Dicen que las comparaciones son odiosas, pero no
aclaran que lo son únicamente cuando uno sale perdiendo. Justas tal vez no lo sean,
porque suelen pasar por alto las diferentes condiciones de los objetos o
sujetos comparados, pero ya sabemos que la vida es bella pero no justa.
Sí, la vida es bella pero no es justa, aunque con justificada razón nos
neguemos a admitirlo.
Luego de mi no solicitado preludio -a veces más
largo, a veces más aburrido-, pretendo entrar en materia y hacer este ejercicio
tan repudiable de comparar. Pero lo haré sin que nadie salga
perdiendo, pues me compararé yo mismo en dos tiempos diferentes. Nadie debería negar que si el yo actual sale
perdiendo es igualmente malo para mí que si sale perdiendo el yo pasado, o sea,
que compenso la pérdida y quedo en ceros. Habrá, claro, quienes piensen que
sería una situación más deseable que gane el presente porque hayan ocurrido los
cambios necesarios para que todo vaya siendo mejor cada vez. Pues estaría en
contra de ese argumento por una sencilla razón: cada vez que he vivido algo,
ése ha sido mi presente, el único tiempo verbal en el que ocurren las cosas que
importan. Así que mi yo pasado es tan importante como mi yo presente, porque también fue mi presente, y mi yo
futuro será importante únicamente cuando se convierta, momentáneamente, en mi
yo presente, antes de desvanecerse irremediablemente para convertirse también
en yo pasado. En el “yo del archivo”, al que se recurre sólo a veces, ese yo
que sólo cobra una importancia marginal cuando lo llamamos “recuerdo”; y que va
perdiendo los colores, poniéndose sepia, cuando no del todo amarillento,
borroso, e inclusive desapareciendo del todo.
Mi yo pasado, el de la infancia, contra mi yo
presente, el de los 33 años; el que tiene la edad que tenía Cristo cuando murió
y al que con razón ya podríamos pedirle madurez, dado que a esa misma edad
Cristo ya había fundado una religión, que luego se hizo muchas (diferencias teologales al respecto no pienso
discutirlas, un tema más de los muchos que me rebasa).
Pues aquí vamos con una lista de diez comparaciones y
un bonus, con la anticipada disculpa por hablar de la primera persona en
tercera persona:
1. El yo de antes pensaba que todo se podía, el yo
presente se ha hecho realista y añora mucho al iluso que fue.
2. El yo de antes tenía la piel blanca y sin pecas,
el de ahora (no se lo digan a nadie) tiene manchas del sol y hasta unas
(tenues) arruguitas, para no hablar de una cantidad nada despreciable de vello.
3. El yo pasado tenía miedos que el yo de hoy ya no
tiene. El de hoy teme cosas que al de antes le hubieran parecido (y con razón)
absurdas.
4. El yo de hoy puede ser muy cínico, tener humor
negro, llegar a ser escéptico, pero cree mucho en su yo pasado, no se burlaría
de lo que fue y lo respeta con seriedad. Con una excepción, el yo de hoy nunca
usaría los pantalones blancos y la camisa verde perico que alguna vez a sus
doce años pensó que se veían bien.
5. El yo pasado era muy pudoroso, no soportaba
cambiarse de ropa frente a otra gente, aunque fueran niños de su edad, el
actual puede hasta rayar en lo exhibicionista.
6. El yo de antes podía tener muy mal gusto y se daba
ese lujo; el yo de hoy sigue teniendo mal gusto, sólo que ahora lo adorna
llamándolo “placeres culposos”.
7. El yo infantil quería saber absolutamente todo, no
había nada que no le interesara; ahora no, no todo, se ha vuelto un yo sensato,
que cataloga las cosas por la prioridad que arbitrariamente le da a las cosas.
9. El yo de antes era pésimo en los deportes:
educación física era la nota que ensuciaba sus calificaciones. El yo de hoy
sigue siendo pésimo y da gracias a Dios que en su vida ya no existe educación
física.
10. Antes yo no podía dormir siesta, me parecía una
pérdida de tiempo. Ahora, quisiera tener tiempo para considerar si me gustaría
dormir siesta.
Bonus: El yo niño, el yo adolescente, vivió muy feliz
sintiéndose siempre protegido bajo el cobijo de su familia, en un mundo que era
más simple o así lo parecía, donde tenía la sensación de casi abarcarlo todo.
El de hoy vive en un mundo más grande, que le fascina, abrazando su complejidad
con la poca serenidad que le permite su carácter nervioso. Se deja llevar en
ese mundo grande como si estuviera flotando boca arriba en un lago sereno,
viendo fijamente la luna. Recuerda con cariño sus yo anteriores, reconociéndose
perfectamente en ellos.