Aquella vez tomé un camino que no había tomado antes. De hecho, nunca había ido a Cananea aunque sentía que sí, porque desde pequeño había escuchado "La cárcel de Cananea" (que, según la canción, está situada en una mesa) y el nombre de la ciudad estaba en mis libros de Historia, en los capítulos que explicaban cómo había iniciado la Revolución Mexicana. Era raro encontrar en los libros de Historia referencias sobre Sonora, ajeno como estuvo mi estado al devenir de lo que pasaba en el resto de México. Cananea tenía, entonces, un lugar especial en mi vida pues era lo que parecía ligar el destino de Sonora con la historia del país.
Hacía frío, era invierno en la sierra de Sonora como era normal a finales de diciembre. No había tomado nunca una parte de ese camino y sí muchas veces la otra. Desde Huásabas hay que llegar a Mazocahui y al topar en ese pequeño pueblo si tomas a la izquierda llegas a Hermosillo y si lo haces a la derecha, rumbo al norte, pasas por todos los pueblos de la ribera del río Sonora. Mazocahui significa en lengua ópata algo así como 'cerro del venado', pero el cerro que hay ahí sólo un borracho en desvaríos podría verle forma de venado. Para mí Mazocahui había sido desde mi muy temprana infancia, una etapa en la ruta hacia Hermosillo donde nos bajábamos del carro a alguna desprovista tienda a comprar sodas y comida chatarra diversa o chiltepines, que parece ser el principal producto del lugar. Un lugar que me recordaba las náuseas que provoca una carretera tan plagada de curvas como la que va de Huásabas a la capital. Pero esa vez era algo más importante, ahí necesitaba empezar a improvisar, solo como iba, hasta llegar a Cananea. No parecía ser algo muy fácil, tampoco muy difícil.
Eran tiempos en los que casi nada me daba miedo, disfrutaba mucho la espontaneidad. De Huásabas me fui a la carretera a pedir "aventón" a Moctezuma. Ahí tomé un autobús a Mazocahui, donde como les decía, no estaba muy orientado (aunque sabía que yo venía del oriente y tenía que tomar al norte). Pregunté en una llantera a qué horas pasaría el siguiente camión que me llevara por la ruta del río Sonora, me dijeron que faltaban muchas horas. El río Sonora para los que no lo sepan, no es tanto un río cuanto un arroyo, corre normalmente con un hilo de agua que a veces se pierde en los arenales y vuelve a salir, siempre como un hilo, río abajo. Pero aún así fue el pretexto para que en su ribera se establecieran numerosos pueblos de nombres bonitos, antiguos caseríos ópatas, misiones jesuitas y luego pueblos de españoles que ya para entonces eran casi mexicanos (aunque no lo supieran): Baviácora, Aconchi, Huépac, Banámichi, San Felipe.
Como la paciencia nunca ha sido una de mis características definitorias, empecé a buscar nuevamente aventón hasta el siguiente pueblo, esperando que fuera algo un poco más divertido que Mazocahui donde el sonido del silencio era escandaloso. Así fue, una familia muy simpática muy pronto me subió a su carro y además de platicarle sobre mis planes para pasar año nuevo, les pedí su retroalimentación sobre la mejor manera de ir a Cananea. Si bien no lo tenían muy claro, su plática me orientó un poco sobre lo que debía hacer: en Baviácora debía esperar frente a la plaza el camión para ir a Arizpe. Baviácora ya tenía esa estructura de pueblo de la sierra de Sonora a la que estaba acostumbrado, que si bien no es ni remotamente carnavalesca o festiva, tiene su sobrio y escondido encanto. Caminé por las calles sin rumbo (como me gusta caminar) hasta que se hizo hora de que pasara el autobús a Arizpe, desde donde no tenía ni idea cómo iba a llegar a Cananea. Pero de eso se trataba en buena parte el viaje, luchar contra los elementos sin la menor planeación hasta llegar al destino.
Arizpe fue la capital de Sonora en tiempos inmemoriales. No que fuera ninguna capital imperial, pero sí conservaba la huella de haber sido la sede de los poderes, al menos. Desde ahí salió la expedición que llevó a la fundación de la ahora célebre ciudad de San Francisco, en la Alta California. Ahí tuve más tiempo de caminar y perderme por calles que recuerdo solitarias, asoleadas y ventosas, con frecuentes caserones de adobe que habían tenido buenas épocas y que aún las conservaban. La plaza principal de Arizpe tenía de original una torre de ladrillos con un reloj que tal vez no daba bien la hora, pero que era bastante lucidora. También llamaba la atención un conjunto de altísimas palmas que adornaban la plaza, cosa poco frecuente en la sierra. Un par de preguntas a los locales y me dijeron la hora en que un camión me llevaba hasta Cananea. Había que estar temprano porque esas fechas mucha gente viaja y no vendían boletos por anticipado (no es costumbre en los pueblos de Sonora, o no lo era entonces, al menos).
Llegué a Cananea, casi a la hora del atardecer. Había nevado hacía un par de días por lo que los cerros que circundan a la ciudad minera seguían recubiertos de blanco, había en las calles algunos pedazos de hielo y un viento frío que todo lo atravesaba me provocó una agradable sensación de desamparo. Sensación motivada sobre todo porque hasta ahí caí en cuenta de que ni siquiera llevaba el teléfono de Carlos, el amigo que nos había convocado. No eran tiempos en los que el celular fuera moneda corriente y, por lo menos yo, no tenía uno. Recordaba que su mamá trabajaba en una mueblería y recordaba el nombre. Pregunté por ella y una vez que caminé unas veinte cuadras llegué. La mamá ya no trabajaba ahí, pero pude conseguir el teléfono de Carlos. Llamé de un teléfono público (la gente usaba teléfonos públicos back then, ¡denunciable!). Al frío que calaba los huesos mientras esperaba a mi amigo, pude restar la sensación de desamparo: ya tenía con quién y dónde pasar el año nuevo.
Al día siguiente llegaron otros dos amigos: Ceci y Roberto. El grupo estaba completo, pudimos ir a ver la cárcel de Cananea viva y verdadera, aunque no pude ver por qué estaba situada en una mesa, mi geometría espacial no es tan buena, además de que todo Cananea es un subir y bajar todo el tiempo. Fuimos de paseo a un arroyo precioso, a un bosque de magníficos alisos que estaban botando sus últimas hojas, como corresponde a la temporada. Las demás anécdotas corresponden a sus usuarios. Extraño tener mucho frío, también viajar sin planes, sin la preocupación de demorarme, sin vergüenza de pedir un aventón a desconocidos. Tan desprendido de todo que no hace falta ni un número de teléfono para encontrar lo que voy a hacer, sabiendo que cuando todo ocurra, lo que sea que ocurra, valdrá la pena.
sábado, diciembre 22, 2012
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