Este blog ya está tomando la costumbre de llegar un poco tarde a los acontecimientos. La culpa no es del blog, cabe anotar aunque ya es obvio, sino de su autor, o sea, el que esto escribe. Venir a contar de mis vacaciones casi dos semanas después de que ocurrieron no sólo hace que el artículo pierda relevancia, sino también acuciosidad, porque se olvidan los detalles al desdibujarse los recuerdos con el paso del tiempo. Aunque sólo sean unos días, sepa el querido lector o el lector a secas porque al desconocer de quién se trate no puedo saber a priori si es querido o no, que la memoria es muy escurridiza y va desechando con demasiada presteza los pormenores de lo vivido. Me quedé con remordimiento de conciencia de haber hecho la aclaración de que puede haber lectores no queridos, en general debo advertir que yo soy de corazón querendón por lo que esa posibilidad es remota y espero que no sea causa de una ofensa no intentada. Es sólo que a mí me da por tratar de abarcar casos hipotéticos, costumbre adquirida por una exposición temprana y erradas interpretaciones de los códigos civiles de corte napoleónico. Dispénseme pues el lector y dése a la tarea de considerarse querido por mí y por media humanidad, si así conviene a su tranquilidad mental.
Entrando en materia, que no es realmente materia sino que pertenece al mundo de las ideas, procederé a relatar unos cuantos detalles de un viaje que hice con motivo de los días de descanso laboral que acarrea la Semana Santa. Claro, así que ustedes digan la "semana" "santa" pues conviene ir desde el principio aclarando que en lo que respecta a mis vacaciones no fueron toda la semana, sino únicamente jueves y viernes, y lo de "santa" pues lo sería para algunos, pero no es difícil concluir que santa, santa, lo que se dice santa, no creo que aplique para todos.
El destino elegido en esta ocasión por mí y por un amigo, Mauricio, fue Bocas del Toro, Panamá. Se trata de un archipiélago ubicado en el Caribe en la parte septentrional de Panamá (adviértase y reconózcase el estilo de redacción de Wikipedia, aunque no es de ahí que he tomado la información, sino como quien dice de mi propia experiencia empírica y de mi afición por siempre estar viendo mapas). Ya ustedes con leer Caribe se podrán ir imaginando que el lugar es precioso, el clima privilegiado, las aguas azul turquesa, la vegetación abundante y lujuriosa. Y tendrán razón si así se lo imaginan, porque así es la realidad. Lo que no van a saber, porque aún no se los he contado y porque la verdad carece de mucha importancia, es que me fui manejando mi carro desde San José, la capital costarricense, hasta la fontera con Panamá. Los paisajes del camino ya hacían valer la pena el viaje: hubo que cruzar un parque nacional ubicado en un bosque húmedo y nuboso donde llueve todo el año, descender de una altitud de 1200 msnmm hasta el nivel del mar, pasar de un altiplano habitado por mestizos a una costa habitada por afrocaribeños, en un lapso de tres horas. Después bordear las costas del Caribe costarricense por una hora más hasta llegar a la frontera con Panamá. Aquí debo suspender el relato temporalmente para hacer dos disquisiciones:
1.- La provincia de Bocas del Toro formó en aquellos inmemoriales tiempos de la Colonia Española parte de la provincia de Costa Rica. La provincia de Costa Rica a su vez era parte de la Capitanía General de Guatemala que tenía algunos vínculos administrativos con la Nueva España (cuyo nucleo es ahora lo que llamamos México). En un breve tiempo posterior a la independencia de España de la Nueva España, que como debería resultar obvio dejó de inmediato de tener ese nombre tan colonialista para tener uno más aborigen (México), existió lo que vamos a llamar (ya muchos lo han hecho antes que yo) el primer imperio mexicano. Agustín de Iturbide se llamaba el efímero emperador de unos territorios que empezaban al norte en la alta California (que ahora es simplemente California) y terminaban al sur, adivinen, en el área que ahora conocemos como Bocas del Toro y que constituye el centro de este relato, de este relato que en realidad es policéntrico por mi manía de no concentrarme en una sola cosa. Ergo, yo me anduve paseando en lo que por muy breve tiempo y con muy pocas consecuencias palpables fueron los confines meridionales del efímero primer imperio mexicano. Luego ya nuestros próceres entraron rápidamente en razón y declararon a México una república, los centroamericanos crearon una República Centroamericana que también en lo que canta un gallo se convirtió en cinco naciones independientes que sobreviven hasta nuestros días. Bocas del Toro por razones que desconozco terminó perteneciendo a la Gran Colombia, que después perdió lo de Gran y también se fraccionó en varias naciones, una de las cuales terminó siendo Panamá y ahí fue donde quedó Bocas. Fin de la primera disquisición, ahora viene la segunda.
2. La frontera terrestre Costa Rica - Panamá. Esto debería ser un relato independiente pero dado que sería pura diatriba, nada más que quejas, mejor lo trataré de resumir al máximo. Cuatro horas y media haciendo fila en el rayo del inclemente sol caribeño esperando a que un funcionario de migración costarricense nos sellara el pasaporte de salida. Ese fue el muy resumido recuento de una experiencia que ya en los hechos no me pareció nada resumida. En otra ocasión me había ya quejado de lo discursiva que termina siendo esa bonita noción de la hermandad latinoamericana. De esto se da uno cuenta de inmediato cuando trata de atravezar una frontera entre dos países, tan amigos en este caso, como lo son Costa Rica y Panamá. En mi corta carrera diplomática he asistido ya a demasiados eventos en los que uno escucha a cada rato "facilitación del tránsito de personas", "simplificación aduanera", "integración regional o subregional", etcétera. Uno lo da por un hecho, pero la verdad es que no lo es. La única frase que resulta cierta en los discursos políticos termina siendo la de "aún falta mucho por hacer". Pues sí, porque no es de Dios que sólo haya una ventanilla de migración abierta, tanto para entrar como para salir del país, cuando la demanda de gente excede cuánticamente la capacidad de un funcionario para atenderlos. Todo esto sin contar que el respeto por hacer fila decentemente no es una virtud tan latinoamericana. Esa fue la única queja del viaje.
Lo demás fue eso, Caribe, contemplar arrecifes con miles de peces que parecen los compañeritos de escuela de Nemo paseando entre corales de diferentes colores y pepinos de mar. Tal vez no estaban paseando los pecesitos sino buscando comida, pero para el incauto snorkeler así lo parecía. Playas de arena clara perturbadas por el verdor de una vegetación que no cede un palmo (excepto a la construcción de hoteles, claro, pero para efectos descriptivos estas aclaraciones sólo estorban), apoyada por lluvias tormentosas durante la mayor parte del año. Hordas de turistas de un número incontable de nacionalidades. En este nuevo mundo multipolar y de potencias emergentes, ya no únicamente los estadounidenses, canadienses y europeos pueblan estos centros recreativos, ahora tienen que compartir lugar con muchos latinoamericanos, asiáticos, australianos y demás que han decidido que cuando hay oportunidad y American Express para soportarlo, hay que dejar el rancho e irse a pasear por el mundo.
Entre las muchas cosas que disfruté tremendamente fue pasear en bicicleta por la principal isla del archipiélago, isla Colón, para llegar a montón de playas casi vírgenes (dicen que se puede ser casi virgen) o al menos que así lo aparentan. Asolearse aunque mi bronceado nunca lo presuma, pasear por un pueblito con casas de vívidos colores de inconfundible arquitectura y manufactura caribeña. Y no pensar en el trabajo, en la oficina, en los pendientes. Autoengañarse sobre la facilidad de la vida y aprovechar el momento para recargar baterías, porque siempre hace falta, abstraerse y sustraerse de lo continuo, de lo cotidiano, de lo rutinario. Hacer la debida pausa, respirar profundo, contemplar lo que es bello y luego, el lunes próximo, volver a la vida que se ha elegido para vivirla también como es debido.
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