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Sin embargo, no todo está inventado en esta historia. Tengo testigos. Yo de niño fui una persona particularmente espiritual y religiosa. Hago la distinción entre los dos términos porque aunque están profundamente ligados no significan lo mismo. La espiritualidad se refiere a la relación del individuo con la divinidad y lo trascendente (lo inmaterial, digamos, para darle un toquesito), mientras que la religiosidad es, además, la adherencia a liturgias, ritos, creencias específicas, dogmas y normas que están sancionadas (autorizadas) por una institución religiosa. Pues yo creo haber sido un niño que era tanto espiritual como religioso desde una edad que podríamos decir precoz. Mis diálogos con Dios (hasta ahora más bien monólogos, porque Dios no es tan verbal como yo) eran constantes y si veía una araña le hacía una oración por intercesión de San Jorge bendito (que según la oración amarraba a los animalitos para que no nos picaran ni a mí ni a mis hermanitos), si iba a hacer alguna actividad de riesgo invocaba al ángel de la guarda (que, la verdad, era mi dulce compañía y no me desamparaba ni de noche ni día) y antes de acostarme siempre me recordaba a mí mismo que con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la gracia de Dios y del Espíritu Santo (la repetición cacofónica en ese tiempo me resultaba una estética rima, además de que es por todos sabido que el Espíritu Santo viene en la forma de palomita buena onda y es muy tranquilizante para dormir sin preocupaciones.
Pero, insisto, también era una persona (personita, persona en ciernes) muy religiosa, profundamente adherido a la fe católica, apostólica y romana (aunque, debo confesar, sí me daba como envidia infantil que el papa hubiera escogido Roma como residencia, en vez de alguna ciudad de Sonora, digo, ¿qué le pide el desierto al Mediterráneo? Claro, cuando pasó el tiempo las razones históricas me parecieron una razón muy poderosa para la elección romana). Los ritos y celebraciones religiosas no sólo no me daban pereza, como les suele ocurrir a niños y adultos, sino que los gozaba ampliamente. Tan era así que cuando oía sonar esas campanas de la iglesia de Huásabas me emocionaba y quería salir corriendo a no importa qué rezo.
Mi mamá contaba, con cierto orgullo me parece, que una vez recalé (un huasabeño que se precie de serlo no puede prescindir jamás de este jocoso verbo) a la reunión de las celadoras. Sobra decir que no tenía yo, a mi brevísima edad, vela en ese entierro. Las celadoras eran señoras, adultas, serias, responsables, que estaban comprometidas con velar al Santísimo una vez por mes y tenían un calendario bien definido para saber qué día le tocaba a cada una. Yo era un mocoso (literalmente) de cuatro años de edad o menos (y del sexo masculino) que sólo tenía un celo fuertísimo por las actividades religiosas de mi comunidad, pero que por más voluntarioso (metiche) que fuera no podía participar en todas. Es decir, las celadoras tenían su reunión para discutir temas relativos a su oficio y yo no era celadora (ni tenía la edad ni el sexo requeridos para serlo). No importaba, me quedé durante toda la reunión sentado en esas largas bancas de madera, a la sombra de aquellos cipreses que estaban al lado de la vieja casa cural hasta que una celadora caritativa me llevó de regreso a mi casa.
Ese es uno de los recuerdos que no tengo completos, pero que fui construyendo cuando mi mamá me lo platicaba (ella tampoco era celadora, sino legionaria, cantora y madre de siete hijos, por lo que seguramente a ella también se lo platicó quien me fue a llevar de regreso a mi hogar). Tampoco recuerdo cuando otra vez me salí de la casa y me estuvieron buscando un buen rato. Seguramente habrán temido mis padres que me hubiera ido rumbo al río o las milpas, donde los peligros no eran pocos y el ángel de la guarda tampoco hace milagros, su oficio tiene los límites que el sentido común impone. Pues no, no me fui a las milpas ni al río, sino a la iglesia. porque escuché las campanadas con la que en Huásabas se marcaban algunas horas del día y pensé que era hora de ir a misa. Y ahí, recostado en una banca, ante la ausencia de gente y de liturgia alguna, me dormí una buena siesta eclesiástica. En algún momento la celadora, que era la única habitante de la iglesia en las horas de tedio en las que a mí me daba por dormir siestas eclesiásticas, me encontró y dio aviso a mis padres. El otro día me recordaron que por ese episodio mi tía Lola le dijo a mi mamá: - "Ya ve, comadre, es como el niño perdido y hallado en el templo". Rafaelito se sintó especial, no a cualquiera lo comparaban con Chísus Craist.
En otro tiempo y en otro contexto, Ernest Hemingway se preguntó ¿Por quién doblan las campanas? Yo a los cuatro años ni me lo cuestionaba, si las campanas de Huásabas doblaban era porque reclamaban mi presencia en la iglesia, sea para asuntos celatorios que no entendía o para dormirme una jetita.