Tantas veces soñé que volaba y al despertar, obvio, no volaba, ni tampoco podía saber si soñaba, o pensaba, o creía, o me ilusionaba. Los verbos no me servían para distinguir mis acciones de mis deseos, de mis emociones, o siquiera, de mis planes. El propio concepto de realidad perdía el significado preciso que siempre me ha gustado darle. Internamente y por momentos afortunadamente breves me volvía algo así como un bohemio sin carisma enfrascado en una discusión que no sólo no le importaba a nadie, que tampoco le importaba mucho a él. Un lumpen de las ideas ociosas. Un teólogo bizantino teniendo reflexiones teológicas bizantinas sobre ángeles, y su tamaño, y su sexo, o el tamaño de su sexo, mientras en sus murallas los turcos amenazaban con destruir el Imperio.
Así que dejé de cavilar sobre todas esas cuestiones "notoriamente improcedentes" - como se dice en los juicios - y decidí mejor vivir, aun sin distinguir, dando por sentadas todas las dudas con algún dogma que más o menos me sirva, dejando las cavilaciones para la gente inteligente.
domingo, septiembre 13, 2009
jueves, septiembre 03, 2009
Cuando las cosas no suceden
A veces, siento que el país está descompuesto (los días que estoy más desilusionado). No quiero decir que esté enfermo, arterioescleroso, desahuciado, porque los términos médicos como que no captan la situación. Más bien es un asunto estructural, mecánico. Descompuesto como un aparato que cada vez que la vas a usar está kaput. Sin detener su funcionamiento, claro, pero tronándole la mayoría de los engranajes, con tornillos barridos, tuercas sueltas, tirando aceite incesantemente en una fuga perpetua que chorrea por tantos orificios que no puede ser contenida ni proponiéndoselo.
Y eso que no me gusta ser tan fatalista como todos esos mexicanos que con tanto aplomo declaran que nos encontramos ante un estado fallido (y sonríen con aire de suficiencia, como si no se dieran cuenta de que ellos también serían víctimas de un desenlace así de fatal y, sobre todo, parte del problema). Simplemente no se me da ser tan pesimista cuando, en realidad, suelo pecar del pecado antónimo, de un optimismo ingenuo, un tanto superficial y poco empático con los que sí tienen razones para mandar toda nuestra realidad social por la coladera (revolución mediante).
En este exacerbado optimismo que me aqueja, pienso que para estar el mundo como está, la situación de México no es para llorar tan amargamente. No somos Afganistán, o Irán, o Somalia. Sin embargo, para donde voltees hay cosas que arreglar. La economía en crisis en todo el mundo, pero contrayéndose en México más del 8%, o sea, bastante más que en EE.UU. -donde se originó todo este caos financiero. El Gobierno enfrascado en una guerra contra el narcotráfico que no sólo no ha dado resultados contundentes, sino que ha aumentado la intensidad de la violencia relacionada con el crimen organizado. Pero, además, será un sexenio perdido en todos los demás aspectos, porque la seguridad ha monopolizado la agenda gubernamental de tal modo que el crecimiento, el empleo, la pobreza infame y pornográfica, mejorar la educación y los servicios de salud, son temas todos secundarios si se les compara con la banda de los Zetas, o los Arellano Félix. Por mí que se casen todos con Camelia la Texana, si se pudieran resolver los problemas estructurales del país.
Y, luego, la burocracia... qué va, el símbolo más fiel de la descomposición. Trámites lentos, ineficientes, secretarias con cara de pescado enlatado, con los ojos desorbitados por ver a un ciudadano que les trae más carga de trabajo, pero la mirada vacía porque sus puestos no los entienden como un lugar en el que se deben resolver problemas. Si está el aparato descompuesto, la culpa no puede ser de la pescada enlatada, ni de su falta de criterio y de ganas, la culpa debe de estar allá afuera, en algún otro recóndito rincón al que no puede acceder (todos sabemos que es "no quiere", excepto ella, o él, o eso). Y, a veces, están los que sí quieren, pero que están sometidos a un procedimiento que nadie sabe bien a bien cuál era su razón de ser y que todo lo detiene, paralizando a la razón misma.
Las reglas de civismo y respeto al próximo, por los suelos. Nadie le da el paso a nadie y si lo tomas, aunque te toque, te echan el carro con todo y ensordecedor ruido del claxon, porque, claro, el único derecho que todos reconocemos es el propio. Los vendedores ambulantes se apoderan del espacio que debería ser público - ajeno a cualquier apropiación - y si se puede se toman también la electricidad prestada que "pasaba por ahí", con cargo a todos los que sí pagan su recibo. Las grandes empresas comprometidos a nivel cero con el sostenimiento del erario público, aunque tomen sus ganancias como resultado de que ese estado medio funcione. La televisión, un aparato embrutecedor que es la única que cumple con su objetivo: estupidizar. Las asociaciones sindicales, unas verdaderas entorpecedoras del desarrollo de los sectores que controlan, han destruido el sentido de la protección de los trabajadores y son un estandarte de los privilegios no merecidos, con líderes gordos ostentando relojes que valen más que toda su hipertrófica existencia, o cientos de cirugías que no logran esconder ni la fealdad externa, ni la monstruosidad interna.
Y si le sigo, a todos nos toca, por un lado o por el otro. Pero la maquinaria sigue andando. Rechina como si mañana pudiera venirse abajo, aunque tiene siglos rechinando así o más feo. Quisiera conservar la esperanza de que pronto estaremos mejor, pero pareciera no quedarme otro recurso que voltear al Medio Oriente o al África Subsahariana para alimentar mi autocomplacencia. Hasta que de nueva cuenta me convenzo de que mi único recurso válido es voltear a ver mis manos y buscar en ellas soluciones, aunque sea para un solo tornillo barrido, aunque sea para una sola tuerca.
Y eso que no me gusta ser tan fatalista como todos esos mexicanos que con tanto aplomo declaran que nos encontramos ante un estado fallido (y sonríen con aire de suficiencia, como si no se dieran cuenta de que ellos también serían víctimas de un desenlace así de fatal y, sobre todo, parte del problema). Simplemente no se me da ser tan pesimista cuando, en realidad, suelo pecar del pecado antónimo, de un optimismo ingenuo, un tanto superficial y poco empático con los que sí tienen razones para mandar toda nuestra realidad social por la coladera (revolución mediante).
En este exacerbado optimismo que me aqueja, pienso que para estar el mundo como está, la situación de México no es para llorar tan amargamente. No somos Afganistán, o Irán, o Somalia. Sin embargo, para donde voltees hay cosas que arreglar. La economía en crisis en todo el mundo, pero contrayéndose en México más del 8%, o sea, bastante más que en EE.UU. -donde se originó todo este caos financiero. El Gobierno enfrascado en una guerra contra el narcotráfico que no sólo no ha dado resultados contundentes, sino que ha aumentado la intensidad de la violencia relacionada con el crimen organizado. Pero, además, será un sexenio perdido en todos los demás aspectos, porque la seguridad ha monopolizado la agenda gubernamental de tal modo que el crecimiento, el empleo, la pobreza infame y pornográfica, mejorar la educación y los servicios de salud, son temas todos secundarios si se les compara con la banda de los Zetas, o los Arellano Félix. Por mí que se casen todos con Camelia la Texana, si se pudieran resolver los problemas estructurales del país.
Y, luego, la burocracia... qué va, el símbolo más fiel de la descomposición. Trámites lentos, ineficientes, secretarias con cara de pescado enlatado, con los ojos desorbitados por ver a un ciudadano que les trae más carga de trabajo, pero la mirada vacía porque sus puestos no los entienden como un lugar en el que se deben resolver problemas. Si está el aparato descompuesto, la culpa no puede ser de la pescada enlatada, ni de su falta de criterio y de ganas, la culpa debe de estar allá afuera, en algún otro recóndito rincón al que no puede acceder (todos sabemos que es "no quiere", excepto ella, o él, o eso). Y, a veces, están los que sí quieren, pero que están sometidos a un procedimiento que nadie sabe bien a bien cuál era su razón de ser y que todo lo detiene, paralizando a la razón misma.
Las reglas de civismo y respeto al próximo, por los suelos. Nadie le da el paso a nadie y si lo tomas, aunque te toque, te echan el carro con todo y ensordecedor ruido del claxon, porque, claro, el único derecho que todos reconocemos es el propio. Los vendedores ambulantes se apoderan del espacio que debería ser público - ajeno a cualquier apropiación - y si se puede se toman también la electricidad prestada que "pasaba por ahí", con cargo a todos los que sí pagan su recibo. Las grandes empresas comprometidos a nivel cero con el sostenimiento del erario público, aunque tomen sus ganancias como resultado de que ese estado medio funcione. La televisión, un aparato embrutecedor que es la única que cumple con su objetivo: estupidizar. Las asociaciones sindicales, unas verdaderas entorpecedoras del desarrollo de los sectores que controlan, han destruido el sentido de la protección de los trabajadores y son un estandarte de los privilegios no merecidos, con líderes gordos ostentando relojes que valen más que toda su hipertrófica existencia, o cientos de cirugías que no logran esconder ni la fealdad externa, ni la monstruosidad interna.
Y si le sigo, a todos nos toca, por un lado o por el otro. Pero la maquinaria sigue andando. Rechina como si mañana pudiera venirse abajo, aunque tiene siglos rechinando así o más feo. Quisiera conservar la esperanza de que pronto estaremos mejor, pero pareciera no quedarme otro recurso que voltear al Medio Oriente o al África Subsahariana para alimentar mi autocomplacencia. Hasta que de nueva cuenta me convenzo de que mi único recurso válido es voltear a ver mis manos y buscar en ellas soluciones, aunque sea para un solo tornillo barrido, aunque sea para una sola tuerca.
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