A veces me dan ganas de cerrar mi cuenta de Facebook. Sólo a veces. Muy pocas veces. Obvio, también la cuenta de Twitter y olvidarme del Blackberry Messenger. Incluso, cuando la crisis es grave, he querido perder el celular y decir en el trabajo que ya solicité otro pero que se están tardando, prolongando el pretexto por años. Estar intermitentemente ilocalizable y sin posibilidad de localizar a los demás. Yo sé que desde algunos puntos de vista esto suena como una pesadilla. Yo mismo siento escalofríos nada más de imaginármelo. Otros, gente cada vez menos frecuente, mal llamados tecnófobos, reaccionarían diferente a mi crisis y dirían que si eso hiciera nada pasaría, que hace sólo una década o tal vez un poco más la ilocalizabilidad intermitente era el pan nuestro de todos los días para casi cualquier mortal, excepción hecha de presidentes de países y esas cosas. Sin embargo, ese argumento no basta por sí solo, porque también hace 60 años las mujeres no votaban y eso no hace que ahora podamos repetir el desaguisado nada más por andar de nostálgicos del pasado. Hace un siglo la mayoría de la gente no usaba sistemas de desagüe doméstico, ése que hace desaparecer los prescindibles resultados de la digestión sólo con tirar una cadena y jamás se le ocurriría a alguien cuerdo proponer que desaparezcamos ese útil invento y volvamos a la insalubre costumbre de usar letrinas. Es decir, la controvertida idea de progreso humano es un boleto de ida sin posibilidad de retorno, a menos que se quieran nadar en las peligrosas aguas del ostracismo y ¡Dios guarde!
Además, la fatalidad tecnológica está tan ligada al modus operandi de la clase media mundial que a uno no se le presenta el cambio como un dilema (donde se escogen entre dos posibilidades de truculenta elección) sino como un proceso ajeno a nuestra voluntad que lo único que requiere de nosotros (ya que puede prescindir de nuestra opinión) es afilar nuestra capacidad de adaptación. La pregunta de si nos gustan o no nos gustan la pérdida de privacidad y la abrumadora facilidad con la que podemos ser localizados, investigados, descubiertos se hace, entonces, irrelevante. La cuestión pasa a ser de qué manera podemos proteger el poco espacio que nos quedó y que todavía podemos llamar privado. ¿Cómo podemos defender el sagrado derecho a sentirse solo a veces? En un planeta de más de 6 mil millones de habitantes ya es bastante complicado estar físicamente solos, pero ahora ya no únicamente habitamos el espacio físico, sino también uno virtual que no por artificial es menos importante. En ese espacio podemos pasar casi todo nuestro tiempo y ahí sí que la soledad es punto menos que una imposibilidad científica, ahí lo que abundan es la sobre-información (que a veces tiene el efecto perverso de des-informar) y el acceso directo a toda clase de productos culturales (ideas, arte, mal gusto, faltas de ortografía, de todo un mucho, un muchísimo).
No tengo ninguna conclusión de estas preguntas, de estos cuestionamientos inoportunos, sólo tengo dudas, incertidumbres, buena voluntad (porque el optimismo no es que lo piense abandonar en el corto plazo). Me gusta la nueva manera de SER, de existir, pa’ que se oiga bonito, en el que las telecomunicaciones nos transportaron a vivir por lo menos a medias en la virtualidad (que nada tiene que ver con la virtuosidad). Pero, también me asalta el deseo de caminar a la inversa en el camino del progreso, deseando que el final de ese camino invertido sea el bon sauvage, el Rafa bon sauvage que, según mis cálculos, se la pasaría de maravilla corriendo en la playa, comiendo cocos y vistiendo una sugerente hoja de parra en salvas sean las partes.
lunes, marzo 14, 2011
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