Ayer fue un día especial. Me quedé corto: ayer fue un día excepcional. Por canales no oficiales nos habíamos enterado un día antes, con un buen grado de certeza, de que el jueves se haría el sorteo por medio del cual se designaría la primera adscripción de los ochenta nuevos integrantes de la rama diplomático consular del Servicio Exterior Mexicano. El nerviosismo había aumentado a los más altos niveles posibles y miren que eso ya es decir mucho. No se trataba solamente del lugar en el que viviríamos al menos los próximos dos años, sino de cómo empezaría nuestra carrera, atendiendo qué temas, en qué región del planeta, cómo sería la calidad de vida de la ciudad o rincón del mundo en el que serían requeridos nuestros servicios.
La cita era a las 16:45 horas en uno de los salones de la Secretaría. Todo el día fueron y vinieron correos electrónicos de los compañeros deseándonos suerte, haciendo bromas, reflexiones, catarsis, un mucho de todo. El día transcurrió lentamente. Me quedé corto: el día fue uno de los más largos que ha conocido el planeta Tierra. Por más que lo deseaba mi estómago, amenazado por los jugos gástricos y la colitis nerviosa, el reloj no aceleraba su marcha. Fuimos a comer algunos de los indiciados de este proceso de ingreso al Servicio Exterior que no es menos severo que un proceso penal. Tratamos de vertir algo de alcohol al torrente sanguíneo para embrutecer al cerebro, que estaba trabajado más rápidamente de lo que recomiendan cualquier médico cabal, creando y recreando escenarios posibles. Que si París con bufanda y una baguette debajo del brazo. Tecunumán en la frontera sur con Guatemala y el fantasma de Maras Salvatruchas detrás de tu salario. Nueva York y una amena plática con colegas diplomáticos en Naciones Unidas. O la frontera norte con Estados Unidos, en un pueblo bicicletero texano olvidado de la mano de Dios y carente de cualquier resquicio de sofisticación, con un nombre tan opresor como Presidio.
Siguieron pasando las horas y comprobamos después de este larguísimo, tenebroso y satisfactorio proceso de ingreso que la sabiduría popular no se equivoca y que, efectivamente, no hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla. El salón Morelos estaba repleto de becarios a punto de dejar de serlo y convertirse muy pronto en agregados diplomáticos con un destino más o menos cierto (o no). Y empezó el show. No hablo figurativamente cuando digo el show. Eso era. Un reality. Yo estoy convencido de que lo venderán a la BBC en algún país exótico y lejano, como Rumania o Kazajistán, con el nombre Mexico's Next Top Diplomat. Empezaron primero los discursos, el sudor empezaba a fluir de nuestras caras, axilas y muy probablemente de partes que no osaré mencionar. Se alargaron los discursos, aunque ya éramos incapaces de escuchar a nadie así hubiera sido Mahatma Gandhi vuelto en vida. Luego vino la larga explicación del procedimiento. No habría un solo sorteo, habría dos. Uno sería para los de perfil internacionalista y otros, la mini-tómbola, para los licenciados en Derecho. Yo era de este último grupo, aunque traté de hacerme pasar como analista de políticas durante el proceso de ingreso. Nadie me la compró. Para efectos del sorteo yo era un vil y simple abogado.
Tres compañeros por razones familiares no fueron sorteados, sino designados para no separarlos tanto de sus parejas. Empezaron a leerse los destinos en el exterior que estarían rifándose entre los primeros aspirantes cuyos nombres salieran de otra tómbola (aquello estaba lleno de tómbolas). Los que no alcanzaran lugares en el exterior se quedarían en México capital en las oficinas centrales. En los destinos mencionados estuvieron ausentes los destinos de la llamada "Ruta Revlon", no había Parises ni sus baguettes, ni había Nueva York ni sus ONUs, no estaban tampoco las grandes capitales latinoamericanas, excepto un par de ellas (no tan grandes). Pero, bueno, estaban excelentes destinos en Asia y África, y una importante lista de consulados en América del Norte y un par en Guatemala. Después se sortearon los lugares disponibles en las oficinas centrales. Algunas fueron buenas sorpresas, otras cubetazos de agua fría. Para aumentar sadismo al proceso y elevar el rating del show (dondequiera que se estuviera viendo) cada quien sacaba su papelito, lo entregaba al Oficial Mayor y éste no lo leía directamente sino que hacía una especie de trivia sobre el lugar para que el nervioso concursante con la voz entrecortada (de alegría, decepción o espasmo) lo adivinara. Su instrumento nacional es el arpa. - No sé. Es el único país de Sudamérica que es oficialmente bilingüe. - Paraguay. Aplausos.
Pasaron los sesenta que estaban en esas tómbolas. Seguíamos los abogados. - Pónganse de pie los abogados. Ok. Permanezcan parados los que sean francófonos. Quedamos unos diez. Ahora siéntense por favor los que están casados. - Yo estoy comprometida. ¿Está casada? - No. Quedamos siete. Las dos que son mujeres pueden sentarse. Quedamos cinco. Ahora se va a rifar la posición de encargado de la sección consular en Haití. Es voluntario que participen en la rifa, los cinco varones e, inclusive, las dos señoritas. Si desean participar pasen al frente. Cuatro decidimos hacerlo. Aplausos y ovación de pie. Sentía la cara caliente, el corazón me latía muy fuerte. Veía a los otros tres y nos deseábamos suerte, sólo que no sabíamos en qué consistía la buena suerte. ¿Era mejor algo menos extremo o trabajar en un país destruido, prácticamente sin instituciones, violento, en la miseria, pero con enormes proyectos de desarrollo de parte de México? La suerte escogió a un buen compañero. Aplausos.
Ahora venía la mini-tómbola de los 16 abogados que faltábamos. Cinco destinos en el exterior, once en México. Un nombre, luego otro, luego otro. El mío parecía prolongarse eternamente. Rafael Barceló Durazo (afortunadamente decidieron no utilizar el Marcelo Valenzuela que me acababan de dar). Papelito. Costa Rica. Aplausos.
Emoción, alegría, contento, nerviosismo, sentir físicamente un reto, temor, entusiasmo, latidos del corazón, calor en la cara, alegría, miedo, ilusión, incertidumbre, sonrisa, emoción.
viernes, marzo 05, 2010
lunes, marzo 01, 2010
De alter egos
Me acaban de dar la flamante cuenta de correo institucional de mi trabajo. Ya saben, ésas que tienen la inicial de tu nombre y tu primer apellido completo. Bueno, eso pensaba hasta hoy que llegó la funcionaria encargada de darme mi cuenta. Preguntó dónde estaba Rafael Marcelo. - Barceló, respondí, soy yo.
En fin, en esta ciudad de México de entonación cantadita no hay manera de que me presente sin que mi interlocutor obvie el hecho de que Barceló es una palabra aguda acentuada en la última vocal, y la pronuncie como si fuera una palabra grave, Barcelo. No entiendo porqué pero no ha habido manera de solucionar este limbo lingüístico entre lo que yo pronuncio y lo que la gente del centro de la República escucha. Entre Barcelo y Marcelo media lo que parece una sutilísima diferencia, por lo que ya me estoy acostumbrando a que me conviertan en Rafael Marcelo cada vez que se les presenta la oportunidad.
El caso es que llegó la funcionaria para darme mi nombre de usuario para mi computadora y me dice, su cuenta es rmarcelo. RMARCELO, ¡por el amor de Dios! Ni para efectos oficiales respetan la identidad que quisieron darme mis padres. Le comenté ipso factamente que yo me apellidaba Barceló, no Marcelo, y que si era tan amable de darme un correo electrónico que no distorsionara mi identidad, que se lo iba yo a agradecer eternamente. La funcionaria frunció el ceño y acentuó la cara de desdén que siempre ponen los burócratas cuando atienden a sus usuarios. Me dijo: - no, no se lo puedo cambiar, así quedó registrado. Considerando que pienso pasar los siguientes treinta y pico de años de vida laboral que tengo contemplados en esta honorable institución, no me parece asunto menor que para efectos prácticos me llame yo Rafael Marcelo, el cual, dicho sea de paso, es nombre como de peluquero de esquina de colonia populosa. Evidentemente insistí sobre el particular, de modo que la funcionaria me dijo que era necesario escribir una carta A-quien-corresponda señalando el motivo de mi inconformidad.
Yo soy de tomarme las cosas bastante a la ligera, excepto cuando se trata de acciones que vayan en detrimento de mi egocentrismo. Se podrán imaginar que un cambio de nombre de manera tan involuntaria es una afrenta a mi yo como las hay pocas. Decidí llamarle a uno de mis amigos y colega del trabajo para podernos reír de la situación. En eso estábamos, mientras la citada funcionaria instalaba en mi computadora no sé qué cosa, cuando nos interrumpe para preguntarme: "pero su segundo apellido sí es Valenzuela ¿verdad?".
¡Jolines! No pudimos más que continuar la carcajada porque de Barceló a Marcelo más o menos se entiende, pero qué va de Durazo a Valenzuela. Cuando le dije ya con rostro justificadamente contrariado que no, que tampoco era ése mi segundo apellido, la funcionaria tuvo a bien decir: "entonces sí, yo le recomiendo que mande la carta".
Así que en lo que la redacto, aprovecho la oportunidad para reiterarles las seguridades de mi más atenta y distinguida consideración.
Atentamente,
Rafael Marcelo Valenzuela (mi nuevo yo)
En fin, en esta ciudad de México de entonación cantadita no hay manera de que me presente sin que mi interlocutor obvie el hecho de que Barceló es una palabra aguda acentuada en la última vocal, y la pronuncie como si fuera una palabra grave, Barcelo. No entiendo porqué pero no ha habido manera de solucionar este limbo lingüístico entre lo que yo pronuncio y lo que la gente del centro de la República escucha. Entre Barcelo y Marcelo media lo que parece una sutilísima diferencia, por lo que ya me estoy acostumbrando a que me conviertan en Rafael Marcelo cada vez que se les presenta la oportunidad.
El caso es que llegó la funcionaria para darme mi nombre de usuario para mi computadora y me dice, su cuenta es rmarcelo. RMARCELO, ¡por el amor de Dios! Ni para efectos oficiales respetan la identidad que quisieron darme mis padres. Le comenté ipso factamente que yo me apellidaba Barceló, no Marcelo, y que si era tan amable de darme un correo electrónico que no distorsionara mi identidad, que se lo iba yo a agradecer eternamente. La funcionaria frunció el ceño y acentuó la cara de desdén que siempre ponen los burócratas cuando atienden a sus usuarios. Me dijo: - no, no se lo puedo cambiar, así quedó registrado. Considerando que pienso pasar los siguientes treinta y pico de años de vida laboral que tengo contemplados en esta honorable institución, no me parece asunto menor que para efectos prácticos me llame yo Rafael Marcelo, el cual, dicho sea de paso, es nombre como de peluquero de esquina de colonia populosa. Evidentemente insistí sobre el particular, de modo que la funcionaria me dijo que era necesario escribir una carta A-quien-corresponda señalando el motivo de mi inconformidad.
Yo soy de tomarme las cosas bastante a la ligera, excepto cuando se trata de acciones que vayan en detrimento de mi egocentrismo. Se podrán imaginar que un cambio de nombre de manera tan involuntaria es una afrenta a mi yo como las hay pocas. Decidí llamarle a uno de mis amigos y colega del trabajo para podernos reír de la situación. En eso estábamos, mientras la citada funcionaria instalaba en mi computadora no sé qué cosa, cuando nos interrumpe para preguntarme: "pero su segundo apellido sí es Valenzuela ¿verdad?".
¡Jolines! No pudimos más que continuar la carcajada porque de Barceló a Marcelo más o menos se entiende, pero qué va de Durazo a Valenzuela. Cuando le dije ya con rostro justificadamente contrariado que no, que tampoco era ése mi segundo apellido, la funcionaria tuvo a bien decir: "entonces sí, yo le recomiendo que mande la carta".
Así que en lo que la redacto, aprovecho la oportunidad para reiterarles las seguridades de mi más atenta y distinguida consideración.
Atentamente,
Rafael Marcelo Valenzuela (mi nuevo yo)
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