Cuando peor me caigo, cuando más me detesto es cuando me pongo a reflexionar sobre mi vida y esas cosas. Pero juro por Dios que no lo puedo evitar. Yo: un fiel amante de lo irreflexivo, de la frugalidad, adorador de lo superficial y lo vano, caigo de vez en vez en las nefastas redes mentales de la introsprección. Y encuentro laberintos que no hubiera tenido que escudriñar (siempre para saber que no hay manera de salir de ellos) y vuelvo a caer en cuenta de lo desagradable de la misión.
Así que, por enésima vez, he decidido que lo mío es el folclore, lo tropical, la vida tranquila de la hamaca refrescada por la sombra de la palmera. Eso del autoconocimiento y todas sus complicaciones caen en suelo estéril conmigo. Reservo esas actividades para los psiquiatras y esa palabra me hace pensar en nosocomios grises y húmedos, a camisas de fuerza y colchones en la pared para evitar cualquier riesgo de lastimar tu exterior por razones irresolutas de tu interior. La fiesta y los placeres debería ser fines en sí mismos para poder desatribular las almas atribuladas. Vivir el día con intensidad y todas las demás frases cursis de revista de veinteañera deberían ser los proverbios fundamentales de una vida relajada... y perfecta.
Y justo cuando me estoy autoconvenciendo de todo lo anterior, el Pepe Grillo de la conciencia me susurra al oído algo como: "inocente palomita... como si pudieras decidir algo así". Y, entonces, pongo cara de interrogación, muevo los ojos de un lado para otro y me resigno por los próximos meses a seguir siendo como soy, un poco compulsivo, un mucho obsesivo, poseedor de un intestino grueso que es receptáculo de mi estrés... en fin, un Rafa muy parecido al que ha sido siempre.
viernes, marzo 23, 2007
viernes, marzo 09, 2007
Good bye NY!!!
Tengo en el tintero de mi revoltosa imaginación una buena cantidad de cosas que quiero compartir en el blog, esperando un momento de inspiración que no me parece que llegará pronto. Así que con todo y sin inspiración tendré que lanzarme a relatar en lacónicas palabras y expresiones lo que yo quisiera que fluyera como fluyen los delirios en las largas noches de insomnio (pocas, debo confesar porque los Barceló somos de bostezo fácil y de dura propensión a la siesta). Tratando de dar una continuidad cronológica a mis relatos, platicaré sobre mi último día en NY antes de volver a la ciudad que en su nombre lleva su propia descripción: Hermosillo (aunque haya un elevado porcentaje que opine lo contrario).
Habiendo entregado mi último examen el viernes 17 de diciembre, si mal no recuerdo, en una mañana lluviosa neoyorquina, de ésas en las que el aroma de los cafés se hace más pronunciado y cuyo ambiente gris creaba un ambiente de despedida muy propicio para la nostalgia de la que soy tantas veces preso, decidí darle la última oportunidad a Nueva York para que me siguiera fascinando. Así, después de cerciorarme de que el examen había llegado a manos del maestro fui a despedirme de él a su cubículo, pues así me lo había solicitado unos días antes. No sé que pasó por mi mente o cómo se desenvolvieron las cosas que terminé diciéndole al respetable académico el apodo del pueblo donde había nacido su madre (pueblo que también está en Sonora, de nombre Empalme) y que desafortunadamente salió a colación, pues su sobrenombre incluye senda palabra grosera sonorense cuyo significado, para mi desgracia, el profesor conocía perfectamente. Después de tan abominable embarazo, salí liberado de las cargas escolares a conocer los lugares que tenía en la lista de infaltables y que no había aún conocido. Primero, me fui a un museo de arte medieval que es parte del Met (Metropolitan Museum of Art) y que se llama The Cloisters, o los claustros. Fue una maravillosa sorpresa y pensar que estuve a punto de irme sin conocerlo me causaba fuerte desasosiego. Está en la punta norte de la isla de Manhattan y lo construyeron como un castillo medieval con partes auténticas de claustros europeos de la edad media, traídas piedra por piedra y vueltas a ensamblar en Estados Unidos. Con todo y la idea de saqueo que esto sugiere, Los Claustros son hermosos. Tienen una colección impresionante de arte religioso y secular de la Edad Media, que incluye una magnífica serie de enormes tapetes que narran la historia del Unicornio, uno de los seres mitológicos que más me gustaría que existieran, por cierto.
Después de ahí, tomé un autobús para volver a Columbia y comer con unos amigos, en un restaurante coreano para seguir con la exoticidad, aunque no supiéramos ni qué significaban las opciones del menú. Al final, todo sabía bien y el estómago no reclamó, así que también considero esa comida todo un éxito. Para proseguir con mi día de despedida me fui a Times Square a comprar algunas chucherías porque todavía no tenía completa mi lista de souvenirs. Y además de los buenos precios y la gran variedad de chácharas que hay por ahí, también tenía que volver al célebre punto de encuentro neoyorquino, si quería despedirme como Dios manda. Realizadas mis triviales compras, me apresuré para que me alcanzara la escasa luz del día de los inviernos del norte para llegar a un barrio que se llama Alphabet City (Ciudad del Alfabeto, porque las calles tienen nombre de letras), que es un barrio muy étnico del downtown, con mucho espíritu de comunidad que se reflejan en los jardines compartidos que se encuentran alternativamente entre edificios y que son como pequeños parques que los vecinos arreglan con algunos motivos muy originales. Toda una experiencia de vida, como tantas otras que había acumulado al recorrer otros barrios que ofrecen características tan diversas. Y ya que andaba tan al sur de Manhattan, aproveché para despedirme de Soho y hacer alguna compra que mi modesto presupuesto de becario permitiera. Ya lo he confesado varias veces: adoro los estereotipos y la frivolidad caricaturesca de Soho ha de ser contemplada porque resume bastante bien el esnobismo de las clases medias occidentales (con gran interés de incorporarse de algunos grupos orientales). Caminar cargando bolsas de papel de alguna tienda de moda por esas aceras tan llenas de gente, repletas de caras de ambigua satisfacción causadas por el consumismo cliché y buenas cantidades de Lancôme (que también incluye línea para hombres), es toda una experiencia turística y social. Asomarte a los cafés o a los bares y calcular si “perteneces” a ellos o si te verías como una severa anomalía del sistema puede, incluso, ser divertido aunque también devastador para lo egos, pero si estás dispuesto a pedirle a American Express que te preste lo que no tienes, no hay mayor problema. En este mundo todo se compra y si es en Dean & DeLuca seguro sabrá fabuloso.
En fin, agotada la experiencia Soho tomé unos momentos para cenarme un nutritivo y calórico Subway y seguí la ruta para terminar en una fiesta de despedida de semestre, que se me acomodaba perfecto para despedirme for good de varios conocidos a los que me unían afectos seminales. Fue genial, ochenta personas apretadas en unos veinte metros cuadrados, con nacionalidades tan diversas como las de cualquier Asamblea General de Naciones Unidas. Todos tratando de sacarle las últimas gotas de sangría a una cubeta de plástico amarilla en donde varios litros de vino de dudosa calidad habían sido revueltos con cítricos, que dudo hayan sido previamente lavados. Pero qué importa si el alcohol lo mata todo, hasta he oído que lo usan para desinfectar así que seguramente no había nada de qué preocuparse. Fue una de esas fiestas que de verdad cierran con broche de oro, llena de conversaciones que difícilmente podré olvidar. Decenas de rostros recién aliviados de la carga académica pensando en volver a sus hogares que se encontraban en tantos rincones del planeta, tratando de comunicarse ya con voz aguardientosa y acentos cada vez más pronunciados creaban un verdadero Babel contemporáneo y destilaban al mismo tiempo felicidad y frustraciones, como se destilan en todas las fiestas, en cualquier reunión. Aquello terminó para mí a las cinco de la mañana, horas a las que zigzagueaba por las banquetas del Upper West Side tratando infructuosamente de mantener un paso recto para no delatar mi condición etílica a los varios vagabundos que a esas insospechadas horas pululaban en cada esquina. A las nueve tenía un desayuno al que pude llegar (diez minutos tarde) sólo porque mi papá me marcó al celular, ya que la alarma había sonado por minutos y mis oídos se negaron a escucharla. Pues todavía mareado por el bacanal de horas antes desayuné, terminé de empacar como Dios me dio a entender y no fue hasta después de llegar al aeropuerto que sentí que la borrachera se había pasado. Tomé un pequeñísimo avión a Indianápolis y después de lo que me pareció un parpadeo (la resaca y la desvelada me producen un sueño más que profundo, más bien cercano al desmayo) llegué al Midwest norteamericano, extrañado de llegar a una ciudad que representa todo lo que NY no es: una ciudad de blancos, homogénea, tranquila, pequeña, horizontal. Antes de recuperarme de la impresión del abrupto cambio entre las dos ciudades pude ver el amigable rostro de otro hermosillense, Marcos, a quien acompañaría durante los siguientes tres días por un road trip de 3500 km. que espero pronto comentar, porque fue una cosa digna de mención.
Habiendo entregado mi último examen el viernes 17 de diciembre, si mal no recuerdo, en una mañana lluviosa neoyorquina, de ésas en las que el aroma de los cafés se hace más pronunciado y cuyo ambiente gris creaba un ambiente de despedida muy propicio para la nostalgia de la que soy tantas veces preso, decidí darle la última oportunidad a Nueva York para que me siguiera fascinando. Así, después de cerciorarme de que el examen había llegado a manos del maestro fui a despedirme de él a su cubículo, pues así me lo había solicitado unos días antes. No sé que pasó por mi mente o cómo se desenvolvieron las cosas que terminé diciéndole al respetable académico el apodo del pueblo donde había nacido su madre (pueblo que también está en Sonora, de nombre Empalme) y que desafortunadamente salió a colación, pues su sobrenombre incluye senda palabra grosera sonorense cuyo significado, para mi desgracia, el profesor conocía perfectamente. Después de tan abominable embarazo, salí liberado de las cargas escolares a conocer los lugares que tenía en la lista de infaltables y que no había aún conocido. Primero, me fui a un museo de arte medieval que es parte del Met (Metropolitan Museum of Art) y que se llama The Cloisters, o los claustros. Fue una maravillosa sorpresa y pensar que estuve a punto de irme sin conocerlo me causaba fuerte desasosiego. Está en la punta norte de la isla de Manhattan y lo construyeron como un castillo medieval con partes auténticas de claustros europeos de la edad media, traídas piedra por piedra y vueltas a ensamblar en Estados Unidos. Con todo y la idea de saqueo que esto sugiere, Los Claustros son hermosos. Tienen una colección impresionante de arte religioso y secular de la Edad Media, que incluye una magnífica serie de enormes tapetes que narran la historia del Unicornio, uno de los seres mitológicos que más me gustaría que existieran, por cierto.
Después de ahí, tomé un autobús para volver a Columbia y comer con unos amigos, en un restaurante coreano para seguir con la exoticidad, aunque no supiéramos ni qué significaban las opciones del menú. Al final, todo sabía bien y el estómago no reclamó, así que también considero esa comida todo un éxito. Para proseguir con mi día de despedida me fui a Times Square a comprar algunas chucherías porque todavía no tenía completa mi lista de souvenirs. Y además de los buenos precios y la gran variedad de chácharas que hay por ahí, también tenía que volver al célebre punto de encuentro neoyorquino, si quería despedirme como Dios manda. Realizadas mis triviales compras, me apresuré para que me alcanzara la escasa luz del día de los inviernos del norte para llegar a un barrio que se llama Alphabet City (Ciudad del Alfabeto, porque las calles tienen nombre de letras), que es un barrio muy étnico del downtown, con mucho espíritu de comunidad que se reflejan en los jardines compartidos que se encuentran alternativamente entre edificios y que son como pequeños parques que los vecinos arreglan con algunos motivos muy originales. Toda una experiencia de vida, como tantas otras que había acumulado al recorrer otros barrios que ofrecen características tan diversas. Y ya que andaba tan al sur de Manhattan, aproveché para despedirme de Soho y hacer alguna compra que mi modesto presupuesto de becario permitiera. Ya lo he confesado varias veces: adoro los estereotipos y la frivolidad caricaturesca de Soho ha de ser contemplada porque resume bastante bien el esnobismo de las clases medias occidentales (con gran interés de incorporarse de algunos grupos orientales). Caminar cargando bolsas de papel de alguna tienda de moda por esas aceras tan llenas de gente, repletas de caras de ambigua satisfacción causadas por el consumismo cliché y buenas cantidades de Lancôme (que también incluye línea para hombres), es toda una experiencia turística y social. Asomarte a los cafés o a los bares y calcular si “perteneces” a ellos o si te verías como una severa anomalía del sistema puede, incluso, ser divertido aunque también devastador para lo egos, pero si estás dispuesto a pedirle a American Express que te preste lo que no tienes, no hay mayor problema. En este mundo todo se compra y si es en Dean & DeLuca seguro sabrá fabuloso.
En fin, agotada la experiencia Soho tomé unos momentos para cenarme un nutritivo y calórico Subway y seguí la ruta para terminar en una fiesta de despedida de semestre, que se me acomodaba perfecto para despedirme for good de varios conocidos a los que me unían afectos seminales. Fue genial, ochenta personas apretadas en unos veinte metros cuadrados, con nacionalidades tan diversas como las de cualquier Asamblea General de Naciones Unidas. Todos tratando de sacarle las últimas gotas de sangría a una cubeta de plástico amarilla en donde varios litros de vino de dudosa calidad habían sido revueltos con cítricos, que dudo hayan sido previamente lavados. Pero qué importa si el alcohol lo mata todo, hasta he oído que lo usan para desinfectar así que seguramente no había nada de qué preocuparse. Fue una de esas fiestas que de verdad cierran con broche de oro, llena de conversaciones que difícilmente podré olvidar. Decenas de rostros recién aliviados de la carga académica pensando en volver a sus hogares que se encontraban en tantos rincones del planeta, tratando de comunicarse ya con voz aguardientosa y acentos cada vez más pronunciados creaban un verdadero Babel contemporáneo y destilaban al mismo tiempo felicidad y frustraciones, como se destilan en todas las fiestas, en cualquier reunión. Aquello terminó para mí a las cinco de la mañana, horas a las que zigzagueaba por las banquetas del Upper West Side tratando infructuosamente de mantener un paso recto para no delatar mi condición etílica a los varios vagabundos que a esas insospechadas horas pululaban en cada esquina. A las nueve tenía un desayuno al que pude llegar (diez minutos tarde) sólo porque mi papá me marcó al celular, ya que la alarma había sonado por minutos y mis oídos se negaron a escucharla. Pues todavía mareado por el bacanal de horas antes desayuné, terminé de empacar como Dios me dio a entender y no fue hasta después de llegar al aeropuerto que sentí que la borrachera se había pasado. Tomé un pequeñísimo avión a Indianápolis y después de lo que me pareció un parpadeo (la resaca y la desvelada me producen un sueño más que profundo, más bien cercano al desmayo) llegué al Midwest norteamericano, extrañado de llegar a una ciudad que representa todo lo que NY no es: una ciudad de blancos, homogénea, tranquila, pequeña, horizontal. Antes de recuperarme de la impresión del abrupto cambio entre las dos ciudades pude ver el amigable rostro de otro hermosillense, Marcos, a quien acompañaría durante los siguientes tres días por un road trip de 3500 km. que espero pronto comentar, porque fue una cosa digna de mención.
domingo, marzo 04, 2007
Perduto
Mi última desaparición del mundo del blog se debió a dos razones. Las dos tienen que ver con que me perdí en junglas, cuyas lianas y arenas movedizas no me permitían salir a ver la luz de este paradisíaco lugar utópico que es mi blog. Paradisíaco porque es mi único espacio de sensibilidad artística y una fuente pura de plenitud intelectual (que no requiere rigor ni cientificidad, que no tiene asesor de tesis, que no admite críticas metodológicas y las miradas de desaprobación casi nunca llegan a ser conocidas por mi corazón ni por me cerebro). Utópico, porque en realidad no existe. Ni su espacio ni su tiempo me son claros y disfruto de ignorar sus detalles técnicos.
La primera jungla que me había atrapado fue la de mi propia vida. La de la rutina y las extrañas prioridades que no quiero cuestionar porque me complica mucho la vida hacerlo. La jungla de la inercia vital y de tus propias motivaciones, que algunos dicen son el terrible canto de las sirenas que te atrapa para sacarte de tu camino, para distraerte de tu Odisea personal, como a Ulises rumbo a Ítaca. Por lo pronto, me ciño a mi sentido del deber y procuro no mortificarme en saber si pensar todo el día y todos los días obsesiva e ineficientemente en mi tesis me distrae del verdadero sendero de la felicidad. Sería muy difícil de manejar... y yo y el existencialismo nunca hemos sido tan íntimos amigos. Por eso el blog casi siempre debe esperar cuando la nube negra de los plazos para entregar mis alcances me amenazan con singular pedantería.
La otra jungla es más vulgar pero también más odiosa prima facie. Se llama problemas técnicos con Internet y tiene dos vertientes que me detuvieron las pasadas semanas de abonar alguna entrada a mi santuario de ceros y unos en el espacio sideral, aunque fuera algo trivial porque las trivialidades son mi especialidad. El primer problema fue la conectividad con esta red que, aunque cara, no quiere llegar hasta mi recámara, así que debo robar un espacio en la habitación de mi colocatario para poder acceder a la quezque "súper carretera de la información" que en nuestro caso no llega ni a camino de terracería por su lentitud y propensión a botar(se). Segundo problema: la insoportable necedad de Blogger que, a todo trance, terminó obligándome a trasladar mi blog a la nueva versión con ventajas tan ambiguas como sosas, pero que no me dejaba bloguear hasta que hiciera el dichoso traslado que, ya sea debido a mi estupidez informática o a la falta de empatía de los diseñadores del sitio con los usuarios estupidillos, de técnica débil y propensión a confundirse, duré varios días sin lograr completar el trámite y por tanto negada mi oportunidad de escribir alguna entrada que desahogara alguna de mis alegrías, tristezas u obsesiones o, al menos, que me permitiera desahogarme del estreñimiento intelectual que me ha impedido escribir lo que no tengo opción de no escribir.
Saludos, pues, a todos los que por gusto, por obligación o por azar lleguen a leer las líneas que finalmente pude escribir.
La primera jungla que me había atrapado fue la de mi propia vida. La de la rutina y las extrañas prioridades que no quiero cuestionar porque me complica mucho la vida hacerlo. La jungla de la inercia vital y de tus propias motivaciones, que algunos dicen son el terrible canto de las sirenas que te atrapa para sacarte de tu camino, para distraerte de tu Odisea personal, como a Ulises rumbo a Ítaca. Por lo pronto, me ciño a mi sentido del deber y procuro no mortificarme en saber si pensar todo el día y todos los días obsesiva e ineficientemente en mi tesis me distrae del verdadero sendero de la felicidad. Sería muy difícil de manejar... y yo y el existencialismo nunca hemos sido tan íntimos amigos. Por eso el blog casi siempre debe esperar cuando la nube negra de los plazos para entregar mis alcances me amenazan con singular pedantería.
La otra jungla es más vulgar pero también más odiosa prima facie. Se llama problemas técnicos con Internet y tiene dos vertientes que me detuvieron las pasadas semanas de abonar alguna entrada a mi santuario de ceros y unos en el espacio sideral, aunque fuera algo trivial porque las trivialidades son mi especialidad. El primer problema fue la conectividad con esta red que, aunque cara, no quiere llegar hasta mi recámara, así que debo robar un espacio en la habitación de mi colocatario para poder acceder a la quezque "súper carretera de la información" que en nuestro caso no llega ni a camino de terracería por su lentitud y propensión a botar(se). Segundo problema: la insoportable necedad de Blogger que, a todo trance, terminó obligándome a trasladar mi blog a la nueva versión con ventajas tan ambiguas como sosas, pero que no me dejaba bloguear hasta que hiciera el dichoso traslado que, ya sea debido a mi estupidez informática o a la falta de empatía de los diseñadores del sitio con los usuarios estupidillos, de técnica débil y propensión a confundirse, duré varios días sin lograr completar el trámite y por tanto negada mi oportunidad de escribir alguna entrada que desahogara alguna de mis alegrías, tristezas u obsesiones o, al menos, que me permitiera desahogarme del estreñimiento intelectual que me ha impedido escribir lo que no tengo opción de no escribir.
Saludos, pues, a todos los que por gusto, por obligación o por azar lleguen a leer las líneas que finalmente pude escribir.
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