viernes, mayo 27, 2011

Gustavo Adolfo

Se llamaba Gustavo Adolfo pero, a diferencia de su nombre, él no era nada cursi. Muchos pensaron que su madre sería una de esas mujeres adictas a las telenovelas y que de alguna de ella, genérica, se le habría ocurrido el nombre. Pero no fue así. A su padre le gustaba la poesía y era un gran admirador de Gustavo Adolfo Bécquer. A él, en cambio, nunca le gustó la poesía y cuando por pura curiosidad conoció la obra de Bécquer le resultó una fruslería de lo más chocante. Hay que entender que el problema... no, no vamos a decir problema, la característica definitoria de Gustavo Adolfo (el de esta historia, claro, no Bécquer) era que él nunca se apasionaba por nada. El poeta español, por el contrario, fue uno de los más célebres exponentes del movimiento conocido como Romanticisismo, que entre sus características tenía la exaltación de las emociones, de las pasiones.

Nuestro Gustavo Adolfo (porque como protagonista de esta historia podemos apropiárnoslo) nunca pudo apasionarse por nada. Y eso que lo intentó. En realidad, ni siquiera llegaba a sentir gran interés por ninguna cosa, la pasión fue de plano una emoción lejana a su vocabulario y sólo la conocía como un vocablo más del diccionario. Yo como narrador supuestamente imparcial de esta historia me rehusé a definir esa característica como un problema, pero Gustavo Adolfo sí que llegó a considerarla así. Al fin de cuentas la vida parece requerir de pasiones o, al menos, de aficiones, como una especie de combustible del impulso vital (si se me permite la expresión, un tanto imprecisa como metáfora).

Dicen que para entender a cualqueir persona sus circunstancias son fundamentales. Bueno, Ortega y Gasset dijo algo así y no soy yo quién para contradecirlo. Por esta razón y para enriquecer nuestra comprensión de Gustavo Adolfo citaré algunos datos de su vida que tal vez nos ayuden a ese efecto. Aunque tal vez no. Era de una familia bien del país. Y ya empezamos mal, porque lo de familia bien admite diversas interpretaciones. Algunos dirán que son "bien" los que alcanzan a acumular la suficiente fortuna para ganarse ese calificativo, pero todos sabemos que no. El burgués es una cosa y el aristócrata otra. Ahora bien, el criterio aristocrático podrá servir en otras sociedades, pero en México el ánimo republicano es tan viejo y fue tan avasallador que, por más que algunos lo intenten, es un concepto completamente ajeno a nuestra realidad. El que en México trata de hacerse pasar por aristócrata no termina más que haciendo el ridículo. El burgués, el que tiene dinero, parece ganar esa batalla. Pero no. Todavía nos falta un no sé qué que hace más complejo lo de "familia bien" y que no es únicamente el número de ceros en la contabilidad familiar. Menos en estos tiempos de narcotraficantes, secuestradores y demás delincuentes que se cuelan en la lista de Forbes, de los que nadie en su sano juicio hablaría como familias bien ni, mucho menos, familias de bien. Sin contar con que estéticamente el nouveau riche siempre ha sido una cosa espantosa. La familia bien en México, los biennacidos, son una combinación de gente con medios, pero con un tautológico sentido de pertenencia a la gente bien. Si los que pasan por gente bien no opinan que tú lo eres, vale más buscarle a la vida por otro lado. Así, es gente con medios, de cierta clase, que participa de actividades legitimadas (la religión, católica por supuesto, y la filantropía aquí son casi indispensables). Y como no podría faltar el absurdo mexicano, que étnicamente sobresalgan los genes del otro lado del Atlántico. No importa que seas mestizo, nada más que no se note.

En fin, de Gustavo Adolfo se podría decir con toda facilidad que era de una familia bien. Como tal, estudió siempre en escuelas privadas y, en general, sus padres se preocuparon por darle una educación esmerada (el cliché es terrible, yo lo sé, pero hay que respetarlo). Aprendió a tocar el piano y la maestra Goicoechea decía que lo hacía primorosamente, lo que sus padres creían a pie juntillas pero no tenían manera de comprobar dado su inexperimentado oído musical. También practicó varios deportes: natación, futbol y hasta polo acuático, con los equipos de su colegio. Gustavito Adolfo, como le gustaba llamarle a su mamá, todo lo hacía aceptablemente. Las calificaciones siempre buenas, la disciplina intachable (nada le aficionaba, ni siquiera el mal comportamiento). Lo que lo ponían a hacer, él lo hacía, no porque le interesara, no porque le gustara. Lo hacía porque había que cumplir con lo establecido y punto.

Pero el narrador quisiera aclarar en este momento (el narrador soy yo, claro, pero escribir en primera persona me tiene cansado) que Gustavo Adolfo no era una persona triste. No estaba frustrado por hacer cosas que no le gustaran, las hacía sin cuestionarse y todo salía bien. Y es que la tenía difícil, si se negaba a hacer las cosas que no le gustaban, terminaría por no hacer nada, porque como ya se ha repetido varias veces, no había nada que realmente le gustara. Triste no era como persona, que quede claro, o si acaso llegó a sentir tristeza siempre la disimuló con el buen semblante de su estoica existencia, porque a él eso de las emociones le daba más bien pereza. No me lo malinterpreten a Gustavo Adolfo, pero las manifestaciones sentimentales le parecían de gente baja.

Ayudaba mucho a que pasara desaprecibida su falta total de interés por las cosas que era una persona de muy buena apariencia. Todos sabemos que eso ayuda mucho. Estando bien lo de afuera, la mayor parte de la gente no se toma la molestia de cuestionarse si lo que está más adentro marcha bien. Aunque sí tenía algo especial, era un tipo rubio y al mismo tiempo moreno. No me refiero únicamente a que su pelo era rubio y su piel morena, que así eran, sino que al verlo parecía una persona rubia, pero si te fijabas bien tenía la piel morena. Su cuerpo no era compacto y fuerte como el de un moreno, sino de trazos delicados. Es difícil de explicar, tenías que verlo varias veces para llegar a la conclusión de no se podía decir con claridad si era rubio o moreno y vaya que normalmente eso se puede decir con facilidad. De hecho, un día su padre se le quedó viendo y observó lo moreno que era y hasta pensó mal de la mamá de Gustavo Adolfo y dudó por pocos momentos de su paternidad. Pero muy equivocado estaba, porque la señora era una santa en vida, su único pecado era que le encantaban los pastelitos a pesar de ser diabética.

Recapitulando podríamos decir que con todas las características descritas, Gustavo Adolfo resultaba una persona totalmente funcional: no se queja, se ve guapo, le va bien en la actividades normales, ¿dónde podría estar el problema? Instisto, según yo ser completamente desapegado de las cosas y (se oye feo pero también lo diré) de las personas, no parece en sí mismo un problema.

Cuando la tuvo más difícil fue cuando terminó sus estudios y empezó a trabajar. El trabajo lo hacía bien, como era de esperarse, pero a la hora de irse a casa tenía mucho tiempo libre que le costaba decidir en qué emplear. Por su edad, como es natural, los padres lo dejaban hacer lo que él quisiera. Normalmente uno a esa edad agradece mucho cuando los padres te dejan hacer lo que quieres, pero menudo problema tenía Gustavo Adolfo, ya que él, así de querer, no quería nada. Las horas de ocio las intentó pasar leyendo, pero sobra aclarar que, dado que nada le interesaba, no podía acabar ningún libro sin dormirse u olvidarse de qué iba la historia. La televisión todos sabemos que va de mal en peor, aunque para algunos los deportes, las telenovelas o las series algo de entretenido tienen. Para él nada. El zapping terminó por hacerle callo en los dedos hasta que decidió que lo mejor era ya no prender ese aparato que tan pocas satisfacciones le brindaba.

Claro que Gustavo Adolfo se casó. Conoció a la mujer de su vida y se casó. Es decir, conoció a una mujer, hizo sus cálculos, la mujer hizo los suyos y decidieron que el matrimonio era un buen arreglo. El narrador espera que hayan intuido por ustedes mismos que no se enamora un hombre que ni siquiera tiene pasiones por cosas menos complejas. Pero algunos ya lo han dicho antes, que el enamoramiento es, en realidad, uno de los problemas para un matrimonio exitoso, problema que Gustavo Adolfo no tuvo nunca. La fidelidad fue un voto que también cumplió sin mayor inconveniente, ya que ni siquiera tenía ganas de violar esa cláusula que tantas rescisiones matrimoniales ha causado y sigue causando (a pesar de lo que dan en llamar "los tiempos modernos").

Los que sí la tuvieron más difícil fueron los dos hijos que adoptó la pareja. La adopción fue necesaria porque al estilo de su creador, los espermatozoides de Gustavo Adolfo tampoco se aficionaron nunca por los óvulos de la esposa, con lo que entraban y salían del útero matrimonial sin llevar a cabo nunca su cometido. De cualquier manera, naturales o adoptivos, Gustavo Adolfo los iba a mantener, educar y llevar a buen puerto, sin necesidad de tenerles mucho cariño (que no era algo que el protagonista tuviera por nadie y que da lugar a que esta historia merezca, más o menos, ser contada). Digo que la tuvieron difícil no porque hubiera sido complicado crecer con ese padre tan atípico, sino que cada año era una terrible batalla escogerle regalo a Gustavo Adolfo para navidad, para su cumpleaños o para el día del padre. Sus hijos eran incapaces de determinar si le gustaría más un disco compacto, una película, un libro o una corbata. La ilusión que manifestaba el padre era exactamente la misma y, duele reconocerlo, pero no era ninguna. Terminaron resolviendo ese dilema comprándole siempre calcetines, al fin y al cabo son necesarios, por lo que el cajón de calcetines de Gustavo Adolfo estuvo, hasta el final de sus días, muy bien provisto.

En la última escena de esta no tan particular historia, aparece Gustavo Adolfo recostado en una cama con las manos en cruz sosteniendo un rosario. A su lado, la esposa, la mujer de su vida, con la cara melancólica. Su hijo con una cara triste pero sosegada y la hija echa un mar de llanto. La esposa está pensando en los gastos funerarios. El hijo está imaginando cómo se va a ver él el día de su muerte y si va a ser por causa natural o un accidente. La hija no puede consolarse ante la idea de que por más que se esfuerce no va a extrañar a su papá y sólo estar consciente de ello la mata de tristeza. Al fondo, por la puerta del vestidor entreabierta, se puede ver el cajón de los calcetines de Gustavo Adolfo, repleto siempre, como símbolo del legado emocional de su dueño, de su ahora ex dueño.

martes, mayo 17, 2011

Digamos que mis Top 25

Acabo de releer en Facebook algo que escribí hace un buen rato, sobre 25 cosas con las cuales podría tratar de definirme. Se trata de un ejercicio que le copié a una amiga y que me resultó muy divertido, pues tuve que forzar la memoria para recuperar detalles sobre mí mismo que van quedando rezagados en una especie de olvido muy ingrato, superados por el vértigo de la cotidinidad. Me pareció que lo podría repetir en el blog con ligeras adecuaciones, sólo por el gusto de volver a recordar las cosas que (según yo) me pueden definir (¡menuda tarea se me ocurrió acometer!). Sobra advertir, por el propio tema de la entrada, que será de un egocentrismo insoportable, jeje.

1. No nací en Huásabas, sino en Hermosillo (ambos en Sonora), pero viví los diecisiete primeros años de mi vida en este pueblo de mil habitantes, que ha sido, es y seguirá siendo mi ombligo con el mundo, el lugar al que no puedo dejar de volver. Lo aclaro porque siempre tengo la tentación de decir que Huásabas es mi "pueblo natal", porque así lo siento, aunque técnicamente no lo sea.

2. Tengo una familia enorme (en todos los sentidos). Mis padres tuvieron siete hijos, dos hermanos, cuatro hermanas... y yo, más los siete sobrinos que se han ido agregando poco a poco (¡y los tres que vienen en camino! Sálvese quien pueda que los Barceló Durazo son la pura fertilidad... jaja). Ser integrante de una famlia grande nunca ha sido causa de problemas existenciales, como le pasó al personaje principal de Hormiguitas, quien le confesó a su psicólogo que no era fácil ser el hermano de en medio de una familia de siete millones. En realidad, todo lo contrario, lo considero una de las grandes bendiciones que he recibido, porque todos son excelentes y hemos logrado cultivar cada uno nuestra individualidad y superado alegremente el reto de la cotidiana convivencia multitudinaria.

3. Estudié Derecho en la Universidad de Hermosillo, una universidad que está, por así decirlo, en peligro de extinción... o, mejor dicho, negándose a morir, después de una muy prolongada agonía. Lo que más valoro de esa entrañable etapa de mi vida, que me marcó más en lo personal que en lo profesional, es que ahí adquirí a varios de mis mejores amigos, a los que conservo como un preciado tesoro.

4. Lo que más disfruto hacer es conversar. Y soy un empedernido adicto de la conversación de persona a persona. Aunque los nuevos medios de comunicación me permiten estar más cerca de las personas con las que no puedo convivir cotidianamente, soy muy malo para hablar por teléfono, simplemente no me inspiro. Para chatear no soy tan malo, pero me desespera tener que corregir cuando cometo algún error y si el error se fue sin detectarlo a tiempo me entra la congoja...

5. Soy un ente naturalmente gregario. Aunque disfruto mis ratos de soledad, me siento en mi hábitat sólo cuando la gente que quiero está alrededor mío, haciendo cualquier tipo de ruido (oooots, no... no cualquier tipo de ruido).

6. La pérdida más grande que he experimentado (y aquí la conjugación verbal debe ayudarme a expresar que es algo permanente) es el fallecimiento de mi mamá.

7. El talento que me gustaría tener (y que no tengo en lo absoluto) es saber cantar o, por lo menos, hacerlo entonadamente.

8. Estudié una maestría en Administración y Políticas Públicas en el CIDE y mi tesis (que tengo la terrible sensación de que no convenció a nadie) fue sobre los servicios de protección consular a mexicanos en el extranjero. Lo único cierto es que me permite evidenciar que la vocación por el Servicio Exterior fue una constante en otras etapas de mi vida.

9. Trabajo en el sector público, lo cual considero una vocación, y me siento responsable por cambiar las cosas y frustrado cuando no logro cambiar nada.

10. Una de las cosas que me caracterizan es el alto volumen de mi voz. Que si me he tragado una bocina, que si no me enoje, que si le baje dos rayitas...

11. Viví durante un ciclo escolar en Francia, dando clases de español a adolescentes que no tenían entre sus prioridades aprender español. A pesar del común desinterés de mis alumnos, vivir en Francia fue una de las experiencias más completas que he tenido y mi primer acercamiento con la soledad.

12. Tengo un blog en el que escribo cualquier sarta de tonterías (éste). Escribir en él de manera asistemática y con poco rigor es una de las actividades que más disfruto.

13. Cuando estaba en la primaria, declamaba un "poema" que empezaba así: "Un ratoncito pequeño..." (y hacía con la mano derecha la señal de que era pequeñito. No recuerdo cómo continuaba, pero tengo una gran curiosidad, porque recuerdo perfecto que lo declamé en varias ocasiones... y me preocupa saber que lo ñoño me viene de tan atrás).

14. En mi relación con los demás, el principio que más quiero interiorizar es que hay que ver a cada persona como es. Sin embargo, no siempre logro los niveles de empatía que quisiera.

15. Soy adicto a la Coca-Cola. No recuerdo cuándo fue el último día que viví sin tomar aunque fuera una lata.

16. Mis ciudades favoritas son Nueva York, París y Barcelona... y Huásabas, aunque no sea ciudad.

17. Me gusta leer, aunque no leo todo lo que quisiera porque siempre me sobran razones para distraer mi atención en otras cosas. Mi libro favorito es Don Quijote de la Mancha.

18. Mi pasatiempo preferido es ir al cine y la película que más me gusta es El Padrino.

19. Ahora como de todo, aunque de chiquito me chocaban las zanahorias y las calabacitas.

20. No soy verdaderamente fan de ningún deporte, aunque me gusta mucho ver las Olimpiadas (sobre todo las ceremonias de inauguración y de clausura... ooots, de plano los deportes no son lo mío). Cuando estaba en la escuela me gustaba jugar voleibol, pero nunca llegué a destacar ni como para formar parte de la banca de mi equipo de escuela rural.

21. En la preparatoria fui a concursos nacionales de Biología, Química, Física y Matemáticas, en ese orden. Sí, eso quiere decir que soy un ñoño, pero juro que lo hacía, sobre todo, porque los viajes a distintas ciudades de la República me salían gratis y yo quería viajar.

22. Entre mis sueños frustrados están: trabajar en un cine (sí, Cinema Paradiso le hizo mucho daño a mis concepciones laborales), ser mesero en un cafecito y ser barman.

23. Me dan miedo las películas de miedo. Sí, ya sé, ¡qué obviedad! Pero me refiero a que me dan tanto miedo que realmente no soporto verlas. Entre peor calidad tengan, más miedo me causan.

24. Mi programa de televisión favorito es Friends. He visto cada capítulo unas cinco veces, pero me sigo riendo igual que la primera.

25. Si me preguntaran qué llevaría conmigo si naufragara en una isla desierta respondería, sin duda, que a mis amigos (sobre todo para que me ayuden a juntar los cocos con los que modestamente nos alimentaríamos). He hecho amigos diferentes en cada etapa de mi vida y una vez que así los considero ocupan un lugar irremplazaba de esa cosa que le llaman corazón. Son ellos los que me dan la certeza de que mi vida ha valido toda la pena y que aunque sí cambiaría mis errores si pudiera volver a vivir, no prescindiría de ninguno para volver a recorrer el camino.

viernes, mayo 06, 2011

El Quelele

Al señor le decían "El Quelele". La razón la desconozco. No lo conocí yo a El Quelele, pero mi abuelo materno sí que lo conoció. A mi abuelo materno tampoco lo conocí personalmente, sino por medio de las anécdotas que de él se cuentan, que son varias. Dice mi papá que mi familia materna sólo cuenta las anécdotas en las que sale victorioso. Es normal. Si las aventuras de Don Quijote de La Mancha las hubiera escrito un familiar, de muy pocas nos habríamos enterado. Pero Cervantes no tenía ninguna relación consanguínea ni por afinidad con Don Quijote, así que nos contó todos esos episodios en los que además de no salir vencedor, termina haciendo el ridículo. Por eso es normal que mi familia materna cuente las anécdotas más favorecedoras de mi abuelo materno y que mi familia paterna haga lo propio con mi abuelo paterno. Yo no sé cuál sería el resultado si mi familia de un lado empieza a contar historias de los miembros de mi familia del otro lado. No somos los Capuleto y los Montesco, ni mi padre fue Romeo ni mi madre fue Julieta, pero yo creo que cada familia debe ceñire a sus propias historias, para ahorrarse problemas que terminen en tragedias o, peor aún, en comedias.

Mis pensamientos, que no tienen la buena costumbre de ser disciplinados, se paseaban ayer por rincones empolvados de la memoria y recordaron a El Quelele. La imaginación tuvo que entrar a escena porque yo no conocí a El Quelele por lo que me tuve que inventar una imagen de él. Me lo imaginé muy anciano, arrugado, muy arrugado, aunque tal vez tuviera la piel tersa como de bebé. Traía un sombrero, pero no era de muy buena calidad, más bien era de palma y seguro que lo había comprado en ese pueblito cerca de Nácori Chico donde tejen buenos sombreros de palma.

Estaba sentado El Quelele en una banqueta alta, seguramente en una esquina, que es donde los ancianos de los pueblos gustan sentarse para poder observar lo que ocurre no sólo en una calle, sino en dos. O mejor dicho en la intersección de dos calles, duplicando el alcance de su quieta vigilancia. No lo tengo muy claro, pero para mí que El Quelele era un viejo muy observador y un tanto pícaro. Hay que enteder que había vivido mucho y no sólo había conocido Nácori Chico, sino también los pueblos del río Sonora y hasta había estado en Cananea y Agua Prieta. Es más, cuando llevó a cruzar ganado a Estados Unidos no se conformó con quedarse en Agua Prieta, sino que cruzó a Douglas, Arizona, con lo que podíamos aventurarnos a decir que era un hombre internacional. Todo esto también me lo estoy imaginando porque la gente que cuenta anécdotas del pasado suele ser omisa sobre los detalles que le ayudan a uno a contextualizar. Bueno, mi tío Santiago no. Él abundaba en detalles a manera de hacerte pensar que lo que te estaba contando había ocurrido ayer o tal vez anteayer, sólo para enterarte después de un buen rato que era una historia ocurrida en la década de los años cuarenta (circa). Pero en todo caso no fue mi tío Santiago el que me contó la historia de El Quelele, es decir, los pocos detalles de la historia de El Quelele y mi abuelo materno.

Mi abuelo materno se llamaba Rafael, no por casualidad. Digo no por casualidad por dos cosas tal vez sin ninguna relación. La primera es que no es casualidad que se llamara como yo, porque mi nombre me lo pusieron en su memoria. Eso y que nací el día en que antiguamente se celebraba el día de San Rafael y que ahora la Iglesia en política de austeridad decidió unir junto a los otros dos arcángeles para festejarlos en un solo día, el 29 de septiembre. Ni siquiera sabemos si se lleven bien los tres arcángeles, o si se pasen peleando como los tres chiflados, porque es hecho muy conocido que cuando se comparte un gremio sus miembros tienden a celar a los otros y no creo que el gremio de arcángel sea tan diferente a los otros. Pero eso ya lo decidió la Iglesia y no hay mucho que averiguar al respecto, allá ellos si no les gustó la noticia que para eso son arcángeles y tendrán otros asuntos más importantes de qué preocuparse. Pero vuelvo al otro punto por el que no era casualidad que se llamara Rafael mi abuelo materno y es que resulta que su nombre (o sea, nuestro nombre) significa en hebreo "Medicina de Dios" o "Dios cura". Quiero decir que en español eso significa y que originalmente estaba en hebreo, o tal vez arameo o alguna otra lengua muerta de la región medioriental. Y mi abuelo materno, Rafael, conocido de El Quelele, era médico homeópata. No sé si por correspondencia o de manera autodidacta, pero mi abuelo materno recetaba las célebres pildoritas y, quiero creer, curaba a la gente. Seguro no era tan milagroso como San Rafael Arcángel, que al parecer era la mata para la medicina y que por algo le pusieron Rafael, o sea, Dios cura, pero la lucha le hacía.

Sin embargo, a pesar de tener tan bonito nombre mi abuelo materno y que tan bien describía su profesión adicional (porque su verdadero oficio era el de talabartero, es decir, trabajador de la vaqueta para hacer sillas de montar y correajes) llevaba por sobrenombre "El Piquete". Desconozco también las razones por las que tenía dicho apodo y aunque abundan las teorías, tengo para mí que la explicación verdadera de su apelativo nunca la conoceremos. Eso que llaman verdad histórica está complicada en este caso, por carecencia (o sea, carencia) de los registros correspondientes.

Pero volvamos nuevamente a la esquina en la que estaba sentado El Quelele en alguna fecha desconocida de un borroso tiempo pasado. Seguramente estaba volteando primero para un lado y no encontró nada digno de detener su mirada, por lo que decidió voltearse hacia la calle por la que venía aproximándose mi abuelo materno, o sea, El Piquete. Venía montando un caballo, aunque tal vez no fuera caballo sino una mula. Es más, yo creo que ni siquiera era una mula sino tal vez un simple asno, o asna, eso tampoco nunca me lo aclararon. O si lo hicieron no lo recuerdo; no todos tenemos la memoria que tenía para esas cosas mi tío Santiago. Ya habíamos acordado que El Quelele, a pesar de tener un apodo tan discutible, era una persona de picardía probada y ágil ingenio, por lo que no quiso dejar de hacer un juego de palabras cuando pasaba mi abuelo montando una bestia y le dijo: "Péguele un piquete" (golpe para hacerlo andar), aprovechando la ambigüedad de poder estarse refiriendo al caballo, mula o asno... o a mi abuelo materno.

Don Rafael Durazo, es decir, mi abuelo materno al que ahora ya podemos conocer (si pecamos de confianzudos) como El Piquete, optó primero por dejar pasar la broma. Continuó el paso sosegado de la bestia que montaba mientras su mente que también era muy ágil, tal vez más que la del propio Quelele (y esto lo digo con el sesgo de ser parte de su familia) optó por devolverse para volver a pasar frente a El Quelele. Justo cuando pasó frente a él, efectivamente le pegó un piquete a la bestia que le hizo arrancar como los grandes (otra vez, el sesgo familiar). Y mientras pasaba le reviró una sopa de su propio chocolate, preguntándole sobre el arrancón: "¿Qué-le-le parece?".

La conversación entre mi abuelo y El Quelele no es seguramente algo que los anales de la Historia deban recoger como patrimonio del ingenio de la humanidad. Es algo mucho más sencillo. Es la lección familiar de la retribución verbal y de la no violencia. De saber llevar las bromas y usarlas a nuestro favor con un poco de esfuerzo mental. Por la falta de objetividad de mis fuentes (que son familia directa) no tengo constancia de que El Quelele haya contestado algo aún más ingenioso. En todo caso mi imaginación se inventó la imagen en la que El Quelele se quedó serio, mirando fijamente a mi abuelo alejarse montando a paso rápido resultado del "piquete" que acababa de propinarle a la bestia, mientras pensaba lacónicamente: "Con ese Piquete, mejor no meterse".

martes, mayo 03, 2011

Entre garnachas y trajineras


Y ya que andamos en las habladas, continuemos con la última parte de la crónica de mis vacaciones, porque el tema ya me va cansando y no termino de concluirlo dentro de mi cabeza (que es donde guardo los pensamientos). La última etapa del viaje fue una escala de varios días en la ciudad de México. Sí, ésa misma: la loca, la giganta, la que hace mucho se salió de sus cabales y que si no fuera por ser psicotrópica y estupefaciente ya se hubiera quedado sin habitantes. El D.F. es, como cualquier formación humana de esas dimensiones, un fenómeno indomable. Pero lo que uno va aprendiendo a fuerza de golpes es que tiene sus trucos. Como cualquier otra demente tiene sus horas y sus métodos que hay que saber cazar para contenerla.

Pero lo que más tiene la ciudad de México es un montón de chilangos que, para bien y para mal, comparten con la ciudad algunas de sus características, entre las cuales sobresalen la locura y la generosidad. De esta última virtud se da uno cuenta muy pronto. Yo apenas había llegado al aeropuerto y tenía a un gran amigo esperándome para darme un aventón a las entrañas del centro histórico, a pesar de que el tráfico puede llegar a ser una pesadilla. Y un poco más tarde otra conocida me compartió una trendy bolsa de Herbalife para no cargar con mi equipaje y tirarme a las calles (casi literalmente) con un cambio de ropa para pasar esa noche (todavía no sabía dónde y, de hecho, lo supe como a las cinco de la mañana siguiente). Esa bolsa de Herbalife me protegió de los potenciales ladrones de la colonia Doctores, que no se iban a rebajar a asaltar a lo que parecía un vendedor de productos cosméticos de casa en casa, y se convirtió en uno de los símbolos de mi regreso a la ciudad.

Dicen que la ciudad de México es muy peligrosa, pero es que yo en algún momento muy temprano de mi arribo lo olvidé. Agradezco mucho esa merced de mi memoria selectiva, porque como cualquier otra bestia peluda, la ciudad huele el miedo y a los "coyones" los priva de su diversión. Por eso la recorro con relativa confianza y excepto una vez, que me bautizaron en el tradicional rito de iniciación del asalto callejero, nunca he vuelto a tener otra experiencia de esa naturaleza. Lo que sí sabía casi con certeza es que esa noche algún generoso habitante de la ciudad ofrecería algún rincón donde reposar mis alebrestados espíritus. Obviamente así fue. Y al día siguiente, otra vez se abrieron más puertas de cariñosos residentes que, como es costumbre, acompañaron la delicia de su presencia con las no menos exquisitas delicias que exudan las cocinas de mi país.

La noche siguiente volvió a pasar desapercibida con las distracciones de la música, de la gente, de las luces... de los tacos. En fin, si la noche no puede ser desperdiciada para el reposo, tal vez la mañana sería propicia para descansar... bueno, un fragmento de la mañana, porque era domingo y no es día para echarse por la borda. Nada mejor para un día de desvelo y resaca que ir a asolearse en un mercado de antigüedades, caminar por la colonia Roma o comer hartos guisos oaxaquenos en Coyoacán. O sea, si la ciudad está desquiciada las actividades que uno haga en ella deben estar a tono, evitarse en todo momento la consistencia y prorrogar el descanso para otras épocas de la vida que lo hagan imprescindible.

En la ciudad de México, el más rico del pueblo (y del mundo, para ser precisos) se había mandado construir un nuevo museo para exhibir su colección privada de arte. Yo podré tener una lista bastante abultada de defectos, pero la indiferencia no es uno de ellos. Había que ir a enterarse y como es mi mala costumbre dejar mis comentarios por escrito. Por fuera el museo quedó bonito, extravagante como nos gusta a muchos, aunque un poco opacado por estar en medio de los altos edificios que albergan el corporativo del más rico del pueblo que, seguramente por ser amante de la tradición colonial, puso sus tiendas de raya abajo de donde trabajan la mitad de sus empleados para evitar las fugas de capitales. Por dentro, hubo varias cosas que me gustaron de la colección, pero como yo no entiendo mucho de esas cosas, mejor ahí la dejo sin mayor explicación, ni further comments.

Otra característica que tiene la gran ciudad, la loca, la giganta, es que es muy fácil perder el sentido de la realidad. Específicamente es muy fácil perderlo cuando sus tiendas departamentales te ofrecen los maravillosos chorro-mil meses sin intereses, que dan la impresión de que uno puede comprar lo que quiera, en fin que en abonos chiquitititos no se siente el golpe. Y claro que se siente. Pero ya es demasiado tarde, la trastornada me había contagiado de su artificial opulencia. Había que volver y para reponerme de la sensación de vacío que siento cuando se acercan las despedidas, fijé mi mente en la cama que prometía el postergado descanso y la emoción de volver a la normalidad, en donde conservo la pésima costumbre de pasarla muy bien.

No, no continuará...