Uno va normalmente por la vida como si ya supiera cómo comportarse. Llega a un restaurante y, mal que bien, no está uno pensando con qué cubierto se come cada cosa. Vamos, si es sopa por lo menos uno ya tiene claro que es con cuchara y no con cuchillo y tenedor. Las reglas de urbanidad aunque no las conozca uno al dedillo, más o menos las puede manejar sin pasar por un soberano bárbaro con la noción de que la verdadera educación es la que consiste en que nuestros comportamientos nunca hagan sentir incómodos a los demás y, en la medida de nuestras posibilidades, hacer sentir bien a los que tuvieron la suerte (no aclaro si buena o mala) de convivir con nosotros. Arriba del carro o del transporte público también uno ya se siente cómodo con las reglas que se sabe: en rojo te paras, en verde avanzas y en ámbar aceleras el pedal para no perder otro minuto en la intersección (es broma). ¡Ah! Y si hay un charco de agua junto a la banqueta, no pasar muy rápido para evitar dar un sucio chapuzón a los paseantes y peatones que tuvieron la (mala) suerte de estar en ese desdichado lugar.
Pero no es cierto que uno tenga tan dominadas las reglas sociales, sobre todo cuando hay cruce de dos culturas, ni siquiera para los que nos dedicamos a estos asuntos de la internacionalidad. Y no es por mala intención que tenga uno, sino que cuesta trabajo el asunto de entender reglas que no son propias. Por ejemplo, cómo indicarle a un español que frente a una señora respetable en México sería terriblemente desconsiderado usar la palabra cul*, que para él es tan neutra, porque seguramente incomodaría a su interlocutora, que la considera altamente altisonante.
Traigo el tema a colación, porque ayer me vi en una encrucijada de ésas en la que no tenia idea de lo que debía hacer. Llegué al vestíbulo del edificio donde vivo para tomar el elevador y también esperando el elevador estaba una vecina de evidente apariencia musulmana. Era una señora joven con la cara velada. Recordé imprecisamente que una regla para algunos musulmanes ortodoxos es que una mujer no debe estar sola en compañía de otro hombre que no sea su esposo o familiar, por lo que no sabía si sería incorrecto subirme al elevador con ella o esperar el siguiente. La verdad no recordaba si la regla sólo aplica para solteras o también para casadas y de cualquier manera no importaba porque yo desconocía su estado civil. Tampoco sabía si la señora era musulmana ortodoxa o no, pero el velo en un área pública del edificio donde vive, en un país no musulmán, podría indicar que sí. No sabía siquiera si del lugar donde ella provenía esa regla existe o no, o bien, si por estar en un país no musulmán tendría que cumplirse o era más bien irrelevante.
Total: yo era un mar de dudas y desconocimientos culturales y fácticos que me tuvieron atribulado en lo que duró la espera. Seguía contemplando la posibilidad de no subirme junto con ella al elevador, en fin que no llevaba yo ninguna prisa, pero si mi comportamiento no estaba justificado también daba para que ella se incomodara, como yo me hubiera incomodado si alguien evitara subirse al elevador porque voy yo. Cuando finalmente se abrieron las puertas me quedé parado, esperando que ella entrara, pero la señora con toda propiedad me dijo "I am going down", o sea, "voy pa'abajo". Y yo dije "ok, thank you" y pensé "fiuuuuf que yo voy pa'arriba".
Todo se arregló de una forma satisfactoria, me parece, aunque no sé si en efecto la señora iba al sótano o fue su salida para evitar incumplir una regla social/religiosa que está menos clara para un no practicante, en una situación completamente ajena a los tiempos en los que se creó la regla (que intuyo fue mucho antes de que hubiera edificios de departamentos y elevadores eléctricos). En conclusión, hay muchas cosas que uno ignora y con la pura buena voluntad no se logra mucho en esta vida, así que si alguien tiene más claro este punto, sírvase ayudarme con consejos al estilo Manual de Carreño para un mundo más globalizado.
lunes, junio 20, 2011
jueves, junio 02, 2011
Los negocios de la carne
La piel muy blanca, arrugada, sorprendida por un bronceado mal hecho causado por un sol más ardiente que al que está acostumbrado. Lleva una guayabera o una fresca camisa de lino con estampados inquietamente florales. Bermudas. Para completar el estereotipo podemos agregar un sombrero estilo Panamá y un puro. Ahí lo tenemos, es el turista sexual en algún país de tierras cálidas y leyes laxas. Por supuesto que esta imagen corresponde a una idealización y requiere ser actualizada. Ahora la "elegante" guayabera (yo es que las abomino) se ha cambiado por una camiseta de algodón que ajusta el abultado vientre, con alguna breve leyenda. Y sandalias - irremediablemente -, con lentes de sol de JCPenney o, inclusive, de Walmart.
La nueva estampa actualizada y estéticamente relajada busca lo mismo: los negocios de la carne. Migran a tierras cálidas, como las aves, a satisfacer apetitos que tal vez por exóticos no obtienen en sus patrias. Desconozco los detalles específicos del fenómeno, pero ciertamente me temo que la trata de blancas, la pedofilia, el abuso y la misoginia no están del todo exentas de estas realidades. Lo dicen varios informes de organismos internacionales, de asociaciones civiles, de las propias autoridades de los países: en nuestro mundo y en nuestros días siguen existiendo estas formas de esclavitud que condenan a vivir a millones (el número es desconcertante) sin un marco de libertades mínimas, en condiciones miserables. Estas no tan nuevas formas de esclavitud son una de las grandes tragedias de nuestros días y como sucede con todos los mercados negros y objetos que se compran y venden en la clandestinidad, su verdadera causa es que exista la demanda de esos bienes y servicios.
No quiero jugar, de ninguna manera, de puritano. La moralidad sexual es un tema donde hay una amplia diversidad de criterios y un signo de nuestros tiempos es el respeto a esa diversidad. Sin embargo, ese relativismo no debe pasar por alto que la libertad sexual de los otros es un límite que se impone a nuestros apetitos. Del respeto a la libertad, a la dignidad y al bienestar de todos los seres humanos, nos toca hacernos cargo responsablemente a todos. Si se es la autoridad en la materia, la carga es pesadísima pero también lo sería la responsabilidad de no hacer todo lo posible por evitar toda forma de explotación sexual. Pero si se es ciudadano también hay mucho por hacer. O, más importante, no hacer.
Es cierto que el oficio de la prostitución es muy antiguo. Pero hay lugares que lo han regulado mejor que otros para evitar que quienes lo ofrecen sean víctimas indefensas en medio de una sociedad que por cuestiones morales las considera victimarias. Sor Juana Inés de la Cruz se cuestionó este estigma social de la siguiente manera: "¿O quién es más de culpar, aunque cualquiera mal haga, la que peca por la paga o el que paga por pecar?". El tema da mucho para broma porque la picardía sexual está muy presente en el lenguaje, pero también conviene reflexionar en esas cosas que se dan en los márgenes de nuestra comunidad. Tan en los márgenes que es fácil olvidarse de que los negocios de la carne no sólo venden alimentos, también atienden otras pasiones en las que, no pocas veces, el sufrimiento y la miseria ajena son los daños colaterales de los que el comprador no se hace cargo.
En el día de las trabajadoras sexuales (sí, es hoy).
La nueva estampa actualizada y estéticamente relajada busca lo mismo: los negocios de la carne. Migran a tierras cálidas, como las aves, a satisfacer apetitos que tal vez por exóticos no obtienen en sus patrias. Desconozco los detalles específicos del fenómeno, pero ciertamente me temo que la trata de blancas, la pedofilia, el abuso y la misoginia no están del todo exentas de estas realidades. Lo dicen varios informes de organismos internacionales, de asociaciones civiles, de las propias autoridades de los países: en nuestro mundo y en nuestros días siguen existiendo estas formas de esclavitud que condenan a vivir a millones (el número es desconcertante) sin un marco de libertades mínimas, en condiciones miserables. Estas no tan nuevas formas de esclavitud son una de las grandes tragedias de nuestros días y como sucede con todos los mercados negros y objetos que se compran y venden en la clandestinidad, su verdadera causa es que exista la demanda de esos bienes y servicios.
No quiero jugar, de ninguna manera, de puritano. La moralidad sexual es un tema donde hay una amplia diversidad de criterios y un signo de nuestros tiempos es el respeto a esa diversidad. Sin embargo, ese relativismo no debe pasar por alto que la libertad sexual de los otros es un límite que se impone a nuestros apetitos. Del respeto a la libertad, a la dignidad y al bienestar de todos los seres humanos, nos toca hacernos cargo responsablemente a todos. Si se es la autoridad en la materia, la carga es pesadísima pero también lo sería la responsabilidad de no hacer todo lo posible por evitar toda forma de explotación sexual. Pero si se es ciudadano también hay mucho por hacer. O, más importante, no hacer.
Es cierto que el oficio de la prostitución es muy antiguo. Pero hay lugares que lo han regulado mejor que otros para evitar que quienes lo ofrecen sean víctimas indefensas en medio de una sociedad que por cuestiones morales las considera victimarias. Sor Juana Inés de la Cruz se cuestionó este estigma social de la siguiente manera: "¿O quién es más de culpar, aunque cualquiera mal haga, la que peca por la paga o el que paga por pecar?". El tema da mucho para broma porque la picardía sexual está muy presente en el lenguaje, pero también conviene reflexionar en esas cosas que se dan en los márgenes de nuestra comunidad. Tan en los márgenes que es fácil olvidarse de que los negocios de la carne no sólo venden alimentos, también atienden otras pasiones en las que, no pocas veces, el sufrimiento y la miseria ajena son los daños colaterales de los que el comprador no se hace cargo.
En el día de las trabajadoras sexuales (sí, es hoy).
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