Una de las pocas desventajas que he lamentado de esta carrera que escogí es que uno termina viajando menos. Es paradójico porque uno pensaría que el diplomático la pasa viajando, cuando en realidad es solo que está trabajando fuera de casa. El punto es que cuando se puede tomar vacaciones uno quiere y necesita ir a reencontrarse con la familia y los amigos de toda la vida, limitándose el tiempo para conocer nuevos lugares. Enfrentado a ese dilema entre dos necesidades que considero irrenunciables, decidí que lo podía convertir en un falso dilema si equilibraba ambas cosas.
Agosto fue, entonces, ocasión para conocer un lugar que en mi mente pertenecía a diversas categorías borrosas y entremezcladas. Cuba. Un país de lo más latinoamericano, a la vez una potencia cultural y un paria del imaginario político-económico. Idílico paraíso revolucionario, enclave de represión autoritaria, modelo de dignidad frente al imperialismo de nuestros días, ejemplo de horrores antidemocráticos. Todo dependiendo de la ideología de quien lo dijera, todos equivocados cuando evadían reconocer que el simplismo conduce al error (no hay navaja de Ockham para definir lugares como Cuba). Yo, como tantos otros, quería conocer el país antes de que se fuera Fidel y su longevidad nos la ha puesto fácil. Lo cierto es que ya no está, porque el presidente ahora es su hermano Raúl, pero al mismo tiempo no se ha ido y creo que en el lapso de toda nuestra vida no se va a ir. Hay gente y eventos que, para bien o para mal, llegan para quedarse durante mucho tiempo.
Lo cierto es que, posturas ideológicas aparte, yo quería conocer esa isla por razones que van más allá de su gobierno. Es un país fotogénico, de gente fotogénica: cada rincón, cada calle, cada callejón con ropa tendida en los balcones es una postal. Parece un país hecho de una inmensa exposición interactiva de fotoperiodismo. Con una banda sonora que nunca puede estar en silencio: pláticas de cualquier tema, son cubano, nueva trova, motores de carros que vieron la vida mucho antes que sus actuales dueños y una larga e interminable lista de sonidos. Sonidos, nunca ruido: una sinfonía para que todo tenga sentido, para atar los cabos de un país tan difícil de entender para el recién llegado. Con dos monedas diferentes, con muy limitado acceso a Internet y otras formas de comunicación que en el resto del mundo se dan por sentadas, con filas que parecen interminables... hasta para pedir un helado en Copelia.
No puedo enumerar todas las cosas que me llamaron la atención porque la exhaustividad, además de aburrida, nunca ha sido mi especialidad. Pero una fue el olor, desde que llegas hasta que te vas. Olor a tabaco y a ron, si me pueden disculpar el cliché que no pude evitar; esencia a antiguo y a productos de limpieza personal uniformes. En Cuba nadie huele a "azul ártico", a "atardecer en la pradera" o a esas genéricas e inexplicables fragancias que uno halla en los aparadores de los supermercados. Supongo que hay un champú de la Revolución y sanseacabó, porque la gente porta un olor parecido, muy identificable. Tampoco hay publicidad en las calles y esa sensación es extrañamente liberadora... hasta que topas con la propaganda del régimen y una sobredosis de las mismas caras barbadas que parecen de otras décadas, que ya no están de moda casi en ninguna parte excepto ahí.
Otra cosa que superó mis expectativas es la riqueza arquitectónica del país, sobre todo de La Habana. La infinidad de casas y edificios preciosos del centro de la ciudad o de barrios como El Vedado dan cuenta de dos cosas: el país ha rendido un culto estricto a la belleza y la clase acomodada del país fue muy numerosa, verdaderamente pudiente. Esto último me llamó particularmente la atención porque Cuba logró consolidar una revolución que terminó siendo socialista antes y más claramente que otros países latinoamericanos con oligarquías más reducidas. Eso sin necesidad de mencionar que lo hizo frente a las costas del país más poderoso del Hemisferio y el más obsesionado por la lucha contra el comunismo. Parece atípico y lo es, como el país mismo.
Lo fabuloso de Cuba es que te permite viajar en dos dimensiones: en el espacio, como es normal, y en el tiempo, lo que es extraordinario. No hay ni qué decir que los preciosos carros estadounidenses de modelos previos al año en que triunfó la Revolución te transportan sin necesidad de ningún añadido al pasado. Pero también hay algo en los hábitos de consumo que es desconcertante aunque parece tan básico: nos hemos acostumbrado a estar eligiendo continuamente y verse privado de esa acción es el verdadero choque cultural. Tal vez es parecido a lo que ocurría antes en otros países latinoamericanos cuando el modelo de sustitución de importaciones y por eso la falta de diversidad de marcas también es un viaje al pasado. La vida parece ir a otro ritmo y la mente está en otras cosas.
Es fantástico cuando viajar se convierte en algo más que conocer un lugar nuevo, en admirar la belleza de lo diferente, en convivir con excelente compañía. Cuando viajar es experiencia de vida, cuando por medio de la técnica del contraste te hace conocerte mejor por vía de conocer la "otredad". Viajar así no necesariamente te cambia, no necesariamente te hace mejor persona, pero te da buenas herramientas para hacerlo.
* Todas las fotos que aparecen en este artículo son de mi amigo Marcos Moreno, a quien pertenecen todos los créditos.
domingo, agosto 18, 2013
lunes, marzo 11, 2013
Esto es sobre mi pasado...
Hoy se anunció que en México habrá una reforma a las telecomunicaciones de gran calado. El tema que voy a explorar no tiene nada que ver con ese tema, pero a la vez sí. Ok, ya empecé mal: haciendo oraciones con contradicciones lógicas evidentes.
Me explico. Debo empezar hablando de la reforma a las telecomunicaciones en México, primero, porque el tema me da mucho gusto y, segundo, porque es una bonita costumbre tratar de ligar el presente con el pasado (es que resulta que los dos tienen mucho que ver y están cronológicamente relacionados).
Para los que no se hayan enterado de la reforma, la idea es que las principales fuerzas políticas del país finalmente se pusieron de acuerdo para hacer lo que hace décadas debieron haber hecho: terminar con los monopolios en televisión, telefonía y radio. Para empezar habrá dos canales nuevos de televisión abierta y no podrán participar las dos cadenas que han acaparado la cobertura mediática y la producción de contenidos en México. Para ponerle nombre y apellido, Televisa y TvAzteca no podrán concursar por los dos nuevos canales abiertos, con lo que tendrán que enfrentar a un nuevo competidor, el cual, además, podría ser extranjero. Cosa nueva para ellos. También se intentará frenar el monopolio funcional del hombre más rico del mundo, el señor Carlos Slim, cuya inmensa fortuna en buena parte se hizo en demérito de la economía de los mexicanos que nos gusta tener teléfono o celular (o sea, casi todos).
Con esto paso al tema central, el que está (sin estarlo) tan íntimamente relacionado con la reforma. Como ya le he dado muchas vueltas al asunto, lo diré así tal cual es: yo de pequeño era un gran aficionado a las telenovelas (mea culpa). Tan aficionado era que no les llamaba telenovelas, les llamaba novelas (mea culpa). Por supuesto y como conviene a una familia de principios conservadores, mis papás me lo tenían prohibido. Eran de contenido maligno y no aptas para menores de edad. El problema es que a mí me parecían interesantísimas y mi rebeldía infantil no tenía muchas formas de encauzarse que desobedecer ese mandamiento paterno en particular (es que era un primor de pequeñuelo).
No era solo que viera las telenovelas por rebeldía, lo hacía porque me interesaba la historia, el qué-va-a-pasar-mañana. A partir de aquí les llamaré sólo novelas, porque en ese tiempo eran las únicas que conocía. Tuve muy fácil encontrar la manera de verlas sin que se enteraran mis papás: las ventajas de que tu abuela, con la misma adicción televisiva que la tuya, viva en la casa de al lado. Eso sí, tenía que escoger con qué novelas encariñarme, si acaso dos, porque no podía ausentarme toda la tarde.
Mis argucias llegaron a tal extremo que tuve que acostumbrarme a sentarme en el suelo, justo a los pies de mi nana ("abuela" en términos sonorenses), a medio metro de la pantalla de la televisión. Es que de mi casa se podía espiar a su habitación, santuario de mis tardes novelescas, por un tema de ventanas mal colocadas para procurar la intimidad de niños que querían esconderse de la vigilancia paterna. Entonces mi obstáculo visual era el sillón y mi nana misma, que con cara de admiración gozaba las tragicómicas historias de algún Agustín Alejandro Valverde de Villafranca y Espinosa de los Monteros. O los desamores de alguna infortunada María Guadalupe, que era pobre y se hizo rica, pero luego la dejó el novio rico pero se quedó con la herencia de una sufrida mujer, quien era su madre biológica pero que le habían quitado el bebé de sus brazos porque era de un mugroso peón y no un Valverde de Villafranca y Espinosa de los Monteros, como hay que ser. O las maléficas estrategias de las villanas que, además de bien guapotas, eran muy insidiosas y eso hacía que mi nana dijera cosas como "ahí viene esa culebra".
No pocas veces me capturaron en la desobediencia. Una de ellas fue porque llegué a la casa cantando la canción-tema de la novela de moda, justo a la hora en que acababa. Era una de esas canciones pegajosas y, además, yo para mentir nunca he sido bueno. Había un castigo para la infracción, por supuesto, pero ninguno lo suficientemente severo como para hacerme desistir del siguiente capítulo, cuando la intriga había llegado a su punto máximo. Mucho menos si el siguiente capítulo era hasta el lunes, que era cuando pasaban las cosas más interesantes, como descubrir que uno no era hijo del que toda la vida había creído, sino de otro que nunca te lo hubieras imaginado. Lo cual era muy problemático en ese universo, porque uno siempre terminaba arbitraria e incestuosamente enamorado de su hermano o de su hermana y pasaban meses hasta descubrir que, tampoco era para tanto, la hermana-hermano tampoco eran hijos de quien uno creía, sino de alguien más (normalmente personal de la limpieza que, según las novelas, son gente muy fértil).
Luego de muchos incumplimientos a mi regla de no ver esas cosas donde hablan de divorcios e infidelidades maritales (¡Ave María purísima!) terminé ganándome el apodo de "Viejito novelero", por mi senilidad en gustos a pesar de andar entre siete y ocho años de edad. Pero yo aprendí muchas cosas con eso que ahora podríamos calificar de "placer culposo". Supe que para ser malo, muy malo, hay que ponerse un parche en el ojo como Catalina Creel; que si vas a discutir acaloradamente con alguien nunca lo hagas cerca de una escalera porque seguro terminas en estado de coma y con pérdida de la memoria (sobre todo si eres bueno); que si tu familia cae en bancarrota, sobrevendrán una serie de problemas en tu vida que seguramente harán que termines casándote con quien no quieres (sobre todo si eres bonita). En fin, yo con las novelas aprendí de la vida, de las pasiones humanas desbordadas y obtuve un amplio bagaje del atentado visual que fue la moda de la farándula mexicana en la década de los años ochenta (sí y que prácticamente está de vuelta).
Las telenovelas de Televisa fueron parte mi entretenimiento infantil y, afortunadamente, luego vinieron otras cosas. Pero por demasiadas décadas para muchos mexicanos y latinoamericanos, nunca llegan otras cosas. Si acaso algún deporte, casi nunca la lectura. Las telenovelas han alimentado aspiraciones ridículas, adormilado la sed de nuevos contenidos culturales y desplazado toda posibilidad de pensamiento crítico. Sociológicamente han sostenido roles coloniales en los que hay que ser blancos para ser protagonistas y la "servidumbre" tiene que ser morenita. Muy buena gente, pero pobres. Se es rico o por nacimiento o por matrimonio (siempre y cuando seas radicalmente atractivo), el destino es más importante que el esfuerzo o que la voluntad. Obviamente, no todos los males sociales tienen su fuente en las telenovelas ni Televisa o TvAzteca son responsables de la totalidad de las desgracias de nuestra cultura. Sin embargo, la televisión es la principal fuente de información de la mayoría de la población, todavía en estas épocas de Internet. La responsabilidad social y cultural no asumida de los grandes medios monopólicos de comunicación, ha tenido sus graves consecuencias y se refleja en la escasez de nuevos contenidos. La reforma anunciada hoy debería, si ingresan actores más conscientes al sector televisivo, contribuir a darle a la población mejores opciones, más propuestas, dejar de repetir una y otra vez el guion que les funcionó. Eso cabe esperar, para que las telenovelas como las conocimos puedan ser algún día parte de nuestro pasado y no sigan siendo perpetuamente el presente de tantos millones de televidentes.
Me explico. Debo empezar hablando de la reforma a las telecomunicaciones en México, primero, porque el tema me da mucho gusto y, segundo, porque es una bonita costumbre tratar de ligar el presente con el pasado (es que resulta que los dos tienen mucho que ver y están cronológicamente relacionados).
Para los que no se hayan enterado de la reforma, la idea es que las principales fuerzas políticas del país finalmente se pusieron de acuerdo para hacer lo que hace décadas debieron haber hecho: terminar con los monopolios en televisión, telefonía y radio. Para empezar habrá dos canales nuevos de televisión abierta y no podrán participar las dos cadenas que han acaparado la cobertura mediática y la producción de contenidos en México. Para ponerle nombre y apellido, Televisa y TvAzteca no podrán concursar por los dos nuevos canales abiertos, con lo que tendrán que enfrentar a un nuevo competidor, el cual, además, podría ser extranjero. Cosa nueva para ellos. También se intentará frenar el monopolio funcional del hombre más rico del mundo, el señor Carlos Slim, cuya inmensa fortuna en buena parte se hizo en demérito de la economía de los mexicanos que nos gusta tener teléfono o celular (o sea, casi todos).
Con esto paso al tema central, el que está (sin estarlo) tan íntimamente relacionado con la reforma. Como ya le he dado muchas vueltas al asunto, lo diré así tal cual es: yo de pequeño era un gran aficionado a las telenovelas (mea culpa). Tan aficionado era que no les llamaba telenovelas, les llamaba novelas (mea culpa). Por supuesto y como conviene a una familia de principios conservadores, mis papás me lo tenían prohibido. Eran de contenido maligno y no aptas para menores de edad. El problema es que a mí me parecían interesantísimas y mi rebeldía infantil no tenía muchas formas de encauzarse que desobedecer ese mandamiento paterno en particular (es que era un primor de pequeñuelo).
No era solo que viera las telenovelas por rebeldía, lo hacía porque me interesaba la historia, el qué-va-a-pasar-mañana. A partir de aquí les llamaré sólo novelas, porque en ese tiempo eran las únicas que conocía. Tuve muy fácil encontrar la manera de verlas sin que se enteraran mis papás: las ventajas de que tu abuela, con la misma adicción televisiva que la tuya, viva en la casa de al lado. Eso sí, tenía que escoger con qué novelas encariñarme, si acaso dos, porque no podía ausentarme toda la tarde.
Mis argucias llegaron a tal extremo que tuve que acostumbrarme a sentarme en el suelo, justo a los pies de mi nana ("abuela" en términos sonorenses), a medio metro de la pantalla de la televisión. Es que de mi casa se podía espiar a su habitación, santuario de mis tardes novelescas, por un tema de ventanas mal colocadas para procurar la intimidad de niños que querían esconderse de la vigilancia paterna. Entonces mi obstáculo visual era el sillón y mi nana misma, que con cara de admiración gozaba las tragicómicas historias de algún Agustín Alejandro Valverde de Villafranca y Espinosa de los Monteros. O los desamores de alguna infortunada María Guadalupe, que era pobre y se hizo rica, pero luego la dejó el novio rico pero se quedó con la herencia de una sufrida mujer, quien era su madre biológica pero que le habían quitado el bebé de sus brazos porque era de un mugroso peón y no un Valverde de Villafranca y Espinosa de los Monteros, como hay que ser. O las maléficas estrategias de las villanas que, además de bien guapotas, eran muy insidiosas y eso hacía que mi nana dijera cosas como "ahí viene esa culebra".
No pocas veces me capturaron en la desobediencia. Una de ellas fue porque llegué a la casa cantando la canción-tema de la novela de moda, justo a la hora en que acababa. Era una de esas canciones pegajosas y, además, yo para mentir nunca he sido bueno. Había un castigo para la infracción, por supuesto, pero ninguno lo suficientemente severo como para hacerme desistir del siguiente capítulo, cuando la intriga había llegado a su punto máximo. Mucho menos si el siguiente capítulo era hasta el lunes, que era cuando pasaban las cosas más interesantes, como descubrir que uno no era hijo del que toda la vida había creído, sino de otro que nunca te lo hubieras imaginado. Lo cual era muy problemático en ese universo, porque uno siempre terminaba arbitraria e incestuosamente enamorado de su hermano o de su hermana y pasaban meses hasta descubrir que, tampoco era para tanto, la hermana-hermano tampoco eran hijos de quien uno creía, sino de alguien más (normalmente personal de la limpieza que, según las novelas, son gente muy fértil).
Luego de muchos incumplimientos a mi regla de no ver esas cosas donde hablan de divorcios e infidelidades maritales (¡Ave María purísima!) terminé ganándome el apodo de "Viejito novelero", por mi senilidad en gustos a pesar de andar entre siete y ocho años de edad. Pero yo aprendí muchas cosas con eso que ahora podríamos calificar de "placer culposo". Supe que para ser malo, muy malo, hay que ponerse un parche en el ojo como Catalina Creel; que si vas a discutir acaloradamente con alguien nunca lo hagas cerca de una escalera porque seguro terminas en estado de coma y con pérdida de la memoria (sobre todo si eres bueno); que si tu familia cae en bancarrota, sobrevendrán una serie de problemas en tu vida que seguramente harán que termines casándote con quien no quieres (sobre todo si eres bonita). En fin, yo con las novelas aprendí de la vida, de las pasiones humanas desbordadas y obtuve un amplio bagaje del atentado visual que fue la moda de la farándula mexicana en la década de los años ochenta (sí y que prácticamente está de vuelta).
Las telenovelas de Televisa fueron parte mi entretenimiento infantil y, afortunadamente, luego vinieron otras cosas. Pero por demasiadas décadas para muchos mexicanos y latinoamericanos, nunca llegan otras cosas. Si acaso algún deporte, casi nunca la lectura. Las telenovelas han alimentado aspiraciones ridículas, adormilado la sed de nuevos contenidos culturales y desplazado toda posibilidad de pensamiento crítico. Sociológicamente han sostenido roles coloniales en los que hay que ser blancos para ser protagonistas y la "servidumbre" tiene que ser morenita. Muy buena gente, pero pobres. Se es rico o por nacimiento o por matrimonio (siempre y cuando seas radicalmente atractivo), el destino es más importante que el esfuerzo o que la voluntad. Obviamente, no todos los males sociales tienen su fuente en las telenovelas ni Televisa o TvAzteca son responsables de la totalidad de las desgracias de nuestra cultura. Sin embargo, la televisión es la principal fuente de información de la mayoría de la población, todavía en estas épocas de Internet. La responsabilidad social y cultural no asumida de los grandes medios monopólicos de comunicación, ha tenido sus graves consecuencias y se refleja en la escasez de nuevos contenidos. La reforma anunciada hoy debería, si ingresan actores más conscientes al sector televisivo, contribuir a darle a la población mejores opciones, más propuestas, dejar de repetir una y otra vez el guion que les funcionó. Eso cabe esperar, para que las telenovelas como las conocimos puedan ser algún día parte de nuestro pasado y no sigan siendo perpetuamente el presente de tantos millones de televidentes.
domingo, enero 13, 2013
Bibliotecas sin fin
Siempre he tenido el remordimiento de no leer lo suficiente. Tal vez empezó cuando estaba en sexto año de primaria y el maestro Carlos le dijo a mis compañeros de clase que yo tenía buena ortografía porque leía mucho. - ¿Verdad, Rafa? Y no me atreví a decirle que no leía tanto, me pareció más adecuado responder que sí, que leía mucho. Desde pequeño la "lógica de lo apropiado" ha sido uno de los criterios que más pesan para guiar mi conducta, para bien o para mal. Pero en el fondo no creía que era cierto, no leía tanto. En efecto, cuando a principios de año nos entregaban los libros de texto gratuito me encantaban dos cosas: el momento de forrarlos, lo cual era una obligación, por el aroma del plástico nuevo y también empezar de inmediato con el libro de "Español Lecturas", que terminaba en la primera semana. Los demás los iba leyendo conforme pasaban las lecciones, pero el libro de Español Lecturas, con adaptaciones de Armida De la Vara me encantaba. Lo leía varias veces. Pero lo cierto era que no leía tanto, lo cual comprobé cuando después de salir de Huásabas conocí a compañeros que en su infancia habían leído mucho más que yo, autores que ni en las adaptaciones de Armida de la Vara habrían aparecido.
Los libros no tenían ni remotamente la centralidad en mi casa. La tenían otras cosas: el trabajo, la religión, la comunidad y la política. La vida giraba en buena parte en torno a esos temas y los libros que aparecían, además de los escolares, tenían también que ver con eso. Con algunas excepciones: teníamos una enciclopedia infantil que se llamaba El quillet de los niños, nos la había regalado mi tía Olga. El quillet era en varios tomos, aunque nos faltaba uno que siempre añoré imaginando qué temas tocaría; las ilustraciones, aunque ya parecían de otra época, me resultaban muy divertidas, así como muchas de las palabras que usaba porque no era una edición mexicana. También recuerdo que mi tío José me regaló Platero y yo, el cual leí con delicia y no olvido que me lo dedicó diciéndome que la lectura era el único vicio que teníamos permitido. Atesoro esas palabras, pero también recuerdo que me causaban culpa: sentía que asumían que yo leía mucho. Pero yo no leía tanto.
Cuando estaba un poco más grande, una tarde de verano llegó a casa un señor que vendía enciclopedias. Estuvo sentado con mis papás explicándoles todos los temas que contenía la enciclopedia en sus, si no mal recuerdo, trece tomos. Era de Océano, forrada en una pasta dura y completamente a color en un papel que para ese entonces parecía lo más fabuloso que había producido la tecnología. Era un papel brillante y las fotos se veían hermosas. Recuerdo que cuando dijo el precio, di por hecho que por más que me hubiera ilusionado la idea, aquella enciclopedia de hermosos colores y elegante pasta dura en rojo y dorado no estaría nunca en los anaqueles de los Barceló Durazo. Costaba una pequeña fortuna, para las nociones que en aquel entonces yo tenía del dinero. Pero para mi deleite me equivoqué: la enciclopedia Océano todavía adorna los anaqueles, ahora de mi cuarto desierto en Hermosillo. La idea de comprar una enciclopedia, sobre todo pagar mucho por ella, debe de parecer ahora una cosa prehistórica para las nuevas generaciones. Antes era un gran momento para una familia e implicaba ventajas como no tener que ir a la biblioteca a consultar algún tema para hacer una tarea. Nada de eso parece tener sentido ahora que existe la Wikipedia, pero hubo un tiempo en el que no había ni Wikipedia ni Internet, sólo esos vetustos libros con olor a papel y a tinta. Sólo la Espasa Calpe, o la Brittanica, o la Hispánica, o el diccionario Larousse ilustrado, (que también teníamos en casa) o la muy modesta pero de hermosas fotos enciclopedia Océano, que parecían contener todo el conocimiento que había en el universo. Tanto conocimiento en tantos tomos que me hacían sentir culpa de todo lo que no había leído, de todo lo que me faltaba por aprender.
Por si fuera poco, estaba la biblioteca Juan Netwig de Huásabas, con su apartado de literatura infantil y cuatro mesitas para niños. Leí buena parte de la modesta colección, pero nunca parecía acabarse. Quisiera volver y revisar las tarjetas de préstamos en las que aparecía mi nombre, junto con el de uno o dos niños que en otro momento los habían sacado en préstamo, para recordar el alivio que sentía cuando los devolvía y le colocaban la tarjeta de préstamos con mi nombre. Quería sentir que ya casi había todo lo que había por leer, pero nunca lo lograba, siempre había más y eso que no estamos hablando de la biblioteca de Alejandría, sino una rural en la sierra de Sonora.
Cuando empecé la universidad y luego la maestría, las lecturas obligatorias eran tantas que nunca llegaba a leer las recomendadas. La lectura por placer prácticamente desapareció para mí en esas épocas y lo único que me quedaba era la desazón de saber que estaba dejando de leer un montón de cosas interesantes, por leer mis textos de clase. La vida post-académica me devolvió la posibilidad de leer por gusto, además de la comodidad del salario que me permitía comprar libros. Pero había otras muchas distracciones: el cine, los amigos, la vida social que tanto disfruto. Además, luego vino la preparación para el concurso diplomático: una lista interminable de libros interminables que me dejaban también con la sensación de no estar preparado, todo menos listo para presentarme a exámenes que parecían interminables también. Ahora tengo otra vez la opción de leer por gusto y lo hago, pero no lo suficiente. A la hora del almuerzo, siempre llevo un libro que acompaño con café, o el café lo acompaño con un libro, no sé. Se acaba la hora del almuerzo y debo volver a leer noticias que nunca terminan, cuya importancia suele ser, en último término, bastante nimia. Luego leo por las noches, entre mensajes de Whatsapp, de Skype o de correos electrónicos que no puedo dejar de revisar de inmediato, aunque me separen de las páginas del libro en turno, como si este último fuera el amigo prescindible que siempre te terminará aceptando a pesar de tu desdén.
No desaparece todavía la misma sensación de cuando el maestro Carlos me dijo - Tú lees mucho, ¿verdad, Rafa? Y yo dije sí, aunque sentía que no era cierto y sentí una culpa simultánea a la frustración, mientras pensaba que no, que no leo mucho, que debería hacerlo pero que no lo hago.
Los libros no tenían ni remotamente la centralidad en mi casa. La tenían otras cosas: el trabajo, la religión, la comunidad y la política. La vida giraba en buena parte en torno a esos temas y los libros que aparecían, además de los escolares, tenían también que ver con eso. Con algunas excepciones: teníamos una enciclopedia infantil que se llamaba El quillet de los niños, nos la había regalado mi tía Olga. El quillet era en varios tomos, aunque nos faltaba uno que siempre añoré imaginando qué temas tocaría; las ilustraciones, aunque ya parecían de otra época, me resultaban muy divertidas, así como muchas de las palabras que usaba porque no era una edición mexicana. También recuerdo que mi tío José me regaló Platero y yo, el cual leí con delicia y no olvido que me lo dedicó diciéndome que la lectura era el único vicio que teníamos permitido. Atesoro esas palabras, pero también recuerdo que me causaban culpa: sentía que asumían que yo leía mucho. Pero yo no leía tanto.
Cuando estaba un poco más grande, una tarde de verano llegó a casa un señor que vendía enciclopedias. Estuvo sentado con mis papás explicándoles todos los temas que contenía la enciclopedia en sus, si no mal recuerdo, trece tomos. Era de Océano, forrada en una pasta dura y completamente a color en un papel que para ese entonces parecía lo más fabuloso que había producido la tecnología. Era un papel brillante y las fotos se veían hermosas. Recuerdo que cuando dijo el precio, di por hecho que por más que me hubiera ilusionado la idea, aquella enciclopedia de hermosos colores y elegante pasta dura en rojo y dorado no estaría nunca en los anaqueles de los Barceló Durazo. Costaba una pequeña fortuna, para las nociones que en aquel entonces yo tenía del dinero. Pero para mi deleite me equivoqué: la enciclopedia Océano todavía adorna los anaqueles, ahora de mi cuarto desierto en Hermosillo. La idea de comprar una enciclopedia, sobre todo pagar mucho por ella, debe de parecer ahora una cosa prehistórica para las nuevas generaciones. Antes era un gran momento para una familia e implicaba ventajas como no tener que ir a la biblioteca a consultar algún tema para hacer una tarea. Nada de eso parece tener sentido ahora que existe la Wikipedia, pero hubo un tiempo en el que no había ni Wikipedia ni Internet, sólo esos vetustos libros con olor a papel y a tinta. Sólo la Espasa Calpe, o la Brittanica, o la Hispánica, o el diccionario Larousse ilustrado, (que también teníamos en casa) o la muy modesta pero de hermosas fotos enciclopedia Océano, que parecían contener todo el conocimiento que había en el universo. Tanto conocimiento en tantos tomos que me hacían sentir culpa de todo lo que no había leído, de todo lo que me faltaba por aprender.
Por si fuera poco, estaba la biblioteca Juan Netwig de Huásabas, con su apartado de literatura infantil y cuatro mesitas para niños. Leí buena parte de la modesta colección, pero nunca parecía acabarse. Quisiera volver y revisar las tarjetas de préstamos en las que aparecía mi nombre, junto con el de uno o dos niños que en otro momento los habían sacado en préstamo, para recordar el alivio que sentía cuando los devolvía y le colocaban la tarjeta de préstamos con mi nombre. Quería sentir que ya casi había todo lo que había por leer, pero nunca lo lograba, siempre había más y eso que no estamos hablando de la biblioteca de Alejandría, sino una rural en la sierra de Sonora.
Cuando empecé la universidad y luego la maestría, las lecturas obligatorias eran tantas que nunca llegaba a leer las recomendadas. La lectura por placer prácticamente desapareció para mí en esas épocas y lo único que me quedaba era la desazón de saber que estaba dejando de leer un montón de cosas interesantes, por leer mis textos de clase. La vida post-académica me devolvió la posibilidad de leer por gusto, además de la comodidad del salario que me permitía comprar libros. Pero había otras muchas distracciones: el cine, los amigos, la vida social que tanto disfruto. Además, luego vino la preparación para el concurso diplomático: una lista interminable de libros interminables que me dejaban también con la sensación de no estar preparado, todo menos listo para presentarme a exámenes que parecían interminables también. Ahora tengo otra vez la opción de leer por gusto y lo hago, pero no lo suficiente. A la hora del almuerzo, siempre llevo un libro que acompaño con café, o el café lo acompaño con un libro, no sé. Se acaba la hora del almuerzo y debo volver a leer noticias que nunca terminan, cuya importancia suele ser, en último término, bastante nimia. Luego leo por las noches, entre mensajes de Whatsapp, de Skype o de correos electrónicos que no puedo dejar de revisar de inmediato, aunque me separen de las páginas del libro en turno, como si este último fuera el amigo prescindible que siempre te terminará aceptando a pesar de tu desdén.
No desaparece todavía la misma sensación de cuando el maestro Carlos me dijo - Tú lees mucho, ¿verdad, Rafa? Y yo dije sí, aunque sentía que no era cierto y sentí una culpa simultánea a la frustración, mientras pensaba que no, que no leo mucho, que debería hacerlo pero que no lo hago.
jueves, enero 10, 2013
De comienzos de año
Se puede decir de alguien con cierto orgullo que es una persona "adelantada a su tiempo"; sin embargo, más orgullo debería causar ser una persona que vive de acuerdo a su tiempo. Sobre todo cuando hay eras tan desapegadas de la normalidad, como la que nos toca. ¿Qué haríamos con un mundo lleno de inadaptados temporales, si el único tiempo que en realidad existe es el presente? El pasado ya se nos escurrió inevitablemente de las manos y el futuro, a ciencia cierta, nadie nos lo asegura. Por esta razón y otras aún más frívolas, yo he decidido ser un hombre muy de mi tiempo. A ver: tengo un smartphone (más smart que yo, incluso, para no desentonar), la mayor parte de lo que como es comida "fusión" (la posmodernidad hasta me la llevo a la boca), socializo más por medio de "redes sociales" que por métodos socialmente ex convencionales. En fin, que por falta de coherencia temporal sería muy injusto criticarme (excepto por seguir leyendo libros en papel, pero también tengo mis límites).
Por esta razón, en esta ocasión quiero ser un hombre de mi tiempo y con tiempo me refiero a enero, ser un hombre de enero. La gente en esta época se dedica con fervor a un solo propósito: a proponérselos... los propósitos. Es una verdad universal que no requiere comprobación, o si usted siente que la necesita únicamente debe ir en enero a un gimnasio e intentar ganarle la máquina a una horda de gente que trae las fiestas decembrinas pegadas en los tejidos adiposos. Vuelva usted en marzo al mismo gimnasio y la horda habrá desaparecido, junto con sus propósitos, y lo único que quedará serán las fiestas en los tejidos adiposos. El eterno propósito de las dietas y me voy a inscribir al gimnasio es, tal vez, el más claro de los ejemplos. También el más efímero.
Como soy un hombre de enero yo también tengo que proponerme algunas cosas para hacer (u omitir) en 2013; sobre todo aprovechando que no se acabó el mundo, o tal vez sí pero como no nos hemos dado cuenta podemos hacer como que no. Voy a publicarlos no porque crea que a los demás les importe, sino para tratar de sentirme obligado por una autoimposición que nadie me ha pedido. Más o menos la misma idea que tienen los edictos, pero sin autoridad real o judicial. Haré pocos propósitos, eso sí, porque como buen hombre de mi tiempo rehuyo a los compromisos.
Va la lista, pues, y si así no lo hiciere que la blogósfera me lo demande:
1. Hacer trabajo comunitario, tratar de devolver una parte de lo mucho que he recibido.
2. Reciclar la basura o, para que se oiga bonito, limpiar mi huella.
3. Leer más. Libros de papel.
4. Hablar bien de la gente... aunque no se lo merezcan. Ya empecé mal.
5. Comer frutas.
Releyendo esta lista, noto que, además de ser hombre de mi tiempo, soy un tipo de propósitos modestos.
Por esta razón, en esta ocasión quiero ser un hombre de mi tiempo y con tiempo me refiero a enero, ser un hombre de enero. La gente en esta época se dedica con fervor a un solo propósito: a proponérselos... los propósitos. Es una verdad universal que no requiere comprobación, o si usted siente que la necesita únicamente debe ir en enero a un gimnasio e intentar ganarle la máquina a una horda de gente que trae las fiestas decembrinas pegadas en los tejidos adiposos. Vuelva usted en marzo al mismo gimnasio y la horda habrá desaparecido, junto con sus propósitos, y lo único que quedará serán las fiestas en los tejidos adiposos. El eterno propósito de las dietas y me voy a inscribir al gimnasio es, tal vez, el más claro de los ejemplos. También el más efímero.
Como soy un hombre de enero yo también tengo que proponerme algunas cosas para hacer (u omitir) en 2013; sobre todo aprovechando que no se acabó el mundo, o tal vez sí pero como no nos hemos dado cuenta podemos hacer como que no. Voy a publicarlos no porque crea que a los demás les importe, sino para tratar de sentirme obligado por una autoimposición que nadie me ha pedido. Más o menos la misma idea que tienen los edictos, pero sin autoridad real o judicial. Haré pocos propósitos, eso sí, porque como buen hombre de mi tiempo rehuyo a los compromisos.
Va la lista, pues, y si así no lo hiciere que la blogósfera me lo demande:
1. Hacer trabajo comunitario, tratar de devolver una parte de lo mucho que he recibido.
2. Reciclar la basura o, para que se oiga bonito, limpiar mi huella.
3. Leer más. Libros de papel.
4. Hablar bien de la gente... aunque no se lo merezcan. Ya empecé mal.
5. Comer frutas.
Releyendo esta lista, noto que, además de ser hombre de mi tiempo, soy un tipo de propósitos modestos.
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