Su vida puede ser resumida en nacer, crecer, prostituirse y morir. Pilar la de las piernas largas y el lunar en el pecho. La chica fácil que era fácil sólo si llegabas al precio que nunca era negociable. La chica de la vida alegre que, no obstante, lloraba cada madrugada cuando terminaba sus quehaceres. La chica de la vida galante, que sólo conoció de privaciones. La obra cumbre del maquillaje excesivo, de las medias de red y de la minifalda minúscula. El culmen del cliché de las que se dedican a ejercer en las esquinas de ciertas calles el así llamado oficio más antiguo del mundo.
Pilar tuvo una infancia que pocos caracterizarían de ideal. Nació de una madre que le heredó el oficio con un determinismo que nunca cuestionó, creció en el mismo burdel en el que trabajaba la madre, una española de nombre Inmaculada - aunque parezca una burla -. Estuvo siempre rodeada de las mujeres que trabajaban en el local, que aparecían y desaparecían siempre sin decir ni pío. Con esto, Pilar se acostumbó a las ausencias y asumió la irredimible soledad humana como un rasgo al que no hay que cuestionar, sino sólo resignarse. Su madre siempre decía cuando comentaban sobre las que iban desapareciendo "seguro se ha cansado de estar siempre temiendo amanecer con un ojo morado o una costilla rota, pero así es nuestra vida, Pilar... es dura nuestra vida, Pilar".
Y un día cuando tenía catorce años su madre tampoco apareció y fue hasta que pasaron varias semanas que cayó en la cuenta de que tal vez ya nunca la vería. Y fue a esa edad en la que tuvo que pedir su inserción laboral en el mismo lugar en el que nació y creció. No pasó mucho tiempo cuando ella misma decidió desaparecer, pero el oficio es el oficio y ella ya estaba en el gremio.
Las esquinas nunca han sido escasas en la ciudad y a los dieciocho años ya había encontrado el rincón en el que luciría sus lentejuelas por algunos años. Federico se llamaba el proxeneta del que se enamoró, del que recibió uno que otro golpe y el que le confesó, algunos años después, que su madre había muerto atropellada a unas cuadras de su nuevo lugar de trabajo la misma noche en la que había desaparecido del burdel para buscar nuevos horizones, que resultaron más fatídicos de lo que hubiera podido suponer. Y la noche en que se enteró de que su madre tal vez no la iba a abandonar a su suerte, a diferencia de todas las demás noches, Pilar no lloró. Se quedó tranquila contemplando la esquina en la que había muerto su madre y se sintió un poco reconciliada por la vida, pensando que ojalá que el carro hubiera sido lujoso, para que su muerte hubiera sido digna.
Era una mujer escrupulosa y ése fue siempre su problema. Admiraba profundamente a su amiga la Yasmín, porque ella como que a veces hasta disfrutaba lo que hacía. Pilar nunca pudo lograrlo, por más que en los primeros años de su carrera se esforzó profundamente por hacerlo. Por eso es que siempre tuvo que llorar al final de su jornada. Con las lágrimas lavaba el asco que había contenido y con las mismas lágrimas tenía que enjugar la máscara con la que, a base de maquillaje y de simple actuación, engañaba a sus clientes fingiendo que gozaba tanto como ellos la prestación del servicio. Y la terapia resultaba exitosa, porque la noche siguiente podía pararse en la misma esquina, a pesar del esfuerzo de mantenerse en pie con los tacones altísimos que a Federico tanto le gustaban.
Y así se pasaron sus años, los mejores, que nunca pudo distinguir de sus peores: de la esquina al hotel, del hotel a la esquina, de la esquina a su casa en la Delegación Iztapalapa. Cambiaban los modelos de los carros que la recogían, pero el rojo encendido de su pintalabios siempre fue el mismo y los tacones siempre fueron tan altos - como le gustaban a Federico - y la falda fue siempre igual de corta y la esquina igual de puntiaguda, e igual de lascivas las miradas de Don Fidencio, el del puesto de revistas, y de recriminadoras las de la Señora Margarita, que vendía quesadillas justo en la esquina de en frente.
Hasta que un día la alcanzó la muerte, apenas una semana después de que vi el largo de sus piernas mientras me comía unas quesadillas de las que vendía la Señora Margarita, atropellada también, como su madre que le heredó el oficio y hasta la causa de la defunción. Pero no era un carro lujoso, sino un troque que llevaba verduras al mercado de la colonia el que la privó de su vida y, además, de una muerte "digna".
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