Siempre he tenido el remordimiento de no leer lo suficiente. Tal vez empezó cuando estaba en sexto año de primaria y el maestro Carlos le dijo a mis compañeros de clase que yo tenía buena ortografía porque leía mucho. - ¿Verdad, Rafa? Y no me atreví a decirle que no leía tanto, me pareció más adecuado responder que sí, que leía mucho. Desde pequeño la "lógica de lo apropiado" ha sido uno de los criterios que más pesan para guiar mi conducta, para bien o para mal. Pero en el fondo no creía que era cierto, no leía tanto. En efecto, cuando a principios de año nos entregaban los libros de texto gratuito me encantaban dos cosas: el momento de forrarlos, lo cual era una obligación, por el aroma del plástico nuevo y también empezar de inmediato con el libro de "Español Lecturas", que terminaba en la primera semana. Los demás los iba leyendo conforme pasaban las lecciones, pero el libro de Español Lecturas, con adaptaciones de Armida De la Vara me encantaba. Lo leía varias veces. Pero lo cierto era que no leía tanto, lo cual comprobé cuando después de salir de Huásabas conocí a compañeros que en su infancia habían leído mucho más que yo, autores que ni en las adaptaciones de Armida de la Vara habrían aparecido.
Los libros no tenían ni remotamente la centralidad en mi casa. La tenían otras cosas: el trabajo, la religión, la comunidad y la política. La vida giraba en buena parte en torno a esos temas y los libros que aparecían, además de los escolares, tenían también que ver con eso. Con algunas excepciones: teníamos una enciclopedia infantil que se llamaba El quillet de los niños, nos la había regalado mi tía Olga. El quillet era en varios tomos, aunque nos faltaba uno que siempre añoré imaginando qué temas tocaría; las ilustraciones, aunque ya parecían de otra época, me resultaban muy divertidas, así como muchas de las palabras que usaba porque no era una edición mexicana. También recuerdo que mi tío José me regaló Platero y yo, el cual leí con delicia y no olvido que me lo dedicó diciéndome que la lectura era el único vicio que teníamos permitido. Atesoro esas palabras, pero también recuerdo que me causaban culpa: sentía que asumían que yo leía mucho. Pero yo no leía tanto.
Cuando estaba un poco más grande, una tarde de verano llegó a casa un señor que vendía enciclopedias. Estuvo sentado con mis papás explicándoles todos los temas que contenía la enciclopedia en sus, si no mal recuerdo, trece tomos. Era de Océano, forrada en una pasta dura y completamente a color en un papel que para ese entonces parecía lo más fabuloso que había producido la tecnología. Era un papel brillante y las fotos se veían hermosas. Recuerdo que cuando dijo el precio, di por hecho que por más que me hubiera ilusionado la idea, aquella enciclopedia de hermosos colores y elegante pasta dura en rojo y dorado no estaría nunca en los anaqueles de los Barceló Durazo. Costaba una pequeña fortuna, para las nociones que en aquel entonces yo tenía del dinero. Pero para mi deleite me equivoqué: la enciclopedia Océano todavía adorna los anaqueles, ahora de mi cuarto desierto en Hermosillo. La idea de comprar una enciclopedia, sobre todo pagar mucho por ella, debe de parecer ahora una cosa prehistórica para las nuevas generaciones. Antes era un gran momento para una familia e implicaba ventajas como no tener que ir a la biblioteca a consultar algún tema para hacer una tarea. Nada de eso parece tener sentido ahora que existe la Wikipedia, pero hubo un tiempo en el que no había ni Wikipedia ni Internet, sólo esos vetustos libros con olor a papel y a tinta. Sólo la Espasa Calpe, o la Brittanica, o la Hispánica, o el diccionario Larousse ilustrado, (que también teníamos en casa) o la muy modesta pero de hermosas fotos enciclopedia Océano, que parecían contener todo el conocimiento que había en el universo. Tanto conocimiento en tantos tomos que me hacían sentir culpa de todo lo que no había leído, de todo lo que me faltaba por aprender.
Por si fuera poco, estaba la biblioteca Juan Netwig de Huásabas, con su apartado de literatura infantil y cuatro mesitas para niños. Leí buena parte de la modesta colección, pero nunca parecía acabarse. Quisiera volver y revisar las tarjetas de préstamos en las que aparecía mi nombre, junto con el de uno o dos niños que en otro momento los habían sacado en préstamo, para recordar el alivio que sentía cuando los devolvía y le colocaban la tarjeta de préstamos con mi nombre. Quería sentir que ya casi había todo lo que había por leer, pero nunca lo lograba, siempre había más y eso que no estamos hablando de la biblioteca de Alejandría, sino una rural en la sierra de Sonora.
Cuando empecé la universidad y luego la maestría, las lecturas obligatorias eran tantas que nunca llegaba a leer las recomendadas. La lectura por placer prácticamente desapareció para mí en esas épocas y lo único que me quedaba era la desazón de saber que estaba dejando de leer un montón de cosas interesantes, por leer mis textos de clase. La vida post-académica me devolvió la posibilidad de leer por gusto, además de la comodidad del salario que me permitía comprar libros. Pero había otras muchas distracciones: el cine, los amigos, la vida social que tanto disfruto. Además, luego vino la preparación para el concurso diplomático: una lista interminable de libros interminables que me dejaban también con la sensación de no estar preparado, todo menos listo para presentarme a exámenes que parecían interminables también. Ahora tengo otra vez la opción de leer por gusto y lo hago, pero no lo suficiente. A la hora del almuerzo, siempre llevo un libro que acompaño con café, o el café lo acompaño con un libro, no sé. Se acaba la hora del almuerzo y debo volver a leer noticias que nunca terminan, cuya importancia suele ser, en último término, bastante nimia. Luego leo por las noches, entre mensajes de Whatsapp, de Skype o de correos electrónicos que no puedo dejar de revisar de inmediato, aunque me separen de las páginas del libro en turno, como si este último fuera el amigo prescindible que siempre te terminará aceptando a pesar de tu desdén.
No desaparece todavía la misma sensación de cuando el maestro Carlos me dijo - Tú lees mucho, ¿verdad, Rafa? Y yo dije sí, aunque sentía que no era cierto y sentí una culpa simultánea a la frustración, mientras pensaba que no, que no leo mucho, que debería hacerlo pero que no lo hago.
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3 comentarios:
Alguna vez leí en El Conde de Monte Cristo que no tenía mucho sentido tomar por asalto la biblioteca entera para tener un conocimiento más o menos amplio de lo que "pasa debajo del sol" pues el grueso del conocimiento, al menos en términos literarios, se podría encontrar en una pequeña selección de buenas obras. Todo esfuerzo adicional sería un mero "luchar contra el viento" o de otra forma de la vanidad de vanidades.
No me hace mucho sentido que digas que has leído poco. Es una mera percepción. ¿Comparado con quién? ¿Contigo mismo a través del tiempo? Me haría más sentido saber cuál ha sido tu selección de lecturas y cuánta agua has extraído del pozo.
¿Es la literatura la única forma de leer lo que hay en el mundo? ¿No fueron los grandes autores al manantial de la experiencia? ¿No extraes agua también de ahí?Pregunto. ¿No estamos constantemente leyendo en el Gran Libro? Pregunto de nuevo.
Bromeo un poco.
Marietta
Marietta:
Me ha gustado mucho tu respuesta. Coincido contigo en que sería absurdo juzgar la lectura en términos cuantitativos si lo que importa es la calidad de lo leído y lo que nos ha dejado, o si nos ha hecho mejores como personas. El tema que quería tratar era particularmente esa especie de culpa, de insatisfacción por no poder terminar nunca. Por sentir que me falta el mundo completo. Estoy seguro de que la vanidad buena parte juega como causa de ese sentimiento. En eso también tienes razón.
Muchas gracias por pasarte por el blog y por dejar tu excelente comentario. Un abrazo virtual (lo que sea que eso signifique).
Rafael
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