Hace unos días un bicho malo como sólo es malo el diablo se apoderó de mi garganta y le pareció buena idea poner a mi sistema inmunológico en una revolución que el Che Guevara se quedaba triste al lado de mis glóbulos blancos. Y pues me enfermé, con altas dosis de fiebre y todo, lo cual hizo disminuir mi capacidad intelectual a su mínimo común múltiplo. Y el problema cuando yo me enfermo, no es la enfermedad en sí (si acaso un poco sus síntomas), sino lo nervioso que me pongo. Y como la fiebre es síntoma como del 90% de las enfermedades del género humano yo no puedo subir a 38°C sin creer que estoy a punto de expirar a causa de ébola.
Afortunadamente, ya estoy sano y salvo, pero el final de la semana pasada fue un periodo non grato. Aunque miércoles y jueves me sentía mal, no dejé de ir a trabajar, lo cual trajo como inmediato resultado mi peor empeoramiento sanitario. Tanto que el viernes pude derrotar al maldito súper ego, que se empecinaba en anteponer la responsabilidad laboral a la salud y me quedé guardando el reposo más absoluto y radical, desde la Santa Inquisición. Pero el reposo cuando es por obligación, no es para nada lindo. Tantas horas - me quejaba yo - de mi vida deseando un cómodo lecho para reclinarme a disfrutar de las dulces mieles del sueño, y ahora que puedo hacerlo nada más no hay manera de contentarme.
Como mi único consuelo y compañía inseparable en las angustiosas horas de mi inventada agonía, tuve un libro que compré en Buenos Aires, con las historietas ilustradas completas de un famoso personaje inventado por el historietista Fontanarrosa, de nombre Inodoro Pereyra. El tal Inodoro es un gaucho hecho y derecho, y el cómic narra las aventuras que le ocurren al lado de su perro, Mendieta, que habla la compleja lengua humana. Aparte de que mataba de la risa (y de la tos que me provocaba la risa) es una historieta muy ilustrativa y plagada de cultas y culturales referencias. Entre muchas otras cosas encontré estas palabras de un poeta cuyo nombre omite y que me parecieron fantásticas:
Vas a entrar desde ahora por siempre en mi pasado;
tal vez nos encontremos en la calle algún día.
Te veré desde lejos con aire descuidado,
y llevarás un traje que no te conocía...
lunes, marzo 31, 2008
miércoles, marzo 26, 2008
Cápsula
"Profesor Girafales:
- ¿Chavo del 8, qué es un círculo vicioso?
Chavo del 8:
- El Ñoño... si fumara."
Chespirito (diminutivo mexicanizado de Shakespeare).
¿No es genial?
- ¿Chavo del 8, qué es un círculo vicioso?
Chavo del 8:
- El Ñoño... si fumara."
Chespirito (diminutivo mexicanizado de Shakespeare).
¿No es genial?
martes, marzo 25, 2008
De política y cosas peores
El nombre de esta entrada está íntegramente copiado de un columnista político que alterna las gracias de la política, con chistes basados principal y agobiantemente en la picardía sexual. Pero era muy oportuno para discutir un tema de política que es necesario ser discutido profundamente: el sistema de partidos.
Yo sé que muchas personas cuando escuchan hablar de "la política" les empieza una especie de alergia en la piel con ronchas y todo, acompañada de un aburrimiento casi inmediato e irremediable. En vez de discutir de temas políticos, solemos utilizar lugares comunes como "la política es un cochinero", "los políticos son todos unos corruptos, interesados sólo en sus grupos" o "a mí no me interesa la política". El problema con estos lugares comunes es que son sólo una escapatoria falsa que nos impide discutir y actuar en temas que sí son de interés común y que sí nos afectan a todos (inclusive en la vida cotidiana). Es indudable que es más cómodo el ejercicio de repetir frases que parecen comprobadas por la sabiduría popular, a realizar por nosotros mismos un análisis más concienzudo de los temas que son públicos o los que son colectivos. Y la principal tentación es reducir los problemas a causas sencillas, como la ambición o la corruptibilidad del poder. Sin embargo, la mayoría de los temas públicos son en realidad complejos y no responden a una dinámica sencilla, sino que involucran muy diferentes variables. Pero esta complejidad de los problemas públicos no significa que sean imposibles de analizar para los no iniciados (los simples mortales, pues...). Y, sobre todo, no nos libera de esa responsabilidad.
Vuelvo al punto que pretendo discutir en esta entrada: el sistema de partidos. Los partidos políticos actualmente se han convertido en la mayoría de los países en los puntos críticos en los que se toman las decisiones de gobierno. Hace unas décadas parecía lo más natural que lo que había de hacerse para fortalecer a las democracias era tener partidos políticos fuertes. Si los partidos de oposición tenían la posibilidad de ganar la siguiente elección, los gobernantes tendrían que esforzarse todo lo necesario para que su partido conservara el poder, lo cual parecía implicar que generaría los incentivos necesarios para el buen gobierno.
Evidentemente, cada país tiene su realidad particular y cualquier análisis político admite muchos matices. Pero, un problema que se ha generado con la construccíón de sistemas de partidos muy fuertes, es que no se ha logrado democratizar al gobierno. Los partidos políticos, deberían ser las plataformas diversas en las que todos los ciudadanos pueden reflejar sus intereses y preferencias políticas, pero en vez de eso se han convertido en feudos en los que cada uno pelea por conservar o acrecentar sus cuotas de poder. Este fenómeno es bastante desafortunado.
En México, después de la dictadura de partido ("dictablanda" le llaman algunos historiadores al PRI), se vislumbró un horizonte mucho más democrático, justamente a través de los partidos de oposición. Sin embargo, el descontento hacia los partidos políticos (todos) va en aumento, sobre todo porque cada vez es más difícil conservar la confianza en cualquier partido que genera gobernantes que resultan no resolver los problemas principales del país, o de la ciudad, o del estado. Ahora no se puede negar que el sistema de partidos mexicano es muy fuerte, pero lo terrible es que no se puede decir lo mismo del sistema democrático. Los partidos han establecido estructuras cupulares, en las que todo se decide entre sus jerarcas y grupos dominantes, sin abrirse a los deseos e intereses ya no digamos de la ciudadanía en general (parece demasiado pedir), sino que ni siquiera hay una apertura sincera al electorado de cada partido. Los dogmas ideológicos son utilizados a discreción para defender posturas que carecen de racionalidad y, sobre todo, de una argumentación sólida y de cara a los ciudadanos (que son supuestamente el grupo soberano de la democracia).
Todo esto es más complicado de lo que parece, porque los arreglos institucionales de los países se han ido construyendo para favorecer que las decisiones sean tomadas con base en criterios de partido. Pero esto, insisto, ha devenido en un desinterés por lo público, en su sentido más amplio (y más noble). Nos hemos encerrado voluntariamente en una jaula que pretendía evitar la concentración de poder y las dictaduras, pero que no ha logrado impulsar a un grado deseable la participación directa tuya y mía en todo lo que nos interesa. Estamos, al final de cuentas, a expensas de lo que se decida en las cúpulas de los partidos políticos. Dichas decisiones se están dando sin proporcionar explicaciones satisfactorias y a través de procesos muy poco transparentes.
¿Qué nos queda bajo los arreglos institucionales vigentes en nuestros países? Básicamente esperar la siguiente elección y, sudando con la incertidumbre, escoger al partido o al candidato "menos peor". El que parezca menos terrible. Nuestra participación pública suele reducirse a eso: a cada tres años (dependiendo de dónde viva cada quien) acudir a las urnas sin estar normalmente convencidos de que a quien escojamos sea el líder que necesitamos. Y eso no está bien.
Las soluciones a estos problemas no son inequívocas, pero me parece básico al menos pensar de qué manera podemos contribuir individualmente a que nuestra opinión se haga valer. Una opción es a través de los propios partidos existentes, o bien, tal vez sea más eficiente involucrarnos a través de la participación directa en los asuntos de nuestras comunidades, al nivel que cada quien decida.
Yo sé que muchas personas cuando escuchan hablar de "la política" les empieza una especie de alergia en la piel con ronchas y todo, acompañada de un aburrimiento casi inmediato e irremediable. En vez de discutir de temas políticos, solemos utilizar lugares comunes como "la política es un cochinero", "los políticos son todos unos corruptos, interesados sólo en sus grupos" o "a mí no me interesa la política". El problema con estos lugares comunes es que son sólo una escapatoria falsa que nos impide discutir y actuar en temas que sí son de interés común y que sí nos afectan a todos (inclusive en la vida cotidiana). Es indudable que es más cómodo el ejercicio de repetir frases que parecen comprobadas por la sabiduría popular, a realizar por nosotros mismos un análisis más concienzudo de los temas que son públicos o los que son colectivos. Y la principal tentación es reducir los problemas a causas sencillas, como la ambición o la corruptibilidad del poder. Sin embargo, la mayoría de los temas públicos son en realidad complejos y no responden a una dinámica sencilla, sino que involucran muy diferentes variables. Pero esta complejidad de los problemas públicos no significa que sean imposibles de analizar para los no iniciados (los simples mortales, pues...). Y, sobre todo, no nos libera de esa responsabilidad.
Vuelvo al punto que pretendo discutir en esta entrada: el sistema de partidos. Los partidos políticos actualmente se han convertido en la mayoría de los países en los puntos críticos en los que se toman las decisiones de gobierno. Hace unas décadas parecía lo más natural que lo que había de hacerse para fortalecer a las democracias era tener partidos políticos fuertes. Si los partidos de oposición tenían la posibilidad de ganar la siguiente elección, los gobernantes tendrían que esforzarse todo lo necesario para que su partido conservara el poder, lo cual parecía implicar que generaría los incentivos necesarios para el buen gobierno.
Evidentemente, cada país tiene su realidad particular y cualquier análisis político admite muchos matices. Pero, un problema que se ha generado con la construccíón de sistemas de partidos muy fuertes, es que no se ha logrado democratizar al gobierno. Los partidos políticos, deberían ser las plataformas diversas en las que todos los ciudadanos pueden reflejar sus intereses y preferencias políticas, pero en vez de eso se han convertido en feudos en los que cada uno pelea por conservar o acrecentar sus cuotas de poder. Este fenómeno es bastante desafortunado.
En México, después de la dictadura de partido ("dictablanda" le llaman algunos historiadores al PRI), se vislumbró un horizonte mucho más democrático, justamente a través de los partidos de oposición. Sin embargo, el descontento hacia los partidos políticos (todos) va en aumento, sobre todo porque cada vez es más difícil conservar la confianza en cualquier partido que genera gobernantes que resultan no resolver los problemas principales del país, o de la ciudad, o del estado. Ahora no se puede negar que el sistema de partidos mexicano es muy fuerte, pero lo terrible es que no se puede decir lo mismo del sistema democrático. Los partidos han establecido estructuras cupulares, en las que todo se decide entre sus jerarcas y grupos dominantes, sin abrirse a los deseos e intereses ya no digamos de la ciudadanía en general (parece demasiado pedir), sino que ni siquiera hay una apertura sincera al electorado de cada partido. Los dogmas ideológicos son utilizados a discreción para defender posturas que carecen de racionalidad y, sobre todo, de una argumentación sólida y de cara a los ciudadanos (que son supuestamente el grupo soberano de la democracia).
Todo esto es más complicado de lo que parece, porque los arreglos institucionales de los países se han ido construyendo para favorecer que las decisiones sean tomadas con base en criterios de partido. Pero esto, insisto, ha devenido en un desinterés por lo público, en su sentido más amplio (y más noble). Nos hemos encerrado voluntariamente en una jaula que pretendía evitar la concentración de poder y las dictaduras, pero que no ha logrado impulsar a un grado deseable la participación directa tuya y mía en todo lo que nos interesa. Estamos, al final de cuentas, a expensas de lo que se decida en las cúpulas de los partidos políticos. Dichas decisiones se están dando sin proporcionar explicaciones satisfactorias y a través de procesos muy poco transparentes.
¿Qué nos queda bajo los arreglos institucionales vigentes en nuestros países? Básicamente esperar la siguiente elección y, sudando con la incertidumbre, escoger al partido o al candidato "menos peor". El que parezca menos terrible. Nuestra participación pública suele reducirse a eso: a cada tres años (dependiendo de dónde viva cada quien) acudir a las urnas sin estar normalmente convencidos de que a quien escojamos sea el líder que necesitamos. Y eso no está bien.
Las soluciones a estos problemas no son inequívocas, pero me parece básico al menos pensar de qué manera podemos contribuir individualmente a que nuestra opinión se haga valer. Una opción es a través de los propios partidos existentes, o bien, tal vez sea más eficiente involucrarnos a través de la participación directa en los asuntos de nuestras comunidades, al nivel que cada quien decida.
lunes, marzo 24, 2008
Yo protesto...
A mí no me parece bien que la vida a veces te trate como si fueras la peste bubónica (que no sé ni qué sea, pero si es tan horrible como suena, sirve bien para ilustrar mi ejemplo). Pero qué es eso que de buenas a primeras la mala suerte se adueñe de tu destino y te convierta en su pera de boxeo. Estoy bastante convencido de que no está bien que de buenas a primeras choques estúpidamente en reversa tu carro dos tres nuevo, o que dejes por ahí el primer celular más o menos decente que compraste con los sacrificios del sudor de tu frente, después de toda una fregada vida teniendo celulares de los que salen en las cajas de cereales de Kellogg's (los tristemente célebres celulares Zucaritas). Y menos está bien que entres a tu blog bastante seguido sólo para comprobar una y otra vez que es reducidísimo el número de los que quieren interactuar contigo por este medio, a través de los tan deseados (en la soledad) comments (a quien agradezco ampliamente su dedicación y buena onda)...
Yo aquí le paro con la sarta de desgracias que tuvieron a mal ocurrirme, porque tampoco se trata de publicar todas las desventuras que le pasan a uno. Hay que sufrir dignamente en la soledad la ignominia de a veces estar con un ánimo que te reduce a nivel de piltrafa. Pero tal vez la confesión pública sea el remedio que permita pararle a la mala racha de eventos desafortunados. Y tal vez así tenga más comentarios en el blog que alegren la existencia miserable de Pito Pérez (o la mía propia).
Traía yo ganas de hacer un análisis (de esos que a uno se le hacen muy profundos, aunque tienen la misma profundidad que la prensa rosa) de la vida, la tristeza, los sufrimientos y todas esas cosas medio feítas que siempre es mejor que no le pasen a uno. Pero luego se da cuenta uno de que hay temas que mejor ni pensarle mucho. Y así mejor terminé escribiendo con toda la superficialidad de la que soy capaz (que vaya que puede ser mucha) y mandándoles mis afectos a los que la vida traiga a este rincón de ceros y unos en el que escribo.
Yo aquí le paro con la sarta de desgracias que tuvieron a mal ocurrirme, porque tampoco se trata de publicar todas las desventuras que le pasan a uno. Hay que sufrir dignamente en la soledad la ignominia de a veces estar con un ánimo que te reduce a nivel de piltrafa. Pero tal vez la confesión pública sea el remedio que permita pararle a la mala racha de eventos desafortunados. Y tal vez así tenga más comentarios en el blog que alegren la existencia miserable de Pito Pérez (o la mía propia).
Traía yo ganas de hacer un análisis (de esos que a uno se le hacen muy profundos, aunque tienen la misma profundidad que la prensa rosa) de la vida, la tristeza, los sufrimientos y todas esas cosas medio feítas que siempre es mejor que no le pasen a uno. Pero luego se da cuenta uno de que hay temas que mejor ni pensarle mucho. Y así mejor terminé escribiendo con toda la superficialidad de la que soy capaz (que vaya que puede ser mucha) y mandándoles mis afectos a los que la vida traiga a este rincón de ceros y unos en el que escribo.
lunes, marzo 03, 2008
Mi vida en Huásabas, capítulo 11
Después de una larga ausencia de las remembranzas entrañables de mi vida en Huásabas, me encuentro en la imperiosa necesidad de continuar la serie. Cuando ahora pienso en Huásabas, me cuesta trabajo concebir el lugar como lo hacía cuando vivía ahí. En esa época, el pueblo era literalmente el centro del mundo, porque evidentemente era el centro de mi mundo, que finalmente era el único que realmente me importaba. Las distancias, los espacios y las lejanías estaban todas definidas en función del pueblo. No era yo el que habitaba un rincón del planeta, era el resto del planeta el que estaba lejos de mis dominios. Ahora es diferente, aunque mi egocentrismo no ha disminuido en su intensidad, sí admite nuevos matices que me dejan entender el universo como policéntrico. Ya no pienso que la ciudad de México sea el centro del mundo porque ahora vivo aquí, porque ahora mi cabeza funciona con un mapa que me permite desplazarme sin tener que pedirle a la brújula que cada vez cambie sus puntos cardinales.
Esa dificultad para recordar qué se sentía concebir el mundo de esa manera, es idéntica a cuando era pequeño y durante el invierno quería recordar con precisión qué se sentía el calor del verano y no podía. No podía. Lo intentaba una y otra vez con distintos métodos y los días fríos de noviembre a marzo, me era imposible recordar la sensación de tener calor, de que te escurriera el sudor, cuando a la una de la tarde, corríamos por las calles del pueblo al salir de la escuela, con ese sudor que empapaba las camisas y que se mezclaba con el polvo que se nos había pegado en el recreo. Y por más que me esforzaba no podía acordarme de la agradable sensación de frescura al entrar a la casa que estaba fría con la ayuda del cooler y quitarme los zapatos que hacían parecer que los pies te hervían literalmente con el calor del semidesierto de Sonora y exclamar un ahhhh de satisfacción cuando tocabas el piso helado, aunque me estuviera gritando mi mamá que dejara que se me enfriaran los pies un poco antes de pisar el suelo, porque si no me iba a enfermar. No podía reproducir la sensación de alivio al empinarme directamente del galón con agua helada que estaba dentro del refrigerador, dando unos tragos largos que me dejaban sin aliento, desoyendo también el grito materno de "sírvete en un vaso". O no querer comer sino sólo tomar la limonada hecha con los limones de la huerta de mi nana, o la bebida refrescante y sintética del día (como Kool Aid o Tang). Todas esas experiencias sensoriales eran completamente de temporada y no se podía saber qué se sentía sino cuando las vivías y para vivirlas había que estar en el verano.
El único rasgo que recuerdo que no respetaba estaciones era el tradicional e inconfundible aroma a pupitre, que tan bien detectaba mi tía Auxiliadora. Creo que causado por ese olor que tenían los salones de la escuela en mis tiempos, como a aceite de petróleo con el que se trapeaba el piso y que tan bien disimulaba el polvo y dejaba brillo sobre el piso de cemento pulido. Y, claro, mezclado con el aroma a lápices, a cuadernos, a gis, a mochilas que se lavaban una vez por año, sin dejar de mencionar los olores que emanaban de veinte o treinta niños de la misma edad, entre los cuales seguramente no faltaban aquéllos que no le tenían mucho afecto al baño.
Y lo mismo me pasaba en verano, cuando trataba de recordar qué era eso de sentir frío y tener que ponerse un swéter o una chamarra porque la piel como que ardía. Cómo podía sentir uno eso, si en el verano lo que quieres es quitarle capas que no se pueden quitar, para dejar de sudar. O cómo se sentía andar todo mocoso cuando al ir a la escuela podía verse hielo escarchado en la parte superior de los surcos en los campos. O sentir que el viento helado se metía por la nariz y te hacía arder los ojos, pero igual seguir jugando en la calle en vez de meterte a tu casa y sentarte junto a la estufa de leña a comer cacahuates o un burrito de frijoles. Mi impotencia más intensa era no poder recordar en verano lo qué se sentía ponerse un sweter de lana, o bufanda, o hasta guantes.
Y lo más curioso es que al año siguiente yo me recriminaba no haber puesto atención ex profeso en un día de invierno para poder recordar en la otra estación el sentimiento preciso para cuando fuera verano y tratara de acordarme. Y lo mismo me pasaba en invierno que me lamentaba de no haberme acordado de que en el verano tenía que poner mucha atención y concentrarme para poder reproducir la sensación de tener calor y sudar y oler mucho a pupitre, pero concentrado.
También era sensacional cuando había que "sacar la ropa de invierno" y acordarte de las sudaderas y los pants que me gustaban mucho y que parecía una eternidad de que los usaba. Y era como volver a estrenarlos y me sentía tan guapo cuando me los ponía en un día normal, aunque no festejáramos Navidad o las fiestas de agosto en honor a la virgen de la Asunción (que eran LOS días de estrenar ropa). Y cuando entraba y se establecía la primavera (porque "febrero es loco y marzo otro poco", lo cual quiere decir que en esos meses cambia mucho la temperatura y había que esperarse hasta que todo se estabilizara para sacar la ropa de verano que había estado guardada en cajas) y se sacaba la ropa de verano.
Qué ilusión volver a ponerse shorts y andar libremente en camiseta en los frecuentes paseos para bañarnos (nadar) en el río o en la acequia que sólo estaban permitidos en el verano (por obvias razones). O las hermosas lluvias de verano, llamadas "las aguas", en las que por la tarde después de un buen rato de ventarrones llenos de polvo y truenos y relámpagos las tormentosas nubes producían unos chubascos impresionantes, en los que salíamos todos los niños a las calles a mojarnos bajo la lluvia, con los pies descalzos y la ropa con la que anduviéramos. Y después de que había pasado el chaparrón, cómo olvidar que yo me sentaba o acostaba en plena calle, para sentir el agua de los "arroyitos" (o sea, el agua que corría por las calles, porque sobra decir que en Huásabas, por su tamaño, no hacían falta alcantarillas), sobre todo en las partes más bajas de las salidas del pueblo, como en la calle ancha por donde se acumulaba más agua en los "arroyitos".
Cada estación tenía sus encantos, en el invierno era fabuloso esperar las lluvias calmadas y ligeras que llegaban a durar más de dos días casi sin parar, y que llaman "equipatas". Como no se podía salir, ni bañarse bajo la lluvia por las bajas temperaturas, se quedaba uno en la casa casi todo el día y se comía delicioso, justo a un lado de la estufa de leña, sobre la cual nunca dejaba de haber comida. Cuando hace frío tomarse una taza de café, acompañada de un burrito hecho de tortilla de harina de las grandes (sobaqueras) con jamoncillo (dulce de leche) es una experiencia insuperable. Sinceramente no creo que comer en un restaurante que tenga las tres estrellas de la guía Michelin me acerque a lo sublime de esos momentos (claro que para saber primero tendría que comer en un restaurante con las tres estrellas de Michelin).
En ese tiempo, todas esas vivencias que podrían parecer triviales eran fundamentales porque Huásabas era mi centro del mundo, mi vida entera giraba alrededor de esas circunstancias; ahora, todas esas memorias son cruciales porque Huásabas se ha convertido en mi sucursal del paraíso, en mi segundo cielo.
Esa dificultad para recordar qué se sentía concebir el mundo de esa manera, es idéntica a cuando era pequeño y durante el invierno quería recordar con precisión qué se sentía el calor del verano y no podía. No podía. Lo intentaba una y otra vez con distintos métodos y los días fríos de noviembre a marzo, me era imposible recordar la sensación de tener calor, de que te escurriera el sudor, cuando a la una de la tarde, corríamos por las calles del pueblo al salir de la escuela, con ese sudor que empapaba las camisas y que se mezclaba con el polvo que se nos había pegado en el recreo. Y por más que me esforzaba no podía acordarme de la agradable sensación de frescura al entrar a la casa que estaba fría con la ayuda del cooler y quitarme los zapatos que hacían parecer que los pies te hervían literalmente con el calor del semidesierto de Sonora y exclamar un ahhhh de satisfacción cuando tocabas el piso helado, aunque me estuviera gritando mi mamá que dejara que se me enfriaran los pies un poco antes de pisar el suelo, porque si no me iba a enfermar. No podía reproducir la sensación de alivio al empinarme directamente del galón con agua helada que estaba dentro del refrigerador, dando unos tragos largos que me dejaban sin aliento, desoyendo también el grito materno de "sírvete en un vaso". O no querer comer sino sólo tomar la limonada hecha con los limones de la huerta de mi nana, o la bebida refrescante y sintética del día (como Kool Aid o Tang). Todas esas experiencias sensoriales eran completamente de temporada y no se podía saber qué se sentía sino cuando las vivías y para vivirlas había que estar en el verano.
El único rasgo que recuerdo que no respetaba estaciones era el tradicional e inconfundible aroma a pupitre, que tan bien detectaba mi tía Auxiliadora. Creo que causado por ese olor que tenían los salones de la escuela en mis tiempos, como a aceite de petróleo con el que se trapeaba el piso y que tan bien disimulaba el polvo y dejaba brillo sobre el piso de cemento pulido. Y, claro, mezclado con el aroma a lápices, a cuadernos, a gis, a mochilas que se lavaban una vez por año, sin dejar de mencionar los olores que emanaban de veinte o treinta niños de la misma edad, entre los cuales seguramente no faltaban aquéllos que no le tenían mucho afecto al baño.
Y lo mismo me pasaba en verano, cuando trataba de recordar qué era eso de sentir frío y tener que ponerse un swéter o una chamarra porque la piel como que ardía. Cómo podía sentir uno eso, si en el verano lo que quieres es quitarle capas que no se pueden quitar, para dejar de sudar. O cómo se sentía andar todo mocoso cuando al ir a la escuela podía verse hielo escarchado en la parte superior de los surcos en los campos. O sentir que el viento helado se metía por la nariz y te hacía arder los ojos, pero igual seguir jugando en la calle en vez de meterte a tu casa y sentarte junto a la estufa de leña a comer cacahuates o un burrito de frijoles. Mi impotencia más intensa era no poder recordar en verano lo qué se sentía ponerse un sweter de lana, o bufanda, o hasta guantes.
Y lo más curioso es que al año siguiente yo me recriminaba no haber puesto atención ex profeso en un día de invierno para poder recordar en la otra estación el sentimiento preciso para cuando fuera verano y tratara de acordarme. Y lo mismo me pasaba en invierno que me lamentaba de no haberme acordado de que en el verano tenía que poner mucha atención y concentrarme para poder reproducir la sensación de tener calor y sudar y oler mucho a pupitre, pero concentrado.
También era sensacional cuando había que "sacar la ropa de invierno" y acordarte de las sudaderas y los pants que me gustaban mucho y que parecía una eternidad de que los usaba. Y era como volver a estrenarlos y me sentía tan guapo cuando me los ponía en un día normal, aunque no festejáramos Navidad o las fiestas de agosto en honor a la virgen de la Asunción (que eran LOS días de estrenar ropa). Y cuando entraba y se establecía la primavera (porque "febrero es loco y marzo otro poco", lo cual quiere decir que en esos meses cambia mucho la temperatura y había que esperarse hasta que todo se estabilizara para sacar la ropa de verano que había estado guardada en cajas) y se sacaba la ropa de verano.
Qué ilusión volver a ponerse shorts y andar libremente en camiseta en los frecuentes paseos para bañarnos (nadar) en el río o en la acequia que sólo estaban permitidos en el verano (por obvias razones). O las hermosas lluvias de verano, llamadas "las aguas", en las que por la tarde después de un buen rato de ventarrones llenos de polvo y truenos y relámpagos las tormentosas nubes producían unos chubascos impresionantes, en los que salíamos todos los niños a las calles a mojarnos bajo la lluvia, con los pies descalzos y la ropa con la que anduviéramos. Y después de que había pasado el chaparrón, cómo olvidar que yo me sentaba o acostaba en plena calle, para sentir el agua de los "arroyitos" (o sea, el agua que corría por las calles, porque sobra decir que en Huásabas, por su tamaño, no hacían falta alcantarillas), sobre todo en las partes más bajas de las salidas del pueblo, como en la calle ancha por donde se acumulaba más agua en los "arroyitos".
Cada estación tenía sus encantos, en el invierno era fabuloso esperar las lluvias calmadas y ligeras que llegaban a durar más de dos días casi sin parar, y que llaman "equipatas". Como no se podía salir, ni bañarse bajo la lluvia por las bajas temperaturas, se quedaba uno en la casa casi todo el día y se comía delicioso, justo a un lado de la estufa de leña, sobre la cual nunca dejaba de haber comida. Cuando hace frío tomarse una taza de café, acompañada de un burrito hecho de tortilla de harina de las grandes (sobaqueras) con jamoncillo (dulce de leche) es una experiencia insuperable. Sinceramente no creo que comer en un restaurante que tenga las tres estrellas de la guía Michelin me acerque a lo sublime de esos momentos (claro que para saber primero tendría que comer en un restaurante con las tres estrellas de Michelin).
En ese tiempo, todas esas vivencias que podrían parecer triviales eran fundamentales porque Huásabas era mi centro del mundo, mi vida entera giraba alrededor de esas circunstancias; ahora, todas esas memorias son cruciales porque Huásabas se ha convertido en mi sucursal del paraíso, en mi segundo cielo.
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