Siempre se ha sabido que el humano es el animal que tropieza más de una vez con la misma piedra. Aunque yo lo pongo en duda. También habrá caballos medio torpes, topos más ciegos que otros, jabalíes poco prudentes. En fin, que hasta que Animal Planet no haga un documental sobre el punto, yo no puedo jurar que no sea el caso. Tampoco creo que Animal Planet haga nunca un documental sobre el tema, me parece que por cuestiones de rating. Ok, yo ya me desvié del tema antes de haber siquiera empezado. Esta entrada a mi blog se refiere a la valoración física que te hacen en el gimnasio y sobre cuyos desastrosos resultados ya me había referido yo en otra ocasión. En esa otra ocasión, el problema mayor resultó ser que tenía las rodillas una apuntando para cada frontera. Pero me lo dijeron de una manera que me sobrecogió el ánimo. A los días me repuse, año y medio después ya hasta lo había olvidado y volví a acudir a una evaluación física.
Esta vez no todo estuvo tan mal, a decir verdad, me dijeron que mi nivel de grasa era adecuado. La vez anterior me habían dicho que tenía "demasiado poca" grasa ("demasiado poca", para empezar, me suena a pecado gramatical) y, además, que eso podía ir en contra de mi hígado. Yo sufrí casi que un cuadro de depresión con ese diagnóstico tan severo y me puse a comer cuanto postre me salía en el camino, lo cual como era de suponerse no era necesario.
Lo que sigue igual desde mi última revisión son mis rodillas chuecas. No se han corregido y al parecer nunca se corregirán. Siempre mirará una hacia Chihuahua y la otra hacia El Paso, Texas. Pero la instructora fue muy clara, me dijo que de eso no me iba a morir. Menos mal, porque morir a causa de unas rodillas chuecas debe de ser una de las formas más absurdas de llegar al panteón. Lo que sí me advirtió es que mi delicada condición sí tiene un efecto negativo en las suelas de mis zapatos: los desgasto de la parte de afuera. Tenía razón. Ahora bien, encontró un defecto más a mi ya de por sí desvencijada figura. Tengo los talones chuecos. Y eso no es todo, las rodillas apuntan hacia afuera, pero mis talones apuntan hacia adentro. De lo cual tampoco me voy a morir, pero adivinen qué. Mis zapatos se desgastarán por la parte de adentro. Tenía razón. Las suelas de mis zapatos se desgastan por dentro y por fuera, lo cual seguramente tendrá muy contento a los accionistas de Adidas pero a mí no me hace ninguna gracia.
Después pasamos a otros descubrimientos que, en conjunto, demuestran que soy una cosa parecida a las pinturas de Picasso. Un hombro más abajo que el otro, el pecho más ejercitado que la espalda, contracturas musculares del lado derecho, pero no del izquierdo. Es decir, que mi cuerpo y la simetría, resulta ser, no se llevan muy bien. Pero, insisto, de ninguno de esos defectos me voy a morir.
Ya estábamos yo y la instructora haciendo migas, porque yo podré ser de fisionomía irregular pero también soy algo simpaticón, cuando vino el momento nazi. Sí, nazi, que esta cosa es seria. Me preguntó si yo tenía ascendientes de raza aria. ¡Jesús bendito! - pensé yo - a no ser que me deje el bigotito a la Adolfo Hitler, no me encuentro ni remotamente ario. Le dije que no, que hasta donde yo tenía conocimiento tenía ancestros del sur de Europa pero no del norte (en esto de los ancestros nunca se sabe, eso sí), porque en mi cabeza "ario" suena a supremacismo germánico y me da como escalofríos. En realidad, ario se usó originalmente casi como sinónimo de lo que hoy diríamos caucásico o europeo. El pueblo ario parece ser una noción sobre la que no hay nada de claridad, pero sí es claro que durante el nazismo se empleó el término con efectos moralmente devastadores: eugenesia, segregación racial y un tremendo holocausto de judíos y gitanos que da cuenta de las peores bajezas a las que puede llegar la civilización (o, mejor dicho, la falta de ella). En fin, que la instructora lo que quería decir es que los arios tienen huesos largos y cuerpos "agradecidos" (que no acumulan mucha grasa y se ejercitan con poca actividad); además, que son proclives a pocas enfermedades. Dado lo anterior, ella remató "no, si Hitler tenía su punto, tienen muchas ventajas". Mi cara se puso así :o y sólo alcancé a agregar algo como "aunque moralmente ningún punto, ¿verdad?". Digo, sólo para quedar claros, aunque era obvio que la instructora no tenía ninguna simpatía ni por Hitler, ni por ninguna clase de supremacismo y para ella la palabra "ario" era neutra (porque hay gente que cree que las palabras pueden ser neutras y otros, como yo, que creemos que hay palabras que llevan trampa). La conversación se estaba tornando incómoda por lo que decidí volver al tema de mis rodillas chuecas que, mal que bien, forma parte de mi zona de confort. Como era viernes en la noche, tomé mi cuerpo irregular y agradecido para llevármelo a otro lado e iniciar el fin de semana. Y así lo hice.
martes, marzo 27, 2012
martes, marzo 13, 2012
De hipocondrias y mis otros demonios
Si buscara alguna característica que me definiera sin márgenes de duda, probablemente tendría que ir eliminando uno a uno los adjetivos tajantes de una larga lista de adjetivos tajantes que seguramente me propondría. Soy tolerante, pero no tanto; decente pero sin exagerar; inteligente pero no como para que llame demasiado la atención; no soy muy guapo pero tampoco llego a ser feo; se me da el optimismo pero me lo modero yo mismo. En fin, que de muchas cosas soy solo un poco, sin decidirme radicalmente a ser ni a hacer nada. Pero de la característica de mi persona sobre la que no cabe ningún género de duda es que soy hipocondriaco. Generalmente sano, ¡a Dios gracias!, pero sin duda un completo y ruin hipocondriaco.
Digo que afortunadamente soy muy sano, porque mi mente macabra urde el peor diagnóstico cuando siento el primer síntoma y me empiezo a poner de un nervioso que da miedo (bueno, a mí me doy mucho miedo). Ante el dolor de la más mínima importancia ya me estoy declarando arterioesclerótico, frente a la más leve roncha ya me hallo la lepra más devoradora, o si me empieza a doler la garganta me pienso a un paso de la neumonía congénita, crónica y terminal.
La semana pasada fue una de ésas semanas. El lunes amanecí como cualquier otro, o sea, un poco atarantado del fin de semana pero amodorradamente listo para iniciar la siguiente. El martes, en cambio, parecía yo el pájaro de las cuatrocientas voces con la garganta hecha un nido de bichos. Como además de hipocondriaco soy también muy necio, decidí que aun sintiéndome como si me hubieran dado un mazazo en plena nunca, me iría a la oficina y que seguramente ahí se me quitaría. Error. Obviamente error. Me empezó a subir la fiebre, me dolían hasta los vellos y no encontraba posición que me hiciera sentir menos miserable. Dando tumbos tuve a bien pedir ayuda y buscar un médico, aterrado ante lo que yo asumí era un dolor de riñones (y, obvio, yo ya me sentía en una cámara de hemodiálisis, seguro de que padecía deficiencias renales severas... y tal vez también hepáticas, que ya dentro de las entrañas todo está muy pegadito).
Lo que yo creía dolor de riñones, terminó siendo una simple contractura muscular, que sentí por la fiebre que me causó una infección de garganta y amígdalas. Ya saben, una común y corriente infección de las vías respiratorias, que nada tenía que ver con la enfermedad rara que yo estaba casi seguro de tener, porque acaba de pasar el Día Internacional de las Enfermedades Raras (no estoy bromeando, existe ese día y juro que acaba de pasar). Los medicamentos y mi terrorista dedicación a los cuidados médicos funcionaron de inmediato y en dos días estaba sintiéndome mejor. No sin antes, claro, porque esto no se acaba así como así... no sin antes haber tenido un fiebrón que me dejó a punto de ebullición por algún rato y que me causó una erupción masiva de fuegos labiales. En ésas estoy ahora. Ya se me secaron las erupciones - la destrucción de Pompeya por el Vesubio fue un detalle comparado - pero ahora toca traer la cara como la del actor principal de la Pasión de Cristo en las últimas escenas (que si fuera de las primeras escenas no me quejara yo tanto). Entonces, claro, ahora toca tratar de hablar con las personas mirándote a los ojos sólo para darte cuenta de que no hay manera, de que la vista de los demás caerá invariablememente a tus costras labiales. Ahora sé lo que deben de sentir las mujeres de poitrine abundante y escote generoso, con eso de que no las vean a los ojos. Pero, bueno, que le vean a uno la poitrine de vez en cuando tendrá por ahí su punto, pero que le vean fijamente las costras pues nomás es que no hace gracia. Y es que ya tengo yo suficiente con lidiar con mi hipocondria como para, además, tener que andar lidiando con las costras...
Digo que afortunadamente soy muy sano, porque mi mente macabra urde el peor diagnóstico cuando siento el primer síntoma y me empiezo a poner de un nervioso que da miedo (bueno, a mí me doy mucho miedo). Ante el dolor de la más mínima importancia ya me estoy declarando arterioesclerótico, frente a la más leve roncha ya me hallo la lepra más devoradora, o si me empieza a doler la garganta me pienso a un paso de la neumonía congénita, crónica y terminal.
La semana pasada fue una de ésas semanas. El lunes amanecí como cualquier otro, o sea, un poco atarantado del fin de semana pero amodorradamente listo para iniciar la siguiente. El martes, en cambio, parecía yo el pájaro de las cuatrocientas voces con la garganta hecha un nido de bichos. Como además de hipocondriaco soy también muy necio, decidí que aun sintiéndome como si me hubieran dado un mazazo en plena nunca, me iría a la oficina y que seguramente ahí se me quitaría. Error. Obviamente error. Me empezó a subir la fiebre, me dolían hasta los vellos y no encontraba posición que me hiciera sentir menos miserable. Dando tumbos tuve a bien pedir ayuda y buscar un médico, aterrado ante lo que yo asumí era un dolor de riñones (y, obvio, yo ya me sentía en una cámara de hemodiálisis, seguro de que padecía deficiencias renales severas... y tal vez también hepáticas, que ya dentro de las entrañas todo está muy pegadito).
Lo que yo creía dolor de riñones, terminó siendo una simple contractura muscular, que sentí por la fiebre que me causó una infección de garganta y amígdalas. Ya saben, una común y corriente infección de las vías respiratorias, que nada tenía que ver con la enfermedad rara que yo estaba casi seguro de tener, porque acaba de pasar el Día Internacional de las Enfermedades Raras (no estoy bromeando, existe ese día y juro que acaba de pasar). Los medicamentos y mi terrorista dedicación a los cuidados médicos funcionaron de inmediato y en dos días estaba sintiéndome mejor. No sin antes, claro, porque esto no se acaba así como así... no sin antes haber tenido un fiebrón que me dejó a punto de ebullición por algún rato y que me causó una erupción masiva de fuegos labiales. En ésas estoy ahora. Ya se me secaron las erupciones - la destrucción de Pompeya por el Vesubio fue un detalle comparado - pero ahora toca traer la cara como la del actor principal de la Pasión de Cristo en las últimas escenas (que si fuera de las primeras escenas no me quejara yo tanto). Entonces, claro, ahora toca tratar de hablar con las personas mirándote a los ojos sólo para darte cuenta de que no hay manera, de que la vista de los demás caerá invariablememente a tus costras labiales. Ahora sé lo que deben de sentir las mujeres de poitrine abundante y escote generoso, con eso de que no las vean a los ojos. Pero, bueno, que le vean a uno la poitrine de vez en cuando tendrá por ahí su punto, pero que le vean fijamente las costras pues nomás es que no hace gracia. Y es que ya tengo yo suficiente con lidiar con mi hipocondria como para, además, tener que andar lidiando con las costras...
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