Hoy se anunció que en México habrá una reforma a las telecomunicaciones de gran calado. El tema que voy a explorar no tiene nada que ver con ese tema, pero a la vez sí. Ok, ya empecé mal: haciendo oraciones con contradicciones lógicas evidentes.
Me explico. Debo empezar hablando de la reforma a las telecomunicaciones en México, primero, porque el tema me da mucho gusto y, segundo, porque es una bonita costumbre tratar de ligar el presente con el pasado (es que resulta que los dos tienen mucho que ver y están cronológicamente relacionados).
Para los que no se hayan enterado de la reforma, la idea es que las principales fuerzas políticas del país finalmente se pusieron de acuerdo para hacer lo que hace décadas debieron haber hecho: terminar con los monopolios en televisión, telefonía y radio. Para empezar habrá dos canales nuevos de televisión abierta y no podrán participar las dos cadenas que han acaparado la cobertura mediática y la producción de contenidos en México. Para ponerle nombre y apellido, Televisa y TvAzteca no podrán concursar por los dos nuevos canales abiertos, con lo que tendrán que enfrentar a un nuevo competidor, el cual, además, podría ser extranjero. Cosa nueva para ellos. También se intentará frenar el monopolio funcional del hombre más rico del mundo, el señor Carlos Slim, cuya inmensa fortuna en buena parte se hizo en demérito de la economía de los mexicanos que nos gusta tener teléfono o celular (o sea, casi todos).
Con esto paso al tema central, el que está (sin estarlo) tan íntimamente relacionado con la reforma. Como ya le he dado muchas vueltas al asunto, lo diré así tal cual es: yo de pequeño era un gran aficionado a las telenovelas (mea culpa). Tan aficionado era que no les llamaba telenovelas, les llamaba novelas (mea culpa). Por supuesto y como conviene a una familia de principios conservadores, mis papás me lo tenían prohibido. Eran de contenido maligno y no aptas para menores de edad. El problema es que a mí me parecían interesantísimas y mi rebeldía infantil no tenía muchas formas de encauzarse que desobedecer ese mandamiento paterno en particular (es que era un primor de pequeñuelo).
No era solo que viera las telenovelas por rebeldía, lo hacía porque me interesaba la historia, el qué-va-a-pasar-mañana. A partir de aquí les llamaré sólo novelas, porque en ese tiempo eran las únicas que conocía. Tuve muy fácil encontrar la manera de verlas sin que se enteraran mis papás: las ventajas de que tu abuela, con la misma adicción televisiva que la tuya, viva en la casa de al lado. Eso sí, tenía que escoger con qué novelas encariñarme, si acaso dos, porque no podía ausentarme toda la tarde.
Mis argucias llegaron a tal extremo que tuve que acostumbrarme a sentarme en el suelo, justo a los pies de mi nana ("abuela" en términos sonorenses), a medio metro de la pantalla de la televisión. Es que de mi casa se podía espiar a su habitación, santuario de mis tardes novelescas, por un tema de ventanas mal colocadas para procurar la intimidad de niños que querían esconderse de la vigilancia paterna. Entonces mi obstáculo visual era el sillón y mi nana misma, que con cara de admiración gozaba las tragicómicas historias de algún Agustín Alejandro Valverde de Villafranca y Espinosa de los Monteros. O los desamores de alguna infortunada María Guadalupe, que era pobre y se hizo rica, pero luego la dejó el novio rico pero se quedó con la herencia de una sufrida mujer, quien era su madre biológica pero que le habían quitado el bebé de sus brazos porque era de un mugroso peón y no un Valverde de Villafranca y Espinosa de los Monteros, como hay que ser. O las maléficas estrategias de las villanas que, además de bien guapotas, eran muy insidiosas y eso hacía que mi nana dijera cosas como "ahí viene esa culebra".
No pocas veces me capturaron en la desobediencia. Una de ellas fue porque llegué a la casa cantando la canción-tema de la novela de moda, justo a la hora en que acababa. Era una de esas canciones pegajosas y, además, yo para mentir nunca he sido bueno. Había un castigo para la infracción, por supuesto, pero ninguno lo suficientemente severo como para hacerme desistir del siguiente capítulo, cuando la intriga había llegado a su punto máximo. Mucho menos si el siguiente capítulo era hasta el lunes, que era cuando pasaban las cosas más interesantes, como descubrir que uno no era hijo del que toda la vida había creído, sino de otro que nunca te lo hubieras imaginado. Lo cual era muy problemático en ese universo, porque uno siempre terminaba arbitraria e incestuosamente enamorado de su hermano o de su hermana y pasaban meses hasta descubrir que, tampoco era para tanto, la hermana-hermano tampoco eran hijos de quien uno creía, sino de alguien más (normalmente personal de la limpieza que, según las novelas, son gente muy fértil).
Luego de muchos incumplimientos a mi regla de no ver esas cosas donde hablan de divorcios e infidelidades maritales (¡Ave María purísima!) terminé ganándome el apodo de "Viejito novelero", por mi senilidad en gustos a pesar de andar entre siete y ocho años de edad. Pero yo aprendí muchas cosas con eso que ahora podríamos calificar de "placer culposo". Supe que para ser malo, muy malo, hay que ponerse un parche en el ojo como Catalina Creel; que si vas a discutir acaloradamente con alguien nunca lo hagas cerca de una escalera porque seguro terminas en estado de coma y con pérdida de la memoria (sobre todo si eres bueno); que si tu familia cae en bancarrota, sobrevendrán una serie de problemas en tu vida que seguramente harán que termines casándote con quien no quieres (sobre todo si eres bonita). En fin, yo con las novelas aprendí de la vida, de las pasiones humanas desbordadas y obtuve un amplio bagaje del atentado visual que fue la moda de la farándula mexicana en la década de los años ochenta (sí y que prácticamente está de vuelta).
Las telenovelas de Televisa fueron parte mi entretenimiento infantil y, afortunadamente, luego vinieron otras cosas. Pero por demasiadas décadas para muchos mexicanos y latinoamericanos, nunca llegan otras cosas. Si acaso algún deporte, casi nunca la lectura. Las telenovelas han alimentado aspiraciones ridículas, adormilado la sed de nuevos contenidos culturales y desplazado toda posibilidad de pensamiento crítico. Sociológicamente han sostenido roles coloniales en los que hay que ser blancos para ser protagonistas y la "servidumbre" tiene que ser morenita. Muy buena gente, pero pobres. Se es rico o por nacimiento o por matrimonio (siempre y cuando seas radicalmente atractivo), el destino es más importante que el esfuerzo o que la voluntad. Obviamente, no todos los males sociales tienen su fuente en las telenovelas ni Televisa o TvAzteca son responsables de la totalidad de las desgracias de nuestra cultura. Sin embargo, la televisión es la principal fuente de información de la mayoría de la población, todavía en estas épocas de Internet. La responsabilidad social y cultural no asumida de los grandes medios monopólicos de comunicación, ha tenido sus graves consecuencias y se refleja en la escasez de nuevos contenidos. La reforma anunciada hoy debería, si ingresan actores más conscientes al sector televisivo, contribuir a darle a la población mejores opciones, más propuestas, dejar de repetir una y otra vez el guion que les funcionó. Eso cabe esperar, para que las telenovelas como las conocimos puedan ser algún día parte de nuestro pasado y no sigan siendo perpetuamente el presente de tantos millones de televidentes.
lunes, marzo 11, 2013
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