarma antes de que se me despertara el resto del cuerpo. El resto de mi cuerpo sabe mejor que a las siete y media yo debo estar saliendo de la cochera para poder llegar tranquilamente a mi curso de formación en el Instituto. Sabe bien el resto de mi cuerpo que no estoy para tener ninguna falta ni retardo sin inquietar a mi súper ego (que no es que sea un ego que esté muy súper, es sólo por meterle una categoría freudiana). Pues dada la iniciativa de mi mano derecha, eran las siete y media y apenas se estaba despertando mi ojo izquierdo y veo el reloj y tuvo que despertar súbitamente al resto de las partes del cuerpo del monstruo que dormían tranquilamente a horas en las que ya tenía que estar bañadas, perfumadas y vestidas.
Corría de un lado al otro del clóset, tratando de pensar qué debía ponerme para ese día, pero era como una pesadilla porque no había camisa que estuviera siquiera remotamente planchada. ¿Debía ser traje porque tendríamos ese día la visita de un Subsecretario o podría ir con alguna polo, escondida bajo un saco casual porque era viernes? Seguía corriendo y no lograba mi cerebro poner orden en esa madeja de ideas contradictorias. Al final ganó lo del viernes casual que es algo más rápido de vestir y no necesito de plancha. No hubo tiempo ni de bañarse, ni de rasurarse, ni de desayunar, así que tomé corriendo un yogur y otra cosa fermentada que estaba en mi refrigerador y durante el camino, entre gritos, cantos y desesperación por el tráfico que es peor los viernes, me los fui tomando para regocijo de mi pancita.
La razón de mi despertar tardío fue sin duda, haber ido la noche anterior a festejar a un buen amigo que cumplió también años y como púsose la conversación sabrosa, era la una de la madrugada y yo iba llegando a casa a dormir. Para haber estado así de cansado el día transcurrió muy tranquilo y pude escuchar sin mucho problema temas sobre multilateralismo, promoción económica, comercial y turística del país en el extranjero, y hasta para dar un tour por la bóveda de tratados del país, con todas las medidas de seguridad para conservar esos viejos papeles, sellados con elegantes lacres y escritos con unas letras preciosas que yo jamás podré dibujar, porque el teclado de la computadora ya me descompuso los genes que hacen letras bonitas.
Como sabía que a cualquiera de mis festejos de cumpleaños vienen aparejados los excesos, decidí para calmar un poco a mi conciencia que tenía que ir un rato aunque fuera al gimnasio. Hice lo que había de hacerse y salí corriendo a buscar el hielo para los cocteles de más al rato en la casa. Fue una misión mucho más difícil de lo que esperaba, pero al final lo logré. Al rato, empezaron a llegar los más puntuales y durante toda la noche unos fueron, otros vinieron, el portero me llamó varias veces para que nos calláramos, los vecinos seguramente me insultaron calladamente, los invitados departían sin callarse. Pero al final, la cosa terminó sin mayor inconveniente, mi casa oliendo a vicios y yo, tirado en la cama, contestando los mensajes de felicitación de los que sí son buenos para recordar fechas y escribiendo en el blog una entrada en lo que viene a ser el primer día del año vigésimo noveno de Nuestro Señor.
sábado, octubre 24, 2009
sábado, octubre 17, 2009
Mercedes
Caminaba por ahí Mercedes, por una calle de banquetas irregulares. Arrastraba un poco los pies porque ya no le daban para grandes brincos. Sus piernas regordetas y cortas nunca le habían dado para mucho. Pero la edad le va agregando torpeza a las cosas, como si no alcanzara uno suficientes niveles de torpeza a edades más tempranas. En eso iba pensando Mercedes cuando llegó al parque, al de las bancas oxidadas que le manchaban siempre el vestido y que luego ya no podía volver a usar, pero que sí usaba porque no estaban los tiempos para ponerse tan exigentes y el óxido qué tanto daño le podría causar a la gente que es fijada. A esa gente fijada no se les puede hacer mucho caso, pensaba Mercedes, porque no hay modo de darles gusto y, además, qué necesidad tenían de fijarse en las manchas de la ropa de la gente que pasa frente a ellos.
Se sentó frente a los columpios en los que una niña se balanceaba alzando las piernas lo más alto que podía y Mercedes pensaba que qué peligro era eso de balancearse tan alto y los mareos que le podrían venir, pero sobre todo que no había necesidad de arriesgarse tanto, pudiendo divertirse más tranquilamente sin tener que andar ahí poniéndose en esa situación tan problemática. Y, luego, pensaba Mercedes, si se caía el "problemón" que se le iba a venir encima a ella, porque no veía por ningún lado a nadie que estuviera cuidando a la niña del columpio y capaz que hasta el hospital iba a ir a dar, porque no podía dejar a la niña ahí sola tirada en la arena, cuando seguro algo se le iba a romper cayendo como iba a caer, desde esa altura tan innecesaria.
Sacó de su bolso un libro, de esos no muy grandes, porque pensaba Mercedes que no había ninguna necesidad de pasarse la vida leyendo, cuando hay tantas cosas por hacer, y qué es eso de escribir y escribir como si la gente que lo va a leer a uno no tuviera más cosas que hacer que ponerse a leer un libro de esos gordos, de los que nunca se le antojaba leer porque no le parecía considerado de parte de los escritores para sus lectores. Y lo dejó de leer cuando empezó la heroína de la novela a sufrir demasiado porque se le juntaban las razones y a Mercedes la molestaba mucho eso de ver a la gente sufrir demasiado porque era una persona con mucha empatía y no importa que fuera el personaje de una novela, ella meditaba que no estaba bien que el sufrimiento se le cargara tanto a unos cuantos, cuando se podía distribuir de mejor manera entre todo el gentío que ella veía en los parques y en las calles, y que no se veía que sufrieran para nada.
Tomó el camino de regreso a su casa, porque ya le parecía que se hacía tarde y le daba miedo que le cayera la noche encima y ella con esas rodillas tan defectuosas que no la iban a sacar de ningún apuro si algún truhán se disponía a molestarla por la calle, o, peor aún, a asaltarla, si ella ni dinero traía y el que tenía había sido bien ganado, como para andárselo regalando a esa gente haragana que nada más por traer un arma ya se creían merecedores del dinero ajeno.
Llegó a casa, saludó a su perro, Melquisedec, que le movió dos veces la cola antes de ir a sentarse indiferente como siempre en el tapete de la sala; preparó su té, se puso el camisón, hizo sus oraciones y, sin pensar más nada, fue a dormir.
Se sentó frente a los columpios en los que una niña se balanceaba alzando las piernas lo más alto que podía y Mercedes pensaba que qué peligro era eso de balancearse tan alto y los mareos que le podrían venir, pero sobre todo que no había necesidad de arriesgarse tanto, pudiendo divertirse más tranquilamente sin tener que andar ahí poniéndose en esa situación tan problemática. Y, luego, pensaba Mercedes, si se caía el "problemón" que se le iba a venir encima a ella, porque no veía por ningún lado a nadie que estuviera cuidando a la niña del columpio y capaz que hasta el hospital iba a ir a dar, porque no podía dejar a la niña ahí sola tirada en la arena, cuando seguro algo se le iba a romper cayendo como iba a caer, desde esa altura tan innecesaria.
Sacó de su bolso un libro, de esos no muy grandes, porque pensaba Mercedes que no había ninguna necesidad de pasarse la vida leyendo, cuando hay tantas cosas por hacer, y qué es eso de escribir y escribir como si la gente que lo va a leer a uno no tuviera más cosas que hacer que ponerse a leer un libro de esos gordos, de los que nunca se le antojaba leer porque no le parecía considerado de parte de los escritores para sus lectores. Y lo dejó de leer cuando empezó la heroína de la novela a sufrir demasiado porque se le juntaban las razones y a Mercedes la molestaba mucho eso de ver a la gente sufrir demasiado porque era una persona con mucha empatía y no importa que fuera el personaje de una novela, ella meditaba que no estaba bien que el sufrimiento se le cargara tanto a unos cuantos, cuando se podía distribuir de mejor manera entre todo el gentío que ella veía en los parques y en las calles, y que no se veía que sufrieran para nada.
Tomó el camino de regreso a su casa, porque ya le parecía que se hacía tarde y le daba miedo que le cayera la noche encima y ella con esas rodillas tan defectuosas que no la iban a sacar de ningún apuro si algún truhán se disponía a molestarla por la calle, o, peor aún, a asaltarla, si ella ni dinero traía y el que tenía había sido bien ganado, como para andárselo regalando a esa gente haragana que nada más por traer un arma ya se creían merecedores del dinero ajeno.
Llegó a casa, saludó a su perro, Melquisedec, que le movió dos veces la cola antes de ir a sentarse indiferente como siempre en el tapete de la sala; preparó su té, se puso el camisón, hizo sus oraciones y, sin pensar más nada, fue a dormir.
martes, octubre 13, 2009
Eran los tiempos que corrían
Tratando de innovar en los temas de este monótono blog, se me ha ocurrido recordar una etapa que no me tocó vivir. De niño fantaseaba mucho, como todos en algún momento, supongo, con la idea de viajar en el tiempo. Por alguna razón que no me logro explicar, no me interesaba ni ir al futuro, ni demasiado lejos en el pasado. Lo que quería con ansias era poder vivir - en calidad de testigo, no de residente permanente - en la época de la niñez de mis abuelos en Huásabas. Los albores del siglo XX en ese rincón rural del norte mexicano me parecían una época fascinante . Esa nostalgia había sido alimentada, o debería decir inseminada, por los relatos de mi nana Carmela, mi abuela paterna. Me figuraba aquellas calles de tierra y casas de adobe llenas de historias latentes esperando a ser descubiertas, ocultas en el murmullo del viento al colarse entre las agujas de los enormes pinos salados, en cuyos troncos jugaban niños ataviados con ropas austeras de telas antiguas y aromas particulares de las que ellos no se percataban.
Las imágenes las iba construyendo con las fotografías viejas, ésas en blanco y negro que ya más bien eran amarillo y ocre. Y también con los retratos de mi bisabuela, mamá Amparo, o del padre Luis. Con esa materia prima, en mi mente iban las señoras haciendo sus tareas domésticas, vestidas de blondas, encaje y crinolinas. Los hombres eran todos de un aire muy respetable y aunque no usaban sotana, como el padre Luis, sí tenían todos su cara grave, eclesiástica.
Eran los tiempos de la dictadura de Don Porfirio que fueron seguidos por los años hostiles y larguísimos de la Revolución Mexicana. Esos períodos de transición son difíciles y se llegan a poner harto oscuros. No era de extrañarse que mi bisabuelo Julián fuera atacado por una cuadrilla de los hombres de Villa. Ya no se pudo más ir a llevar el dinero a los bancos de Arizona -los pocos que podían darse el lujo de acumular capital - porque las diligencias se habían hecho demasiado riesgosas. De tal modo que hubo de enterrarse el dinero en las huertas o en las anchas paredes de las viejas casonas de los ricos. Esos famosos entierros se convirtieron en poco tiempo en la obsesión de los descendientes de los antiguos potentados que querían ganarse su lotería, sin tener que comprar boletos. Y luego esa obsesión, tal vez por infructuosa, dio pie a sendas leyendas de aparecidos que cuidaban con la avaricia futil del inframundo, las monedas de oro cuyo dueño original no quiso compartir ni en el lecho de muerte.
Cuando se consolidaron los gobiernos de la Revolución en el período de uno de los generales de Sonora, Plutarco Elías Calles, vinieron tiempos de mayores sobresaltos para los habitantes del pueblo. Se prohibió la celebración de misas y se cerraron las iglesias. Aquello era peor aún que en los tiempos del "indio ése jacobino" de Benito Juárez. Ni el "pata rajada" al que peyorativamente las señoras hacían que sus hijos llamaran Beno Juárez, se había atrevido a ordenar las herejías que Calles estaba implementando a punta de pistolas y federales.
El padre Luis y todos los santos en vida que formaban el clero fueron a refugiarse a Los Ciriales, un rancho en lo más alto de la Sierra Madre Occidental, donde el obispo Navarrete había ordenado la construcción de un seminario para no suspender la formación de los próximos sacerdotes. Los bautismos, los matrimonios y las primeras comuniones debían celebrarse con el mayor sigilo, para no ser descubiertos, porque eran bravos los del gobierno, eran sacrílegos, unos grandes sacrílegos indignos.
No mermó el movimiento político la devoción de ese catolicismo acendrado, traído directamente de Europa y puesto en remojo en una mexicanidad cuyo guadalupanismo era el factor de identidad más consolidado de la República. No cayeron los velos que cubrían las cabezas de las mujeres enlutadas, ni de sus manos los rosarios. Sólo pasó el tiempo que tenía que pasar y todo fue volviendo a la fervorosa cotidianidad que algunos añoraban y otros no tanto.
Eran los tiempos que corrían los de María Auxiliadora, que vio llegar del pueblo vecino al engominado mancebo que la cortejaba. Lo vio venir una tarde calurosa de verano y otra vez a la semana siguiente. Llegó incluso a aceptarle una pieza de baile en las fiestas de la santa patrona, el celebrado quince de agosto, sin tocarle nunca la piel porque en la mano debía el caballero ponerse un pañuelo para no incitar malos pensamientos. Aún así, tuvo María Auxiliadora sensaciones totalmente nuevas, desbordando calladamente la alegría cuando oía acercarse los cascos del elegante caballo que transportaba al buen mozo de buena familia en las tardes más frescas del otoño.
Eran los tiempos que corrían cuando éste le propuso matrimonio y ella le respondió que debía hablarlo primero con el padre Luis. Así lo hizo y al enterarse de que el matrimonio involucraba asuntos tan carnales como le medio explicó el sacerdote, se rehusó a seguir recibiendo la visita del buen mozo, aunque fuera de buena familia, porque a sus dieciséis nunca se imaginó que hubiera que sacrificar la pureza para engendrar los hijos que le hubiera gustado tener. Así pensaba María Auxiliadora, por lo que se consagró al celibato y amó siempre a su engominado mancebo, casi tanto como al recuerdo de las tardes de verano y otoño en que su pecho se estremecía de una manera que jamás volvió a experimentar.
Eran los tiempos que corrían en aquel sereno pueblo de la sierra sonorense, por lo menos así corrían en el imaginario de los que no los vivimos, sino a través de los idealizados relatos de la abuela y sus igualmente ancianas interlocutoras, mientras te pellizcaban la mejilla y te apuraban "anda, ya vámonos al Rosario, que están por dar la última campanada".
Las imágenes las iba construyendo con las fotografías viejas, ésas en blanco y negro que ya más bien eran amarillo y ocre. Y también con los retratos de mi bisabuela, mamá Amparo, o del padre Luis. Con esa materia prima, en mi mente iban las señoras haciendo sus tareas domésticas, vestidas de blondas, encaje y crinolinas. Los hombres eran todos de un aire muy respetable y aunque no usaban sotana, como el padre Luis, sí tenían todos su cara grave, eclesiástica.
Eran los tiempos de la dictadura de Don Porfirio que fueron seguidos por los años hostiles y larguísimos de la Revolución Mexicana. Esos períodos de transición son difíciles y se llegan a poner harto oscuros. No era de extrañarse que mi bisabuelo Julián fuera atacado por una cuadrilla de los hombres de Villa. Ya no se pudo más ir a llevar el dinero a los bancos de Arizona -los pocos que podían darse el lujo de acumular capital - porque las diligencias se habían hecho demasiado riesgosas. De tal modo que hubo de enterrarse el dinero en las huertas o en las anchas paredes de las viejas casonas de los ricos. Esos famosos entierros se convirtieron en poco tiempo en la obsesión de los descendientes de los antiguos potentados que querían ganarse su lotería, sin tener que comprar boletos. Y luego esa obsesión, tal vez por infructuosa, dio pie a sendas leyendas de aparecidos que cuidaban con la avaricia futil del inframundo, las monedas de oro cuyo dueño original no quiso compartir ni en el lecho de muerte.
Cuando se consolidaron los gobiernos de la Revolución en el período de uno de los generales de Sonora, Plutarco Elías Calles, vinieron tiempos de mayores sobresaltos para los habitantes del pueblo. Se prohibió la celebración de misas y se cerraron las iglesias. Aquello era peor aún que en los tiempos del "indio ése jacobino" de Benito Juárez. Ni el "pata rajada" al que peyorativamente las señoras hacían que sus hijos llamaran Beno Juárez, se había atrevido a ordenar las herejías que Calles estaba implementando a punta de pistolas y federales.
El padre Luis y todos los santos en vida que formaban el clero fueron a refugiarse a Los Ciriales, un rancho en lo más alto de la Sierra Madre Occidental, donde el obispo Navarrete había ordenado la construcción de un seminario para no suspender la formación de los próximos sacerdotes. Los bautismos, los matrimonios y las primeras comuniones debían celebrarse con el mayor sigilo, para no ser descubiertos, porque eran bravos los del gobierno, eran sacrílegos, unos grandes sacrílegos indignos.
No mermó el movimiento político la devoción de ese catolicismo acendrado, traído directamente de Europa y puesto en remojo en una mexicanidad cuyo guadalupanismo era el factor de identidad más consolidado de la República. No cayeron los velos que cubrían las cabezas de las mujeres enlutadas, ni de sus manos los rosarios. Sólo pasó el tiempo que tenía que pasar y todo fue volviendo a la fervorosa cotidianidad que algunos añoraban y otros no tanto.
Eran los tiempos que corrían los de María Auxiliadora, que vio llegar del pueblo vecino al engominado mancebo que la cortejaba. Lo vio venir una tarde calurosa de verano y otra vez a la semana siguiente. Llegó incluso a aceptarle una pieza de baile en las fiestas de la santa patrona, el celebrado quince de agosto, sin tocarle nunca la piel porque en la mano debía el caballero ponerse un pañuelo para no incitar malos pensamientos. Aún así, tuvo María Auxiliadora sensaciones totalmente nuevas, desbordando calladamente la alegría cuando oía acercarse los cascos del elegante caballo que transportaba al buen mozo de buena familia en las tardes más frescas del otoño.
Eran los tiempos que corrían cuando éste le propuso matrimonio y ella le respondió que debía hablarlo primero con el padre Luis. Así lo hizo y al enterarse de que el matrimonio involucraba asuntos tan carnales como le medio explicó el sacerdote, se rehusó a seguir recibiendo la visita del buen mozo, aunque fuera de buena familia, porque a sus dieciséis nunca se imaginó que hubiera que sacrificar la pureza para engendrar los hijos que le hubiera gustado tener. Así pensaba María Auxiliadora, por lo que se consagró al celibato y amó siempre a su engominado mancebo, casi tanto como al recuerdo de las tardes de verano y otoño en que su pecho se estremecía de una manera que jamás volvió a experimentar.
Eran los tiempos que corrían en aquel sereno pueblo de la sierra sonorense, por lo menos así corrían en el imaginario de los que no los vivimos, sino a través de los idealizados relatos de la abuela y sus igualmente ancianas interlocutoras, mientras te pellizcaban la mejilla y te apuraban "anda, ya vámonos al Rosario, que están por dar la última campanada".
martes, octubre 06, 2009
¡Ay qué tan bonito!
El viernes salimos temprano de la escuela. Una tarde de viernes libre había de ser aprovechada, tal y como reza el proverbio chino aquél que dice que los viernes en la tarde deben ser aprovechados. No es que no hubiera opciones en la ciudad: estaba el concierto de Depeche Mode, 451 museos o la permanente opción de perderse en el alcohol. Pero surgió etérea la idea de ir a Morelia, Michoacán, con ocasión del festival internacional de cine que se lleva a cabo en dicha ciudad colonial. Mi tan comentada imposibilidad de decir que no a cualquier plan hizo diligentemente su trabajo y a las dos de la tarde pasé por los otros cuatro valientes que decidimos -hora y media antes- tomar carretera y pasar el fin de semana fuera de la Megalópolis.
No tengo planeado describir los pormenores del viaje, obedeciendo el proverbio chino aquél que reza "nunca describas los pormenores de tus viajes", ni pretendo ser reiterativo sobre lo mucho que gozo los paisajes de las carreteras mexicanas o la belleza casi mágica de sus ciudades antiguas o sus pueblos suspendidos en un tiempo que parece pasado, pero no lo es. Lo cierto es que esas escapadas de fin de semana me reconcilian con la vida, me provocan algo parecido al enamoramiento de un país que está muy mal en los encabezados de todos sus periódicos pero que es hermoso cuando te ahorras la miopía de verlo a través de los borrosos cristales de sus medios de comunicación y te asomas a verlo directamente.
Bueno, y como ya me estaba poniendo más cursi de lo que tengo permitido, termino recomendando las dos películas que vi en el festival: London River y Hace tiempo que te quiero, la primera francoargelina y la segunda nomás francesa, con una impresionante actuación de Kristen Scott-Thomas. Pero, sobre todo, recomendarles que en cuanto puedan agarren la carretera y vayan a algún pueblito que les quede cerca, se tomen un buen café por ahí y, si no es mucha molestia, se acuerden de mí un poquito y yo -en plan new age- reciba sus paseadas y felices "energías", porque necesito seguir paseándome y simultáneamente hacer mis deberes, porque así es la vida de uno y así se va a quedar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)