jueves, enero 29, 2009

Pilar

Su vida puede ser resumida en nacer, crecer, prostituirse y morir. Pilar la de las piernas largas y el lunar en el pecho. La chica fácil que era fácil sólo si llegabas al precio que nunca era negociable. La chica de la vida alegre que, no obstante, lloraba cada madrugada cuando terminaba sus quehaceres. La chica de la vida galante, que sólo conoció de privaciones. La obra cumbre del maquillaje excesivo, de las medias de red y de la minifalda minúscula. El culmen del cliché de las que se dedican a ejercer en las esquinas de ciertas calles el así llamado oficio más antiguo del mundo.

Pilar tuvo una infancia que pocos caracterizarían de ideal. Nació de una madre que le heredó el oficio con un determinismo que nunca cuestionó, creció en el mismo burdel en el que trabajaba la madre, una española de nombre Inmaculada - aunque parezca una burla -. Estuvo siempre rodeada de las mujeres que trabajaban en el local, que aparecían y desaparecían siempre sin decir ni pío. Con esto, Pilar se acostumbó a las ausencias y asumió la irredimible soledad humana como un rasgo al que no hay que cuestionar, sino sólo resignarse. Su madre siempre decía cuando comentaban sobre las que iban desapareciendo "seguro se ha cansado de estar siempre temiendo amanecer con un ojo morado o una costilla rota, pero así es nuestra vida, Pilar... es dura nuestra vida, Pilar".

Y un día cuando tenía catorce años su madre tampoco apareció y fue hasta que pasaron varias semanas que cayó en la cuenta de que tal vez ya nunca la vería. Y fue a esa edad en la que tuvo que pedir su inserción laboral en el mismo lugar en el que nació y creció. No pasó mucho tiempo cuando ella misma decidió desaparecer, pero el oficio es el oficio y ella ya estaba en el gremio.

Las esquinas nunca han sido escasas en la ciudad y a los dieciocho años ya había encontrado el rincón en el que luciría sus lentejuelas por algunos años. Federico se llamaba el proxeneta del que se enamoró, del que recibió uno que otro golpe y el que le confesó, algunos años después, que su madre había muerto atropellada a unas cuadras de su nuevo lugar de trabajo la misma noche en la que había desaparecido del burdel para buscar nuevos horizones, que resultaron más fatídicos de lo que hubiera podido suponer. Y la noche en que se enteró de que su madre tal vez no la iba a abandonar a su suerte, a diferencia de todas las demás noches, Pilar no lloró. Se quedó tranquila contemplando la esquina en la que había muerto su madre y se sintió un poco reconciliada por la vida, pensando que ojalá que el carro hubiera sido lujoso, para que su muerte hubiera sido digna.

Era una mujer escrupulosa y ése fue siempre su problema. Admiraba profundamente a su amiga la Yasmín, porque ella como que a veces hasta disfrutaba lo que hacía. Pilar nunca pudo lograrlo, por más que en los primeros años de su carrera se esforzó profundamente por hacerlo. Por eso es que siempre tuvo que llorar al final de su jornada. Con las lágrimas lavaba el asco que había contenido y con las mismas lágrimas tenía que enjugar la máscara con la que, a base de maquillaje y de simple actuación, engañaba a sus clientes fingiendo que gozaba tanto como ellos la prestación del servicio. Y la terapia resultaba exitosa, porque la noche siguiente podía pararse en la misma esquina, a pesar del esfuerzo de mantenerse en pie con los tacones altísimos que a Federico tanto le gustaban.

Y así se pasaron sus años, los mejores, que nunca pudo distinguir de sus peores: de la esquina al hotel, del hotel a la esquina, de la esquina a su casa en la Delegación Iztapalapa. Cambiaban los modelos de los carros que la recogían, pero el rojo encendido de su pintalabios siempre fue el mismo y los tacones siempre fueron tan altos - como le gustaban a Federico - y la falda fue siempre igual de corta y la esquina igual de puntiaguda, e igual de lascivas las miradas de Don Fidencio, el del puesto de revistas, y de recriminadoras las de la Señora Margarita, que vendía quesadillas justo en la esquina de en frente.

Hasta que un día la alcanzó la muerte, apenas una semana después de que vi el largo de sus piernas mientras me comía unas quesadillas de las que vendía la Señora Margarita, atropellada también, como su madre que le heredó el oficio y hasta la causa de la defunción. Pero no era un carro lujoso, sino un troque que llevaba verduras al mercado de la colonia el que la privó de su vida y, además, de una muerte "digna".

lunes, enero 19, 2009

Remigio

Cuando subió al vagón del metro en la estación Constituyentes, me llamaron la atención sus manos callosas y cubiertas de cal. Llevaba baja la mirada y el ceño ligeramente fruncido y cargaba un costal del que sacó una bolsita con un par de taquitos de canasta, ya bastante maltratados. Tardó un par de estaciones en sentarse, aunque había varios asientos disponibles desde que subió. Discretamente se empezó a comer los tacos, masticando lentamente y con los modales de quien nunca ha sido enseñado de urbanidad y esas frivolidades. Cuando hubo terminado, sacó una botella de coca-cola y le dio los últimos tragos que quedaban en el envase. El líquido ya estaba caliente y sin gas, pero pudo empujar el último bocado. Sólo una vez cruzó la mirada conmigo, pero eso fue suficiente para descubrir una especie de conformidad con la vida y consigo mismo.

Remigio había sido el quinto hijo de una madre que los tuvo al pormayor, con distintos padres, en un pueblo de la costa chica de Guerrero. Cuando tenía dos años, lo recogió una familia de un pueblo cercano, tan humilde como su madre, pero con una estabilidad emocional un poco mayor. Así, se convirtió en el "hermano", siempre entre comillas" de otros siete chamacos, con los que tenía que compartir (o competir por) los frijoles con chile en tortillas de maíz, que era lo que habitualmente había en esa mesa. Nunca sintió que le faltara cariño en su nueva casa, pero eso no quiere decir que se sintiera querido. Más bien se sentía admitido de una manera que el fondo de sí agradecía y despreciaba, casi simultáneamente y con la misma intensidad.

No llegó a concluir sus estudios primarios porque su "apá" (el putativo, claro, porque al biológico no había manera de identificarlo) le pidió que le ayudara con las labores de la siembra... y de la cosecha... y de todo lo que va en medio del ciclo agrícola. Algo que meditaba frecuentemente, es que por más esfuerzos que hacía no podía recordar su niñez, es decir, no podía distinguir sus recuerdos de infancia y los de juventud. Esas etapas eran simplemente conceptos que le fueron ajenos en la primera parte de su vida y construyó su madurez no como un proceso, sino como algo que siempre estuvo dado. Pero no es que eso lo hubiera decidido, sino que nunca concibió la idea de tener opciones, Remigio fue siempre un hombre conforme con lo que era y lo que tenía.

Su mirada baja lo era no por la sumisión que suele distinguir a su clase social, sino porque era un hombre de mucha reflexión. Mientras cargaba los pesados sacos de cemento que debía subir a los pisos superiores de los altos edificios en cuya construcción trabajaba como albañil, se perdía recordando a su padrino Jacinto, el amigo anciano de la que vino a ser su familia. Un viejito canoso y de cara morena, curtida por el sol, el trabajo y los años. Ese anciano lo hizo como era, le decía Remigio a su esposa, porque con sus historias inverosímiles de campesino con las que recreaba los años pasados como si hubieran sido mejores lo hizo un soñador. Pero uno que sabe que los sueños no son más que eso y no son ninguna meta a alcanzar, son sólo historias que uno construye sobre sí mismo para evadir la realidad y para hacer la vida más vivible. En los recuerdos de Remigio, Jacinto siempre aparecía sonriendo en medio de los maizales y bajo un cielo claro por el que pasaban bandadas aisladas de garzas.

Y luego vino la hora en la que no tenía nada que hacer en la costa chica de Guerrero y su madre le dijo: "mira, Remigio, tú ya tienes dieciséis años, quince has vivido con nosotros y te hemos agarrado cariño, pero ya es hora de que hagas tu vida y no vuelvas sino a visitarnos de vez en cuando, a traernos algo para ayudarnos a sostenernos en agradecimiento por haberte tenido aquí tanto tiempo y haberte hecho un hombre de bien. Haz como los hijos de la Felipa, que se fueron hace dos años a la capital y ahí consiguieron trabajo. No les va mal. A ti tampoco te va a ir mal, porque eres muy trabajador y siempre he visto que tienes un buen ángel de la guarda". Y así lo hizo Remigio, se fue a la capital, como los hijos de la Felipa, y consiguió trabajo y un día en un baile popular conoció a Perla, la que sería la madre de sus hijos.

Remigio nunca creyó en las decisiones y, por eso, fue su esposa la que le dijo cuando casarse y la que le dijo que estaba embarazada en tres ocasiones, con lo cual Remigio supo que tenía que trabajar más para poder sacar adelante a su familia. Su familia, algo que nunca entendió, porque los adjetivos posesivos escapaban a su forma de ver la vida. De él no podía ser nada, no encontraba en sus entrañas el sentimiento de posesión. Nada era de él: a su esposa la quería a su lado y a sus hijos los mantenía, pero no eran de él. Y, en efecto, nunca fueron de él. Perla terminó dejándolo cuando ya tenía cincuenta años y el trabajo duro de toda una vida lo había convertido en un anciano prematuro, que lo hizo desterrar la idea de buscar a alguien para suplir a su excompñera. Los hijos se fueron yendo de su casa uno a uno y tomaron sus propias vidas, en las cuales él participaba muy marginalmente. Cuando murió la señora de la costa chica de Guerrero que lo había criado y a la cual de manera casi religiosa le enviaba un dinerito cada mes, perdió lo más parecido al sentido de pertenencia que hubiera experimentado durante su vida.

Y lo que siguió fue sereno, sin complicaciones: desplazarse a las distintas construcciones en las que lo contrataban como velador, porque sus molidos huesos ya no daban para más esfuerzo que eso. Y de regreso a su casita en Ciudad Nezahualcóyotl, en la que una tarde lluviosa pero no tanto, se apagó como se apaga una vela que se deja arder en una esquina. Y hubiera sido enternecedor verlo morir (si alguien hubiera estado presente) porque se fue conforme, conforme con la vida y consigo mismo.

viernes, enero 16, 2009

Herminia

Siempre llegaba al comedor en el que la conocí con unos zapatitos de tacón bajito, muy bajitos. Sus faldas eran de corte recto y jamás por encima de sus rodillas. Los colores ocres y apagados de su vestimenta refejaban - para los prejuicos ajenos - lo añejo de sus ideas, lo aburrido de su perpetua soltería. El conjunto de lo que lograba ver de Herminia y particularmente sus estudiados modales, calladamente daban muestra de su anterior pertenencia a la clase media alta postrevolucionaria. La edad no quedaba clara y su hermetismo no dejaba posibilidad de preguntársela, pero no había duda de que era mayor a los cincuenta. Y, finalmente, su mirada... su mirada como para adentro, como si nunca te viera aunque tuviera sus ojos fijos sobre ti, su mirada gris que completaba una cara llena como de indiferencia y de desesperanza, de un estancamiento vital que molestaba a su alrededor. Una cara que hacía callar a los niños que jugaban a la pelota fuera de su casa, que silenciaba las animadas conversaciones de sus compañeros de trabajo cuando se acercaba, que dejaba sin posibilidad de palabras a los hombres de los que hubiera podido enamorarse.

Herminia nació, ya lo decía, en el seno de una típica familia acomodada de los tiempos postrevolucionarios del país. Su padre había sido burócrata de medio pelo, hasta que se hizo amigo de un general que llegó a ser Secretario de la Defensa, en los tiempos del Presidente Cárdenas. Esto fue condición suficiente para que en unos cuantos años se convirtiera en funcionario de nivel alto y con la sagacidad que lo distinguió en combinación perfecta con unos escrúpulos muy laxos, pudo conservarse hasta su muerte en esas posiciones de privilegio que había creado el sistema de partido dominante que gobernó a México hasta que terminó el siglo. La flexibilidad de sus escrúpulos en la política no la llevó nunca al campo de la conducción de su familia. Bastante joven se casó con la madre de Herminia, una provinciana de Querétaro, proveniente de una familia muy religiosa y conservadora. En esa familia nadie cuestionó nunca sus propios roles, ni la crítica ajena ni la autocrítica se dejaron sentir jamás en la elegante casa porfiriana de la Colonia Roma que pudieron comprarse con un excelente "negocio" que llevó a cabo el padre, aprovechando su puesto en el gobierno.

Herminia fue educada en el Colegio del Sagrado Corazón, para garantizar que las monjas la formaran como la señorita decente y de moral impecable que los padres asumieron debía ser. Manejaba a la perfección los modales de una rancia aristocracia, a la que ni siquiera pertenecía y reprobaba con su desdén a todos los que a su alrededor se comportaban como "indios". En el comedor se sentaba siempre con sus piernas cerradas y ligeramente inclinada sobre sus tobillos cruzados. Se cercioraba rigurosamente de que la falda estuviera en su lugar y que sus rodillas jamás se exhibieran. Cerraba cuidadosamente su saco y una vez acomodada tomaba sus cubiertos y se disponía a injerir sus alimentos como si estuviera en el Palacio de Buckingham, aunque se trataba únicamente del comedor de su trabajo, rodeada de gente que ni siquiera sabía de la existencia del Colegio del Sagrado Corazón.

Nunca se casó. Pero sí estuvo locamente enamorada en una ocasión, aunque jamás se pudo dar el lujo de mostrarlo. Se llamaba Samuel y se apellidaba Levy. Pero tan locamente enamorada estaba que pensó que sus padres podían obviar el hecho de que era judío. Durante ocho meses, se arregló para verlo sin que se dieran cuenta sus padres, lo cual era una empresa dificilísima, considerando lo castrante que era el control que imponían sobre ella y sobre su hermana, sus únicas hijas. Samuel insistió tanto en que hablaría con los padres que logró convencerla de que se lo permitiera, a pesar del terrible temor que Herminia tenía de que cuando eso pasara, aquella historia que ella consideraba hermosa llegaría a su fin y le destrozaría el corazón. Y así fue, se lo destrozó por todos los años a venir. Ya tenía 28 años cuando esto ocurrió, pero eso no hacía ninguna diferencia porque ella tampoco había cuestionado jamás el rol que le correspondía en su familia.

Antes de que llegara Samuel les avisó a sus padres que recibirían una visita de una persona de quien tenía las mejores referencias. La madre se dio cuenta inmediatamente de qué se trataba y se dispuso a preparar el té y unas galletitas que eran la receta de su abuela. Herminia no podía contener su nerviosismo y sólo pudo pensar en donde podría esconderse para escuchar la conversación en la que, para su fortuna, no podía estar presente. Samuel tenía claro que debía prepararse para gente muy especial, pero jamás sospechó que ni su enamoramiento por Herminia sería suficiente para aguantar las ofensas e insultos que recibió de su padre, ni la cara de desprecio con la que lo vio su madre cuando respondió afirmativamente a la pregunta de si era judío - "esa religión de infieles" - como agregó el padre. Jamás volvieron a verse. Las palabras habían sido tan hirientes que Herminia prefirió simplemente tragarse su amor porque no hubiera podido volverlo a ver a la cara.

Cuando los padres murieron, el daño estaba hecho. Herminia ya era la Herminia que iba a morir varias décadas después. El cambio se había vuelto una imposibilidad. La rutina era el único mundo en el que quería vivir. Su trabajo era una especie de refugio en el que podía atrincherarse detrás de su escritorio lleno de expedientes que sellar y que foliar. Ella decía que no estaba sola, porque se dedicaba a cuidar a su hermana que había tenido un ataque de embolia que la dejó paralítica y muda. Pero en realidad sí estaba sola y aunque siempre conservó en público el decoro que debían tener las señoritas del Sagrado Corazón, cada sábado por la tarde, después de dar un paseo por el parque se iba a la última banca de la Iglesia de San Hipólito y ahí, en la oscuridad, se echaba a llorar, rodeada del aroma a incienso, a velas, a humedad de construcción colonial. Y al salir recuperaba su cara de gris estancamiento, esbozaba una fingida sonrisa mientras sacaba unas monedas para darlas de limosna al anciano de siempre y se encaminaba haciendo un ruidito constante con sus zapatitos de tacón, bajitos, muy bajitos, hasta llegar a la decadente casa porfiriana de la Colonia Roma.

miércoles, enero 14, 2009

Hagámoslo por Mafalda


¿Que si esto que si l'otro? Es un desastre este mundo, por donde quiera que lo veas. Yo me quedo pensando que qué bueno que a Mafalda le tocó vivir en otra época, porque si de cualquier manera se la pasaba al borde de un ataque de nervios, donde hubiera tenido acceso a Internet y a la nefasta "realidad internacional" no hubiera pasado los seis años antes de que la internaran en el psiquiátrico, con una camisa de fuerza wash and wear de tejidos reforzados.

Ya comentaba en entrada anterior que nada más de asomarse a la prensa le dan a uno como una especie de náuseas que terminan en dolorcito en la boca del estómago. Y eso que yo los noticieros ya no los veo ni aunque me paguen, que para traumarme ya tengo disponible toda una larga lista de complejos freudianos que no requieren más que tener una familia y muy buena voluntad para desarrollarse.

No niego que mi optimismo me hace encontrar buenas noticias hasta en las macetas, pero eso es porque tengo amigos increíbles y una suerte a prueba de asaltos, pero aun así no puedo evadir la realidad y preguntarme cómo le vamos a hacer con el despelote que traemos. Porque las finanzas internacionales siguen hechas un verdadero desastre, todos los países sacando sus ahorritos para ver como "reactivan" la economía y ésta sumida en una especie de marasmo, en la cual hasta la industria porno está pidiendo rescates financieros (Larry Flint dixit). Y pues Obama, con todo y su encantadora sonrisa de bailarín de tap, se las está viendo negras (y no es sarcasmo) y se me hace que al rato lo veremos con una cara de despistado que hasta Bush le va a querer pedir regalías. México, como siempre a la vanguardia en ocurrencias internacionales, acaba de perder al Gobernador de su banco central (Banco de México) que se nos va a Suiza (que porque le gustan más el chocolate y los relojes que las trajineras de Xochimilco y las garnachas que se ponen por el Eje Central). Claro que todavía nos queda el gordito del Secretario de Hacienda, por más que los directivos de Herba Life y demás compañías de productos para adelgazar lo quieren jalar como su Gerente General e imagen corporativa.

Y luego como si el desastre numérico fuera poca cosa, los conflictos militares se siguien "recrudeciendo" (como si alguna vez hubieran estado bien cocidos). Yo que siempre creí que la humanidad se iba a acabar porque nos íbamos a joder al planeta Tierra (y es que a mí eso de vivir en Marte no me atrae ni tantito), pero con el número de muertos que vamos acumulando, pareciera que ni siquiera lograremos acabárnoslo. Por todos lados me llegan rumores de tipos con barbas y turbantes declarando la "guerra santa" y otros que con su kipur y unas estrellotas de seis picos les compran la idea, muy seguidos de otros que llevan colgadas en el pecho unas cruces muy lucidoras y que les gusta mucho defender una idea de corte divino que ellos llaman democracia.

Luego viene África que desde que el león era el rey de la jungla no ha podido estar en paz. Unos grupos rebeldes atacan a otros, porque son de otra etnia y ya cuando obtienen el poder, tienen una larga lista de grupos paramilitares dispuestos a iniciar la siguiente guerrilla. A mí que me critiquen, pero yo los veo a todos igualitos. Encuentran los pretextos para la enemistad porque unos tienen la nariz un poco más chata o el cabello un poco más rizado, cuando sus enemigos comunes son mucho más evidentes: la pobreza, la malaria, el SIDA.

Los chinos ya sabemos que se traen su propio desastre con los derechos humanos y la destrucción de la ecología. Ya la ciudad de México ni siquiera está en el top ten de las ciudades más contaminadas (tan elegante que nos quedaba el título) porque las grandes ciudades de China (junto con El Cairo y otras ciudades de India) tienen unas atmósferas que ya más bien se ven gelatinosas con tanta partícula suspendida.

Y si le seguimos buscando, sigue saliendo. Por eso digo yo, que algo tenemos que hacer para resolver nuestros problemas colectivos más urgentes. No lo hagamos por nosotros, si el individualismo no nos alcanza, ni por nuestras generaciones futuras (que tendrán suficiente trabajo en pagar la deuda que estamos contrayendo ahora), hagámoslo por Mafalda, la inocente, que seguro desde el cielo al que se van los personajes de historieta nos mira con cara de desconcierto, mientras Felipito contempla mareado el mundo girar y dice: "Me quiedo bajad".

martes, enero 13, 2009

De cuestiones evolucionistas...

Con los días que me fui de vacaciones de la megalópolis, terminé por desacostumbrarme a sus productos más sobresalientes: el ruido, el caos y la contaminación. En particular de esta última. He estado desde que llegué con la garganta irritada y molestias que sin convertirse hasta ahora en enfermedad hecha y derecha, sí me ponen nerviosito. Por esta razón ayer fui a ver al doctor, sólo para sentirme más tranquilo, porque los consultorios son para mí, en realidad, una manera de calmar los nervios más que de curar padecimientos. El diagnóstico fue el siguiente: la contaminación te irritó los conductos nasales, por lo que el aire que te está entrando a los pulmones entra más frío, más seco y más contaminado de lo que debería si tu nariz estuviera produciendo lo que producen las narices en todo el mundo.

Muy sencillo el diagnóstico y también su tratamiento, aunque aún no veo resultados. Claro que lo acabo de empezar y, desafortunadamente, no lo compré en la tienda en la que Harry Potter y sus compañeritos compran sus brevajes mágicos. El punto es que ahora necesito, no, mejor dicho, "necesito" convertirme en un mutante de la era post-industrial con una nariz a prueba de irritación, para así poder habitar esta hermosa ciudad y soportar su hermosa atmósfera cargada de hermosas partículas contaminantes.

Así transcurre el inicio de año clínico, con la amenaza de fortalecer inmediatamente el sistema inmunológico porque ahora las temperaturas han descendido y no estoy yo para agarrar ningún catarro, gripa, influenza o infección en la garganta. Y es que cuando me enfermo no soy simpático. Y a mí con lo que me gusta ser simpático, se podrán imaginar que no estoy yo para bichos.

viernes, enero 09, 2009

Asomándose a la prensa de la vida

Cuando no hay mucho qué decir, es una buena opción callarse. Pero resulta que para algunos, me incluyo, el silencio es una especie de castigo demasiado difícil de sobrellevar. Y se buscan razones para hablar y es un ejercicio demasiado sencillo porque siempre se encuentran. Buscando en el pasado encuentras memorias; en el futuro encuentras especulaciones y en el presente un sinnúmero de acontecimientos que por razones diversas llaman tu atención y aflojan tu discurso.

No hace falta más que abrir el periódico (el sitio web, claro) para empezar a opinar de lo atrasada que está la humanidad cuando te enteras de la cantidad de muertos que han cobrado los inmorales ataques de Israel en la franja de Gaza, causados en buena parte por los inmorales ataques de los grupos violentos de Hamas. Y das click en otro lado sólo para encontrar al pormayor la palabra "crisis" que hace algunos meses se ha hecho omnipresente en páginas de periódicos y conversaciones de café. Y empiezas a hablar sobre cómo una crisis de esta naturaleza puede mandar a millones a la pobreza y dejar a los que ya lo están sin la esperanza de poder salir de ella, y hacer este mundo más injusto de lo que ya venía siendo. Y puedes hablar del egoísmo como causa del acaparamiento y de los gobiernos miopes que no fueron capaces de regular el desastre sólo por los vendajes ideológicos que tan bien le sentaron a los patrimonios de los que supieron aprovecharse.

O tal vez den ganas de hablar de los deportes (me excluyo por completo) y de cómo tal decisión fue equivocada o fantástica para poner a tu equipo en los últimos o primeros sitios del ránking. O de lo lucidos que estuvieron los últimos eventos de la "Sociedad" (con mayúsculas claro, que la gente bien se lo merece) y gastarte media hora de tu tiempo y el de tu interlocutor discutiendo la inutilidad de enterarte de la vida de la aristocracia y de las "celebridades", sólo para al final darte cuenta que en el fondo disfrutaste la conversación sobre los pormenores de las relaciones sentimentales de quién sabe quién, que no conocías sino a través de las falsas vitrinas de las revistas del corazón.

De los últimos ejecutados del narcotráfico ya no dan ganas de hablar, porque hace tiempo perdieron la calidad de noticia, con su constante y cada vez más aparatosa capacidad para generar violencia y terminar la vida de seres humanos, que no deben ser tan diferentes de ti y de mí, pero que se han convertido simplemente en una cifra roja, con menos importancia que el cronómetro que marca la cuenta regresiva para celebrar el Bicentenario de la Guerra de Independencia. Hablar de eso sería tan absurdo como hablar del tipo ése que va por la vida nombrándose Presidente Legítimo de un país que con siglos de historia ha mostrado que lo que le sobra son políticos y lo que le faltan son estadistas.

Y una vez descartados todos esos brillantes temas, no se queda uno más que con la opción de hablar de la italiana que es prestadora de servicios sexuales en un mundo virtual llamado Second Life, que seguramente estará lleno de gente que se ha quedado en este mundo sin razones para hablar y que deberá encontrarlos en un mundo ficticio y digital en el que, si tiene buena suerte, podrá encontrarse con la italiana y tener al día siguiente una verdadera razón para abrir un blog y contar su experiencia de pagar por amor-sexo virtual.

miércoles, enero 07, 2009

Mi vida en Huásabas, capítulo 12

Una característica de la que yo desprendía mi individualidad durante mi infancia, era no dormir la tradicional siesta. Como deben saber todos los habitantes del mundo hispano que habitan zonas cálidas (no afectados por la transformación radical de la vida urbana), es que durante los largos días del verano después de la comida todo se detiene para que las personas se vayan a dormir algunas horas. La siesta es una institución entre las culturas que la practican y Huásabas, sin duda, es un ejemplo muy representativo. Dado que la mayor parte de la gente se dedica a la ganadería, en los ardientes días del verano es necesario iniciar la jornada muy temprano, incluso antes de que amanezca, porque es cuando las temperaturas son soportables. De esta manera, a las doce del día es normal que los hombres que han estado toda la mañana "jachando" en las milpas o en los ranchos, estén ya sentados a la mesa, esperando que la esposa los consienta con algún plato de la sobria comida sonorense.

En mi casa de muchos hijos, la siesta era en realidad una obligación moral. Mi madre no lo ponía en esos términos, pero sí se dedicaba a sancionarnos con toda la severidad que acumulaba cuando con nuestros gritos no la dejábamos dormirla. Así que establecida una sanción para un comportamiento, ya tenemos una conducta prohibida y, por tanto, una norma. No era jurídica la norma, porque no era el Estado el que la debía hacer cumplir; ni tampoco religiosa, porque ni siquiera había que declararla en el confesionario; entonces, convendremos que se trataba de una verdadera norma moral. Mis hermanos y yo tratábamos de sacarle la vuelta con la promesa de que no haríamos ruido, pero no era posible engañar de esa manera a una madre tan experimentada, que sabía que enseguida romperíamos la promesa y terminaríamos por despertarla a causa de un grito, un llorido, un golpe o cualquier otro acontecimiento.

Sin embargo, la siesta para mí era una pérdida brutal de tiempo, por lo que nunca me pude resignar a cumplir la referida norma. Todo se solucionaba para mí, sin embargo, porque mis hermanos sí empezaron a practicarla religiosamente, con lo cual yo sólo esperaba que todos estuvieran dormidos y me dedicaba a hacer mis actividades de anti-siesta.

En otros capítulos de esta serie he hablado sobre el momento justo en el que la gente empezaba a despertar de la siesta y las vívidas sensaciones que me causa recordar el aroma a café recién colado y el sonido de los cascos de los caballos contra el suelo con su paso sosegado, cuando los primeros vaqueros tomaban camino hacia las milpas. Pero creo haber sido omiso sobre los largos ratos en los que todo era tranquilidad y silencio, cuando todo el mundo dormía. Dado que la siesta no era parte de mi religión - y con eso me autodefinía - una buena parte de mi infancia transcurrió en un contexto de soledad autoimpuesta, en el que me parecía que en el mundo sólo existía yo. Esos momentos eran un excelente caldo de cultivo para las fantasías mentales que siempre he construido cuando estoy solo.

Era bastante común que en esos ratos me subiera al techo del corredor de la casa de mi nana que, a diferencia del resto de la casa y de la mía, no estaba cubierto con láminas con desnivel para que el agua de la lluvia corriera, sino que únicamente consistía de tierra, en la que llegaban a salir algunas hierbas escasas que siempre estaban casi secas. Era un espacio bastante grande y estaba rodeado por una especie de pequeña barda, que me daba la sensación de estar en un espacio lo suficientemente delimitado como para considerarlo mi territorio, únicamente mío. Para subir ahí tenía que hacer todo un ritual: salía al patio de mi casa y me subía a la tapia (barda) por una sección de lo que había sido una puerta que la hacía menos alta y que me permitía subirme. Después, caminaba haciendo equilibrio por toda la tapia de mi casa, hasta llegar al techo de la "ramada" (especie de porche interior en el que se guardaban los cachibaches y las cosas del rancho). El techo de la ramada conectaba, a su vez, con la casa de mi nana, que era más alta, pero sólo era necesario un brinco para ponerse ahí, en una parte cubierta con láminas de zinc corrugadas. Caminar por ahí no era tan fácil, pero hacía algo de equilibrismo y me trasladaba hasta lo que era el techo del corredor.

De camino a ese punto, solía cortar naranjas o "naranjitas de Castilla" (más pequeñas que las mandarinas, pero mucho más dulces y de un color menos fuerte) cuando era época de estos frutos. Y una vez ahí, hablaba solo (como lo hago hasta nuestros días). Pero no hacía monólogos porque hubiera sido muy aburrido, sino diálogos. Diálogos conmigo mismo, en el que una parte de mí siempre hacía todos los cuestionamientos - una especie de superego - a la otra que era toda bondadosa y franca, pero muy ingenua.

Me sentaba largos ratos en la superficie rugosa de la bardita que rodeaba este techo y volteaba a ver las torres de la iglesia, y las palmas datileras "de que" la Conchita (una era más grande que la otra, pero era esta última la única que daba dátiles), en las cuales se paraban las auras (un ave carroñera grande y negra) después de hacer largos vuelos serenos en el contraste de un cielo casi permanentemente azul.

Una de estas veces, me encontraba diseñando mi casa de los sueños y estaba en la parte del baño. Por supuesto que el escusado de una casa de los sueños no puede ser un aparato cualquiera en el que jales la palanca y sanseacabó, sino que debe ser capaz de sorprender al visitante. El asunto era que cuando le agregaba el factor sorpresa, la funcionalidad del mismo se veía severamente disminuida. Debo haber pasado todo el tiempo que dura la siesta tratando de ingeniar un escusado que fuera toda una experiencia de vida. Recuerdo, eso sí, que le agregué muchos botones, que tenía control de la temperatura para no tener frío cuando posaras tus sentaderas en los días de invierno y, por supuesto, no era necesario jalar la palanca porque contaba con un sensor que hacía ese desagradable trabajo por ti. Una parte importante es que el sensor no era de movimiento, sino que medía los diferenciales de peso, entre cuando te sentabas y cuando expulsabas lo que la gente expulsa cuando va al baño.

Ése era el tipo de elucubraciones en las que me entretenía mientras comía uno a uno los gajos de las naranjas de la huerta de mi nana que hubieran estado lo suficientemente cerca del techo, como para poder cortarlas sin tener que bajar al mundo de los demás. Hasta que el aroma a café y el sonido sosegado de los caballos que regresaban a las milpas me recordaba que era hora de regresar.

martes, enero 06, 2009

Japi nu yur (vendedora de artesanía en Puerto Vallarta dixit)

Regreso con la cara llena de vergüenza porque he sido un desobligado terrible de la palabra escrita. Aclaro que de la palabra escrita, porque de ninguna manera me he detenido en hablar cuanto ha sido necesario y también cuando resulta innecesario (que es mi especialidad). El blog ahora tiene toda la razón para sentirse agraviado de mí, su autor, que no me he podido sobreponer de los continuos sobresaltos que causa perder las rutinas, para sentarme cómodamente frente a la computadora a ejercitar mis dedos que ya estaban por entumecerse de desuso.

La culpa la tienen, como se podrán imaginar, las vacaciones y las fiestas. Y es que no es poca cosa dejar tu departamento donde hasta la posición del cepillo de dientes está estudiada y controlada, y volver a tu tierra y estar con tu familia y tus amigos que dejaste mas no perdiste, sino al contrario. Y como si esto no fuera suficiente, terminar en un destino de playa tropical para celebrar el año nuevo (¿o se celebra que se terminó el año viejo? No lo sé, me confunden esas cosas). Con ese ritmo tan vertiginoso, yo no sé a dónde voy a ir a parar, porque la noción de descanso la encuentro borrosa de tan lejana que me resulta.

Pero esta entrada que tal vez pueda ser leída con un tenor de queja al estilo de Pavaroti estreñido, en realidad intenta ser una celebración de tantos gozos acumuladas en las benditas fiestas decembrinas (y enerinas, porque hoy es día de reyes y seguimos festejando). He descubierto que el único lugar en el que realmente descanso es en mi casa en Hermosillo y en Huásabas (que son las dos una extensión de cada una... aunque suene a Cantinflas). Estar con mi familia y obligarlos a que me consientan por ser el único que salió del paradójicamente hermoso desierto sonorense, me reconcilia con el mundo y hace que me sienta como pez en el agua, una sensación que es única y en la que pierdo la individualidad y me convierto en "parte" de mi familia. Jugar con mis sobrinos y ver sus caras cuando abren sus regalos navideños, no tiene precio, bueno sí, lo que cueste el regalo, pero vale infinitamente más de lo que cuesta. Y terminar en Puerto Vallarta, conviviendo con excelentes amigos en un ambiente de sol, playa y fiesta y conocer a más gente que en la primera conversación te hacen estar seguro de que acabas de hacer un nuevo amigo, son todas ellas bendiciones que se suman a la belleza de la vida que has elegido, que te ha tocado y que has construido.

¡Feliz 2009 a todos!