Si buscara alguna característica que me definiera sin márgenes de duda, probablemente tendría que ir eliminando uno a uno los adjetivos tajantes de una larga lista de adjetivos tajantes que seguramente me propondría. Soy tolerante, pero no tanto; decente pero sin exagerar; inteligente pero no como para que llame demasiado la atención; no soy muy guapo pero tampoco llego a ser feo; se me da el optimismo pero me lo modero yo mismo. En fin, que de muchas cosas soy solo un poco, sin decidirme radicalmente a ser ni a hacer nada. Pero de la característica de mi persona sobre la que no cabe ningún género de duda es que soy hipocondriaco. Generalmente sano, ¡a Dios gracias!, pero sin duda un completo y ruin hipocondriaco.
Digo que afortunadamente soy muy sano, porque mi mente macabra urde el peor diagnóstico cuando siento el primer síntoma y me empiezo a poner de un nervioso que da miedo (bueno, a mí me doy mucho miedo). Ante el dolor de la más mínima importancia ya me estoy declarando arterioesclerótico, frente a la más leve roncha ya me hallo la lepra más devoradora, o si me empieza a doler la garganta me pienso a un paso de la neumonía congénita, crónica y terminal.
La semana pasada fue una de ésas semanas. El lunes amanecí como cualquier otro, o sea, un poco atarantado del fin de semana pero amodorradamente listo para iniciar la siguiente. El martes, en cambio, parecía yo el pájaro de las cuatrocientas voces con la garganta hecha un nido de bichos. Como además de hipocondriaco soy también muy necio, decidí que aun sintiéndome como si me hubieran dado un mazazo en plena nunca, me iría a la oficina y que seguramente ahí se me quitaría. Error. Obviamente error. Me empezó a subir la fiebre, me dolían hasta los vellos y no encontraba posición que me hiciera sentir menos miserable. Dando tumbos tuve a bien pedir ayuda y buscar un médico, aterrado ante lo que yo asumí era un dolor de riñones (y, obvio, yo ya me sentía en una cámara de hemodiálisis, seguro de que padecía deficiencias renales severas... y tal vez también hepáticas, que ya dentro de las entrañas todo está muy pegadito).
Lo que yo creía dolor de riñones, terminó siendo una simple contractura muscular, que sentí por la fiebre que me causó una infección de garganta y amígdalas. Ya saben, una común y corriente infección de las vías respiratorias, que nada tenía que ver con la enfermedad rara que yo estaba casi seguro de tener, porque acaba de pasar el Día Internacional de las Enfermedades Raras (no estoy bromeando, existe ese día y juro que acaba de pasar). Los medicamentos y mi terrorista dedicación a los cuidados médicos funcionaron de inmediato y en dos días estaba sintiéndome mejor. No sin antes, claro, porque esto no se acaba así como así... no sin antes haber tenido un fiebrón que me dejó a punto de ebullición por algún rato y que me causó una erupción masiva de fuegos labiales. En ésas estoy ahora. Ya se me secaron las erupciones - la destrucción de Pompeya por el Vesubio fue un detalle comparado - pero ahora toca traer la cara como la del actor principal de la Pasión de Cristo en las últimas escenas (que si fuera de las primeras escenas no me quejara yo tanto). Entonces, claro, ahora toca tratar de hablar con las personas mirándote a los ojos sólo para darte cuenta de que no hay manera, de que la vista de los demás caerá invariablememente a tus costras labiales. Ahora sé lo que deben de sentir las mujeres de poitrine abundante y escote generoso, con eso de que no las vean a los ojos. Pero, bueno, que le vean a uno la poitrine de vez en cuando tendrá por ahí su punto, pero que le vean fijamente las costras pues nomás es que no hace gracia. Y es que ya tengo yo suficiente con lidiar con mi hipocondria como para, además, tener que andar lidiando con las costras...
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1 comentario:
Amigo, ahora entiendes la frase de las abuelas "lo dejaron como Santo Cristo"... en todo su esplendor... y si en la versión de mel Gibson, Caviziel es muy guapo en la de Scorcese Willem Defoe no tanto.
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