Ayer terminé de leer un libro. ¿Y eso a mí qué me importa? se podrá preguntar legítimamente el lector de este blog. Legítima pregunta sería, claro, pero un poco absurda para quien tenga mayores antecedentes, porque este blog no hace sino reproducir el egocentrismo que caracteriza a su autor y el interés ajeno nunca ha sido su preocupación central. Si bien eventualmente realizo ciertos intentos de empatía con los receptores de mis letras (mis metáforas son cada vez de menor calidad, lo lamento, quise decir con mis potenciales lectores), mi escritura siempre se ha caracterizado por una motivación más bien egoísta. Escribo para no pagar terapia psicológica. Escribir es más barato y, seamos honestos, si no funciona para calmar los demonios internos por lo menos no hace uno el ridículo sudando las posaderas en un diván (porque, respetuoso del cliché correspondiente, si yo alguna vez voy a terapia reclamaré un diván sobre el cual recostarme para hablar de mis traumas, que no es tarea que deba hacerse en la incomodidad de una silla cualquiera).
Decía que terminé de leer un libro de Alfonso Mateo-Sagasta que se llama Ladrones de tinta (el libro, no Mateo-Sagasta). Es una novela-no-tan-histórica sobre lo que rimbombantemente llamamos el siglo de oro de las letras hispánicas (siglos XVI y XVII). El primer efecto que el libro provocó en mí es dejar de considerar rimbombante el siglo de oro y ésta no es una posición literaria porque yo de eso sé muy poco. Me refiero a que el libro es muy explícito en detalles como la manera en la que se usaban bacines y cómo se derramaban todos los fluidos (y otros desechos sólidos) en las calles de Madrid y de Toledo, para mayor regocijo de los cerdos que en ese entonces pobablaban sus calles. O la manera en la que curaban padecimientos tan poco dignos como hemorroides o problemas dentales. No, ahora cuando piense en el siglo de oro de las letras hispánicas difícilmente podré permanecer concentrado en los versos de Góngora, en el ingenio de Lope de Vega o en el maravilloso Don Quijote, sin que me invadan la mente los olores que debían de emanar de las ciudades de ese tiempo, tan privadas de alcantarillas, de Listerine o de papel higiénico. O a lo que olía la gente, que evitaba el baño diario para que no los fueran a tachar de musulmanes.
Dirán que soy un delicado y no pienso contradecirlos, porque yo no seré un hombre adelantado a mi tiempo, pero tampoco atrasado a él. Soy un vil integrante de la generación posterior a la X, que logró ver transiciones tecnológicas, pero que desde que nació dio por sentados otros avances como el uso del agua corriente, de los escusados y del baño diario sin que te tachen de hereje. Eso que en otro tiempo fue un avance de la humanidad para mí es irrenunciable y ni mis ganas de platicar con Cervantes me harían renunciar a esos privilegios de la vida moderna (más los que se le unen a la vida posmoderna).
Pero lo que más me gustó del libro, además del guión que es muy imaginativo (al menos para mí, que no soy muy exigente con la imaginación propia ni la ajena), es que el personaje se va paseando por la vida de tanto hombre célebre dejando una huella imperceptible, pero huella al fin, en la historia de las letras hispánicas. El papel del personaje central de la novela, don Isidoro Montemayor, es como el de la mayoría de la gente y por eso termina importando. Porque cuenta pero no tanto, o sea, algo influye pero no lo necesario para que la historia haga necesario preservar su memoria. Repito, como cualquiera de los integrantes de la no-tan-bochornosa gran mayoría. Por ejemplo, cuando don Isidoro acuña una anécdota graciosa que por inercia le atribuyen a Francisco de Quevedo y éste a sabiendas que no es suya se queda cómoda con que se la atribuyan. Es la famosa frase que anota junto a un aviso que un sacerdote dispone en un consetudinario meadero madrileño contiguo a una iglesia "No se orina donde está una cruz", y a la que responde con un ingenioso "Tampoco se pone una cruz donde se orina".
El guión como les decía es bueno, se trata de las investigacions que tiene que hacer el protagonista para descubrir quién es Alonso Fernández de Avellaneda, que es el pseudónimo con que se escribió un libro apócrifo de Don Quijote entre la primera y la segunda parte de la más célebre obra de Cervantes (y de la lengua española, dicho sin exagerar). Si hasta aquí no logré decir nada que les interesara, les recomiendo que dejen de leer ociosos blogs como el mío y acudan directamente a lo que se escribió en el siglo de oro, que por algo mereció tan bonito nombre a pesar de sus escatológicos olores.
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