Me he jurado varias veces promesas que no he podido cumplir: dejar de tomar coca cola, usar hilo dental con regularidad, ser una persona seria y formal. Entre esos compromisos auto-vinculantes, en los últimos meses me he propuesto repetidamente volver a escribir en el blog y, de cumplirlo, hacerlo bien. Me he fallado. Una y otra vez. Cada vez que lo he intentado, el primer párrafo me convence que debo dejar la tarea para después, para cuando tenga algo que contar, sobre todo para evitar la pena de leerme en mis peores momentos a quienes por alguna razón terminarían haciéndolo. Sin embargo, ese ejercicio de “procrastinación” (palabra que en español no existe, pero que podemos adoptar fácilmente por su genética latina), que consiste en dejar para después lo que podría hacerse ya, debe terminar.
A reserva de superar la maldición que me evita escribir con naturalidad para este maltrecho blog, voy a contarles a los hipotéticos lectores de éste dos cosas buenas que me han pasado. Son banales e inconexas, que quede claro, pero no todos tenemos una vida que te ofrezca a cada rato aventuras a lo Indiana Jones, guiones para tragedias griegas o emociones intensas como de film noir. ¡Qué va! La cotidianidad tiene entre sus características la falta de sobresaltos y eso para los escritores poco talentosos en la introspección –como yo, que ni siquiera soy escritor– es puro veneno.
La primera cosa que hay que contar, con un lamentable retraso, es que cumplí años. 31 años. Es un número de ésos que por más que uno le da vueltas no tiene nada de especial. No son los 15 años en los que a uno “se le presenta en sociedad” (creo que eso fue en otra vida, y debo de haber sido una chica de sociedad de la época porfiriana). No son los 18 en los que uno puede votar y ser botado (no es error ortográfico, lleva maña). Tampoco son los 21 en los que uno ya puede entrar a los bares en Las Vegas (esto puede ser un hito en la vida de ciertas personas, no hay que juzgar). Los 30, por ejemplo, tienen también su gracia, o los 33 para los que gustan de tener la edad de Cristo al morir (hay todo tipo de obsesiones raras). Pero que el número no tuviera nada de especial no significa que cumplir un año más de vida en este mundo de pandemias y enfermedades raras no sea un excelente pretexto para festejar.
Lo más rescatable de mi cumpleaños fue sentirme maravillosamente acompañado a pesar de estar lejos de mi familia y de muchos de mis mejores amigos. Sí, ya sé, qué cursi me estoy poniendo, pero la otra ventaja de los cumpleaños es que se puede dar uno ese tipo de licencias. Digo, el costo que representa avejentarse debe venir con alguna bendición para compensar la pérdida de juventud. Aunque suene cursi, hay que decirlo. He tenido la buena fortuna de encontrar amigos excelentes en estas latitudes centroamericanas y pude compartir con ellos un año más de vida celebrando con cochinita pibil y tortitas de mole poblano. Y margaritas, claro, que fueron las verdaderas reinas de esa noche de excesos y defectos (como son todas las noches que valen la pena).
La otra cosa que quiero contar –presumir– es que la semana pasada fui al concierto de una de mis cantantes favoritas, Lila Downs. Esta mexico-estadounidense tiene una voz como la de los ángeles, no qué digo ángeles: como la de las palomas que dicen cucurrucucú, como la de las cucarachas que ya no pueden caminar y como la de las lloronas que tienen enamorados que son como el chile verde: picantes pero sabrosos. Lila Downs es desconocida por muchos, pero muy amada por los que sí la conocemos, entre ellos los del Carnegie Hall en Nueva York donde se presenta por estas fechas. Tenerla en Costa Rica por segunda ocasión y haber podido asistir a ambos conciertos son de esas manifestaciones de la vida que lo hacen a uno pensar que ha sido afortunado.
Ir a un concierto en el que la piel se te ponga como a las gallinas (y no me refiero a las plumas) debería ser una obligación consigo mismo. Un disco compacto puede hacer lo mismo si el intérprete nos fascina, pero la experiencia de compartir con un público que se emociona tanto o más que tú, le agrega un magnífico valor. Yo desafortunadamente la partida de gastos en conciertos es la primera que elimino cuando mi presupuesto se sale de control (o sea, permanentemente). Pero cada vez que salgo de uno, después de haber vivido la espiritualidad que el arte trae consigo, me lo reclamo acremente.
Conclusión de esta entrada a mi blog, no la hay. Moraleja, tampoco. Estilo literario, el caos. Pero a pesar de todo estoy con una sonrisita pícara de satisfacción en los labios por al menos haber vuelto a escribir algo. Malo, tal vez. Peor, ¿que qué? Pésimo, ¡caray, denme chance! Recuerden que hace un mes fue mi cumpleaños y la mayoría no me regalaron nada, además, ya viene navidad y es tiempo de compartir… ¡Esta gente tan inclemente!
martes, noviembre 15, 2011
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