A las cosas, pienso yo, hay que darles continuidad. Y este blog no debe ser, por ningún motivo, la excepción. Por esta razón, ahora les cuento que la inútil operación dermatológica que se me ocurrió hacerme, tuve un terrible desenlace: los tres puntos con los que me cosieron en la parte superior del pie tuvieron a mal desprenderse y soltarse y ahora tengo una herida abierta cual océano. La cosa no está tan mal, digo yo, porque no me duele nada, pero de que la cicatriz no será linda ya podemos ir estando seguros.
El segundo recuento al que quiero darle continuidad, con lo cual ya puedo cambiar a una actitud más feliz, es al asunto este de mi cumpleaños. La verdad no he encontrado ninguna diferencia entre tener 27 años 11 meses, y 28 años (agrego close-up de mí a los 28 años). La vida sigue transcurriendo con su acostumbrada normalidad y aunque ya hice una profunda revisión de mi piel, no he encontrado ninguna arruga nueva (y, conste, que la mente es poderosa). Pero lo que realmente quería comunicar fue que, un poco por convención social y otro poco por autoconvencimiento, me organicé una fiesta de cumpleaños. Aproveché que era viernes y que la gente suele andar buscando pretextos para hacer algo más gregario que en las demás noches. Debo decir, desde el punto de vista más subjetivo posible, que el evento fue un é-xi-to. Estuvieron presentes casi todas las personas a las que invité (e inclusive a algunas que no invité) y unos pocos que no fueron me llamaron muy atentamente para desearme un feliz cumpleaños y dar la razón por la que no asistirían (las cuales no escuché porque traía la cabeza muy volada). Agrego foto de los primeros invitados en llegar.
Además del elevado número de personas humanas que asistieron y que amablemente departieron codo a codo en mi departamento (lo digo literal, porque el espacio de los inmuebles en el D.F. pues no suele dar para más), la comida y la bebida - que no hay festín posible sin comer y beber como se debe - también estuvieron a la altura. De comida ofrecí los así llamados "tacos de canasta", que son taquitos que ya vienen preparados al interior de una canasta, así todos juntitos y con la tortilla remojadita en una deliciosa sustancia aceitosa, con diferentes rellenos. Yo les tenía cierto recelo sonorense a los tacos de canasta porque son muy baratos y los consideraba una cosa medio exótica del centro de la República pero cuando los conocí fue amor a primera vista. También había que dar lo que en México llamamos "botanas", o sea, cosas pequeñas que nada más se agarran así bien facilito y que no requieren ni siquiera que el comensal tenga plato y/o cubiertos. La variedad fue amplia y la calidad muy satisfactoria (agrego un ¡yumi!) y eso fue obra y gracia de mi querida amiga Cecilia (cuya foto adjunto) que es como mi ángel de la guardia en cualquier enfermedad y, ahora lo sé, fiesta de cumpleaños.
Las bebidas espirituosas, reconocidas pieza clave de cualquier fiesta que se precie de serlo, fueron también variadas y en cantidades suficientes. Tuve a bien contratar a una persona, Martín, que se encargó de servir las bebidas y que me liberó de la abochornante responsabilidad de hacer que todos estuvieran siempre con alcohol entre sus manos. De esta manera, pude distribuirme de mejor manera entre los distintos grupos de invitados, porque no siempre puede uno hacer que se mezclen orgánicamente.
Otra de las razones por las que considero exitoso mi festejo es que mis vecinos no se quejaron del ruido y de la gente, porque en los lugares en los que vive uno hacinado en efificios de departamentos, siempre está doña Cuquita que se queja del ruido y te puede armar un zafarrancho de magnánimas dimensiones con patrullas y policía incluidas si se pone mal la cosa. A mí esto me parece muy injusto, porque si bien hay que tener consideración de no hacer mucho ruido, yo tengo que aguantarme los taconazos de la vecina de arriba y los lloridos frecuentísimos de los niños del departamento de en frente y, ahora, los angustiosos ladridos del fregado perro que metió de contrabando el vecino de abajo. Entonces, creo que a los demás les toca aguantar de vez en cuando que el vecino soltero y en la flor de la juventud del cinco (o sea, yo) pueda celebrar su cumpleaños sin tener que ponerles pantunflas y silenciadores a sus invitados. El caso es que, al parecer, mis vecinos coincidieron aunque sea parcialmente con mi argumento y no dijeron ni pío.
Al día siguiente, la vida social prosiguió con la misma intensidad y acompañé a una amiga a una boda de etiqueta rigurosa (a la que yo fui únicamente con traje oscuro) y después a otra fiesta de cumpleaños. En ambos eventos bailé con singular alegría - e irresponsabilidad - de tal manera que al día siguiente la herida de mi pie empezó a abrirse como espero se me abran las puertas del cielo. Y así, con danzas y heridas que no cierran, empezaba el año vigésimo octavo del Señor...
viernes, octubre 31, 2008
viernes, octubre 24, 2008
Cumpleaños
Hoy es mi cumpleaños. Así lo marca con la debida solemnidad mi calendario, señalándolo como la fecha de mayor relevancia anual(de mi año, obvio).
Siempre que cumplo años me viene esa especie de duda metódica de querer saber qué hace al día tan especial, qué es exactamente lo que festejo. No he logrado llegar a ninguna conclusión satisfactoria, porque la mayoría de las que se me ocurren extralimitan la dosis de cursilería que me tengo permitida. Lo que sí me queda claro es que me gusta mucho esta onda del cumpleaños por varias razones: la primera es que es casi el único día en que puedo aprovechar las circunstancias para explotar el egocentrismo del que soy víctima y me hago a la idea (falsa, pero no importa) de que it'a all about me. Segunda, los regalosssssss, son lo máximo. Y, tercero, los besos, abrazos y apapachos que recibimos en abundancia son también una monada. Todo el déficit de cariño con el que hayas terminado el año, lo pagas este día y hasta te quedan excedentes para hacer frente a las crisis de amor que estén por venir.
Pero este año, tratando de hacer cada vez más completa mi no solicitada reflexión sobre mi aniversario, se me ocurrió esta entrada sobre qué es lo que cambió de un año a otro; es decir, qué cambios significó en términos prácticos un año más de vida (o menos, dicen los pesimistas, oh no!!!). Sin pretender ser una lista exhaustiva, las circunstancias y cosas que cambiaron son:
1. Yo.
2. Por primera vez en la vida vivo solo, solo, solo.
3. Conocí Argentina y Washington, D.C. (o sea que mi ignorancia del mundo se redujo así poquitito, pero algo es algo...).
4. Cambié de carro: le vendí a un tipo de nombre Honorio (wtf?!!!) a mi simpática Golfa (VW Golf) y me compré uno que estoy sospechando que es para personas con retraso mental de medio a severo (yo encantado, la verdad, que algo así estaba necesitando).
5. Por primera vez en la vida "me rompieron el corazón", buaaaahhh (jajaja, ni lo intenten sacarme más detalles, ¿eh? Es todo lo que voy a decir... además, ya volví a juntar los pedacitos y quedaron más o menos en el mismo lugar, jaja).
6. Me convertí en profesor universitario... ¡oh, no! ¿Soy un doño?
7. Tengo tres "fibromas" menos (yo tampoco sé qué sean)... ver post anterior.
8. Confío menos en las personas que no conozco (chin! ese cambio no me gusta).
9. Me inscribí al gimnasio y ¡wow! asistí incluso a clases aeróbicas.
10. Tengo muebles propios (¿soy un doño? buaaaaahhh!!!).
Y, claro, los libros que leí, las películas que ví, las canciones que escuché, los museos que visité, las entradas que escribí y las personas con las que conversé... todo esto, quiero pensar, me ha hecho una persona necesariamente diferente, con una noción mayor de todo lo que ignora y un acervo un poco más grande de gozos y experiencias que el que tenía cuando, hace un año, cumplí 27.
Siempre que cumplo años me viene esa especie de duda metódica de querer saber qué hace al día tan especial, qué es exactamente lo que festejo. No he logrado llegar a ninguna conclusión satisfactoria, porque la mayoría de las que se me ocurren extralimitan la dosis de cursilería que me tengo permitida. Lo que sí me queda claro es que me gusta mucho esta onda del cumpleaños por varias razones: la primera es que es casi el único día en que puedo aprovechar las circunstancias para explotar el egocentrismo del que soy víctima y me hago a la idea (falsa, pero no importa) de que it'a all about me. Segunda, los regalosssssss, son lo máximo. Y, tercero, los besos, abrazos y apapachos que recibimos en abundancia son también una monada. Todo el déficit de cariño con el que hayas terminado el año, lo pagas este día y hasta te quedan excedentes para hacer frente a las crisis de amor que estén por venir.
Pero este año, tratando de hacer cada vez más completa mi no solicitada reflexión sobre mi aniversario, se me ocurrió esta entrada sobre qué es lo que cambió de un año a otro; es decir, qué cambios significó en términos prácticos un año más de vida (o menos, dicen los pesimistas, oh no!!!). Sin pretender ser una lista exhaustiva, las circunstancias y cosas que cambiaron son:
1. Yo.
2. Por primera vez en la vida vivo solo, solo, solo.
3. Conocí Argentina y Washington, D.C. (o sea que mi ignorancia del mundo se redujo así poquitito, pero algo es algo...).
4. Cambié de carro: le vendí a un tipo de nombre Honorio (wtf?!!!) a mi simpática Golfa (VW Golf) y me compré uno que estoy sospechando que es para personas con retraso mental de medio a severo (yo encantado, la verdad, que algo así estaba necesitando).
5. Por primera vez en la vida "me rompieron el corazón", buaaaahhh (jajaja, ni lo intenten sacarme más detalles, ¿eh? Es todo lo que voy a decir... además, ya volví a juntar los pedacitos y quedaron más o menos en el mismo lugar, jaja).
6. Me convertí en profesor universitario... ¡oh, no! ¿Soy un doño?
7. Tengo tres "fibromas" menos (yo tampoco sé qué sean)... ver post anterior.
8. Confío menos en las personas que no conozco (chin! ese cambio no me gusta).
9. Me inscribí al gimnasio y ¡wow! asistí incluso a clases aeróbicas.
10. Tengo muebles propios (¿soy un doño? buaaaaahhh!!!).
Y, claro, los libros que leí, las películas que ví, las canciones que escuché, los museos que visité, las entradas que escribí y las personas con las que conversé... todo esto, quiero pensar, me ha hecho una persona necesariamente diferente, con una noción mayor de todo lo que ignora y un acervo un poco más grande de gozos y experiencias que el que tenía cuando, hace un año, cumplí 27.
martes, octubre 21, 2008
El manco de Lepanto
Así me siento yo... como el manco de Lepanto. Evidentemente no por el talento para escribir - con la mano que le quedó - a Cervantes, sino porque debido a una insignificante e inútil cirugía en la mano izquierda que me hice a inicios de la semana pasada, mis habilidades para lidiar con el teclado de la computadora se han visto severamente mermadas y con ello se redujo aún más mi capacidad para alimentar este blog.
La cosa inicia más o menos así: mi piel es, cómo decirlo, un órgano que sería la delicia de cualquier congreso de dermatólogos, una especie de catálogo de deficiencias dérmicas, el Olimpo de los defectos de la piel humana, pues... En fin, son muchos los detallitos que yo le quisiera arreglar, siendo uno de los principales poder broncearme parejito y sin dejar lugar a dudas o ambigüedades: ser prietito por algunas semanas y que todo mundo me pregunte que si fui a Acapulco, o ya de perdida a las "playas" de Ebrard (albercas públicas de la ciudad de México con "arena" alrededor, ubicadas en colonias muy populares, para los no mexicanos). Todo este cúmulo de defectillos que tan mal combinan con la vanidad y la metrosexualidad fue razón suficiente para que me apersonara en el consultorio de una dermatóloga y la abrumara con preguntas del tipo ¿me lo puede quitar? ¿me lo puede curar? ¿me puedo bronceaaaaarrrrr, áááándeeeeeleeee?
Sobre el bronceado no hubo mucho qué hacer: la religión de los dermatólogos se los prohibe y además se sienten con la misión de prohibírselo también a sus pacientes, "que es el principal enemigo de la piel y háganle como quieran". Además la galena compartía conmigo el color blanco-drácula-oficinista y parecía ser feliz con eso. Yo decidí que la tomaré como inspiración, aunque me siga pareciendo contra natura resignarse a vivir con un color así, en estos tiempos de frivolidad extrema.
Sobre el virus que se había apoderado de mi barbilla con la ayuda de mi tic nervioso de pellizcarme las "lesiones" con singular alegría, sí había algo que hacer, ahí mismo tenía la solución. El método no sé cómo se llamará en los libros médicos, pero los simples mortales - como yo o como tú, querido lector - lo conocemos como tortura. Sí, tortura pura y dura - que aunque suene a verso, de poética no tiene nada -. La anestesia, que es el invento occidental (creo) para combatir el dolor, fue la principal causante de mis casi agónicos sufrimientos. Tan paradójico como lo oyen: diez o doce inyecciones de anestesia en un área de, qué sé yo, cinco centímetros cuadrados? que para colmo, su efecto se me pasó mucho antes de que la doctora terminara de "electrofulgurarme" (o sea, ¡QUEMARME!) con un aparatito que ya hubiera querido el Tribunal del Santo Oficio para hacer confesar lo que fuera a brujos y herejes. Yo, estoico como no soy, resistí tratando de contener los grititos de dolor que se me querían escapar junto con las lágrimas y sólo atiné a decir: "Después de eso, doctora, ya estoy listo para cualquier interrogatorio de la Policía Judicial o hasta para que me encierren en Guantánamo". Ella quedó muy satisfecha de mi desempeño como paciente. Yo no.
Pero la cirugía de la mano y del pie para removerme dos cositas que se llaman fibromas... ah, porque también me hicieron una en el pie que me tiene caminando como el asesino de Sospechosos Comunes. Digo que la cirugía de la mano, implicó cero dolor (excepto el de la anestesia, otra vez, que fue muy harto dolorosa), sin embargo, me entablillaron dos dedos de la mano izquierda y el teclado ahora es para mí un reto de complejidad elevada y escribo con una lentitud digna de anciano ebrio. Así que aunque las ideas fluyen a su ritmo normal cuando me quiero poner a escribirlas se me empiezan a hacer cuello de botella en las manos y unas se pierden para siempre y las que me quedan disponibles ya no conectan bien unas con otras. Ahora estoy aprendiendo a escribir con una mano y media, pero el proceso de adaptación cuesta y esa fue la razón por la que - a pesar de mis ganas de publicar alguna entrada en este sojuzgado blog - me ausenté de mi espacio digital y no tuve otro remedio que dedicarme a vivir en la realidad paralela en la que dicen que existo, ya saben, esa especie de autismo voluntario en el que vivimos la mayoría.
La cosa inicia más o menos así: mi piel es, cómo decirlo, un órgano que sería la delicia de cualquier congreso de dermatólogos, una especie de catálogo de deficiencias dérmicas, el Olimpo de los defectos de la piel humana, pues... En fin, son muchos los detallitos que yo le quisiera arreglar, siendo uno de los principales poder broncearme parejito y sin dejar lugar a dudas o ambigüedades: ser prietito por algunas semanas y que todo mundo me pregunte que si fui a Acapulco, o ya de perdida a las "playas" de Ebrard (albercas públicas de la ciudad de México con "arena" alrededor, ubicadas en colonias muy populares, para los no mexicanos). Todo este cúmulo de defectillos que tan mal combinan con la vanidad y la metrosexualidad fue razón suficiente para que me apersonara en el consultorio de una dermatóloga y la abrumara con preguntas del tipo ¿me lo puede quitar? ¿me lo puede curar? ¿me puedo bronceaaaaarrrrr, áááándeeeeeleeee?
Sobre el bronceado no hubo mucho qué hacer: la religión de los dermatólogos se los prohibe y además se sienten con la misión de prohibírselo también a sus pacientes, "que es el principal enemigo de la piel y háganle como quieran". Además la galena compartía conmigo el color blanco-drácula-oficinista y parecía ser feliz con eso. Yo decidí que la tomaré como inspiración, aunque me siga pareciendo contra natura resignarse a vivir con un color así, en estos tiempos de frivolidad extrema.
Sobre el virus que se había apoderado de mi barbilla con la ayuda de mi tic nervioso de pellizcarme las "lesiones" con singular alegría, sí había algo que hacer, ahí mismo tenía la solución. El método no sé cómo se llamará en los libros médicos, pero los simples mortales - como yo o como tú, querido lector - lo conocemos como tortura. Sí, tortura pura y dura - que aunque suene a verso, de poética no tiene nada -. La anestesia, que es el invento occidental (creo) para combatir el dolor, fue la principal causante de mis casi agónicos sufrimientos. Tan paradójico como lo oyen: diez o doce inyecciones de anestesia en un área de, qué sé yo, cinco centímetros cuadrados? que para colmo, su efecto se me pasó mucho antes de que la doctora terminara de "electrofulgurarme" (o sea, ¡QUEMARME!) con un aparatito que ya hubiera querido el Tribunal del Santo Oficio para hacer confesar lo que fuera a brujos y herejes. Yo, estoico como no soy, resistí tratando de contener los grititos de dolor que se me querían escapar junto con las lágrimas y sólo atiné a decir: "Después de eso, doctora, ya estoy listo para cualquier interrogatorio de la Policía Judicial o hasta para que me encierren en Guantánamo". Ella quedó muy satisfecha de mi desempeño como paciente. Yo no.
Pero la cirugía de la mano y del pie para removerme dos cositas que se llaman fibromas... ah, porque también me hicieron una en el pie que me tiene caminando como el asesino de Sospechosos Comunes. Digo que la cirugía de la mano, implicó cero dolor (excepto el de la anestesia, otra vez, que fue muy harto dolorosa), sin embargo, me entablillaron dos dedos de la mano izquierda y el teclado ahora es para mí un reto de complejidad elevada y escribo con una lentitud digna de anciano ebrio. Así que aunque las ideas fluyen a su ritmo normal cuando me quiero poner a escribirlas se me empiezan a hacer cuello de botella en las manos y unas se pierden para siempre y las que me quedan disponibles ya no conectan bien unas con otras. Ahora estoy aprendiendo a escribir con una mano y media, pero el proceso de adaptación cuesta y esa fue la razón por la que - a pesar de mis ganas de publicar alguna entrada en este sojuzgado blog - me ausenté de mi espacio digital y no tuve otro remedio que dedicarme a vivir en la realidad paralela en la que dicen que existo, ya saben, esa especie de autismo voluntario en el que vivimos la mayoría.
jueves, octubre 09, 2008
Tengo ganas...
De viajar en el tiempo y volver de vez en vez a mi pasado, a la infancia de las tardes calurosas que terminaban en tormenta en la época de las aguas, o cuando en junio le ofrecíamos flores al Sagrado Corazón de Jesús en el Rosario vespertino, vestidos con aquella sotana roja con la capucha blanca, como de acólitos, que olían a guardado y volver a vivir la emoción del último día de ese mes, en el que como premio nos regalaban rebanadas de sandía o hielitos de sabores a los que llamábamos "nenes".
De llorar copiosamente y después de eso sentirme aliviado, como si me hubiera deshecho de todas las emociones contradictorias que acumula uno a lo largo de sus años.
De reírme hasta llorar del dolor de estómago, como podía pasar en cualquier receso de la secundaria o la preparatoria, contándonos anécdotas completamente ordinarias para el oído ajeno pero que estaban repletas de sentido para quienes las habíamos vivido.
De tener una historia de amor tormentosa que termine muy bien.
De un año sabático de mí mismo, con disponibilidad abundante de recursos - si no es mucho pedir -.
De pasar más tiempo con mis amigos y vivir con mi familia, de unos tacos de carne asada o unos dogos de la Tutuli.¡Ay! La nostalgia...
Tengo ganas hasta de no tener ganas de todo esto...
De llorar copiosamente y después de eso sentirme aliviado, como si me hubiera deshecho de todas las emociones contradictorias que acumula uno a lo largo de sus años.
De reírme hasta llorar del dolor de estómago, como podía pasar en cualquier receso de la secundaria o la preparatoria, contándonos anécdotas completamente ordinarias para el oído ajeno pero que estaban repletas de sentido para quienes las habíamos vivido.
De tener una historia de amor tormentosa que termine muy bien.
De un año sabático de mí mismo, con disponibilidad abundante de recursos - si no es mucho pedir -.
De pasar más tiempo con mis amigos y vivir con mi familia, de unos tacos de carne asada o unos dogos de la Tutuli.¡Ay! La nostalgia...
Tengo ganas hasta de no tener ganas de todo esto...
lunes, octubre 06, 2008
"Mente sana en cuerpo sano"... ¿mente sana? yeah, right!
La célebre máxima que titula esta entrada y que se presentó como oportunidad para el escarnio de la cordura de mi mente, en realidad tenía el propósito de introducir el tema del ejercicio físico.
Con los deportes tengo yo una relación que prácticamente raya en fobia. Al sabio proverbio "De lejos se ven los toros porque de cerca cuernan" yo le he hecho la siguiente adaptación: "De tan lejos se ven los deportes, que apenas si alcances a divisarlos". Pero eso no obsta para que me tire yo a las mieles de la pereza y renuncie al deber - irrenunciable - del ejercicio físico. La única opción digna de realizarlo para un sedentario oficinista deportefóbico y un tanto vanidoso - como yo - que vive en una ciudad con altos índices de contaminación y estrés, es el gimnasio.
Con el gimnasio tengo una relación más compleja y, debo decir, una de las más largas, pues ya hace diez años que me inscribí por vez primera a un gimnasio cercano a mi casa en Hermosillo que se llamaba - tan ochentero él - Pro Body. Es una relación como de intermitente fidelidad y constante amor/odio. Y no me refiero a un lugar en particular, porque ya he pasado por varios: el Ornelas, en Hermosillo; la "salle de musculation"de la escuela en la que vivía en Francia, el gimnasio del CIDE, que estaba siempre solo y abandonado por los nerds que pueblan dicho centro de enseñanza, a pesar de su linda vista a los corporativos de Santa Fe y a los volcanes, en los pocos días claros de la ciudad de México: el súper profesional gimnasio de la Universidad de Columbia - Go Lions! -; y, claro, el gimnasio al que voy ahora - feo pero carito él -.
Como había mencionado en mi entrada anterior, yo presto oídos a cualquier recomendación que pase por saludable y si ahora tomo dos litros de agua, también procuro - en la medida que lo permiten mis deseos y diversificadas ocupaciones - ir al gimnasio dos o tres veces por semana. El asunto con el gimnasio es que se vuelve más rutinario que, incluso, el matrimonio. Y las rutinas te harán más fácil la vida pero también terminan por aburrirlo a uno, hay que decirlo, por el bien de la perpetuación de la familia como núcleo de la sociedad. Aunque, bueno, siempre hay formas de combatir el aburrimiento. Y eso fue justo lo que me puse a pensar un día de la semana pasada cuando llegué al gimnasio y me invadieron las ganas de abandonarlo todo (el gimnasio). Hablé con el instructor y le pedí un cambio de rutina, sólo para constatar que la que me proponía tenía de nuevo lo que yo de físicoculturista. Entonces se me ocurrió voltear al segundo piso, en donde según yo ocurrían cosas absolutamente vedadas para mí: las clases aeróbicas de distintos tipos, que compartían todas una característica: a ellas entraban mujeres de todas las dimensiones para salir, una hora después, con más sudor que un obeso caminando en el Sahara y una cara de aflicción que parecía entre de la Chimoltrufia y de la Chupitos.
Después de meditarlo por unos pocos segundos, tratando de obstaculizar a como diera lugar tan aberrante idea, mi yo espontáneo - que normalmente juega un papel pasivo en mi vida - me dijo "¿Cómo carambas no?". Y así, con ese ímpetu entre folclórico y temerario, entré a mi primera clase aeróbica. Para no sentirme absolutamente fuera de lugar, el destino puso en la clase a otro individuo humano del sexo masculino. Y todo empezó de manera más o menos inocua, estiramientos, calentamiento y, antes de que yo reparara, ya tenía las piernas en el aire, meciendo la cadera y apretando los músculos abdominales - ¡simultáneamente! -.
Yo no sé qué hace el ejército estadounidense y aliados de la OTAN en Afganistán, buscando terroristas en las agrestes montañas, si nada más tendrían que ser alumnos de mi instructora, para darse cuenta que inspira más terror que ningún Osama Bin Laden. ¡Ay qué dolores del cuerpo experimenté, de músculos de cuya existencia nunca me había percatado! ¡Y qué de heridas sufrieron mi orgullo y amor propio cuando la maestra gritaba con régimen militarizado: "levanten las pieeeernaaaaaas"!
No seguiré describiendo los litros que sudé y que las caras de la Chimoltrufia y de la Chupitos eran cual Miss Universos comparadas con las que yo ponía tratando de coordinar los difíciles pasos y ritmos de prima ballerina del Bolshói que tenía que hacer con las dos piernas izquierdas con las que me dotó Dios. Al día siguiente, parecía yo la Bruja del 71 tratando de levantarme de la cama, bajo el doloroso reclamo de los músculos abdominales que nunca se me había ocurrido poner en acción.
Hoy me siento conforme con mi vida pues he descubierto empíricamente que el sadomasoquismo es tan real como este blog, pues al día siguiente llegué a levantar mis pesas y algo en mí me hizo decidir subir al segundo piso de ese gimnasio, de donde bajan las gordas sudadas, las flacas sudadas y uno que otro Rafa sudado, apaleado por seguir otra de las desafortundas recomendaciones para ser una persona saludable y sollozando ¡Mueran el mal gobierno y el maldito ejercicio físico!
Con los deportes tengo yo una relación que prácticamente raya en fobia. Al sabio proverbio "De lejos se ven los toros porque de cerca cuernan" yo le he hecho la siguiente adaptación: "De tan lejos se ven los deportes, que apenas si alcances a divisarlos". Pero eso no obsta para que me tire yo a las mieles de la pereza y renuncie al deber - irrenunciable - del ejercicio físico. La única opción digna de realizarlo para un sedentario oficinista deportefóbico y un tanto vanidoso - como yo - que vive en una ciudad con altos índices de contaminación y estrés, es el gimnasio.
Con el gimnasio tengo una relación más compleja y, debo decir, una de las más largas, pues ya hace diez años que me inscribí por vez primera a un gimnasio cercano a mi casa en Hermosillo que se llamaba - tan ochentero él - Pro Body. Es una relación como de intermitente fidelidad y constante amor/odio. Y no me refiero a un lugar en particular, porque ya he pasado por varios: el Ornelas, en Hermosillo; la "salle de musculation"de la escuela en la que vivía en Francia, el gimnasio del CIDE, que estaba siempre solo y abandonado por los nerds que pueblan dicho centro de enseñanza, a pesar de su linda vista a los corporativos de Santa Fe y a los volcanes, en los pocos días claros de la ciudad de México: el súper profesional gimnasio de la Universidad de Columbia - Go Lions! -; y, claro, el gimnasio al que voy ahora - feo pero carito él -.
Como había mencionado en mi entrada anterior, yo presto oídos a cualquier recomendación que pase por saludable y si ahora tomo dos litros de agua, también procuro - en la medida que lo permiten mis deseos y diversificadas ocupaciones - ir al gimnasio dos o tres veces por semana. El asunto con el gimnasio es que se vuelve más rutinario que, incluso, el matrimonio. Y las rutinas te harán más fácil la vida pero también terminan por aburrirlo a uno, hay que decirlo, por el bien de la perpetuación de la familia como núcleo de la sociedad. Aunque, bueno, siempre hay formas de combatir el aburrimiento. Y eso fue justo lo que me puse a pensar un día de la semana pasada cuando llegué al gimnasio y me invadieron las ganas de abandonarlo todo (el gimnasio). Hablé con el instructor y le pedí un cambio de rutina, sólo para constatar que la que me proponía tenía de nuevo lo que yo de físicoculturista. Entonces se me ocurrió voltear al segundo piso, en donde según yo ocurrían cosas absolutamente vedadas para mí: las clases aeróbicas de distintos tipos, que compartían todas una característica: a ellas entraban mujeres de todas las dimensiones para salir, una hora después, con más sudor que un obeso caminando en el Sahara y una cara de aflicción que parecía entre de la Chimoltrufia y de la Chupitos.
Después de meditarlo por unos pocos segundos, tratando de obstaculizar a como diera lugar tan aberrante idea, mi yo espontáneo - que normalmente juega un papel pasivo en mi vida - me dijo "¿Cómo carambas no?". Y así, con ese ímpetu entre folclórico y temerario, entré a mi primera clase aeróbica. Para no sentirme absolutamente fuera de lugar, el destino puso en la clase a otro individuo humano del sexo masculino. Y todo empezó de manera más o menos inocua, estiramientos, calentamiento y, antes de que yo reparara, ya tenía las piernas en el aire, meciendo la cadera y apretando los músculos abdominales - ¡simultáneamente! -.
Yo no sé qué hace el ejército estadounidense y aliados de la OTAN en Afganistán, buscando terroristas en las agrestes montañas, si nada más tendrían que ser alumnos de mi instructora, para darse cuenta que inspira más terror que ningún Osama Bin Laden. ¡Ay qué dolores del cuerpo experimenté, de músculos de cuya existencia nunca me había percatado! ¡Y qué de heridas sufrieron mi orgullo y amor propio cuando la maestra gritaba con régimen militarizado: "levanten las pieeeernaaaaaas"!
No seguiré describiendo los litros que sudé y que las caras de la Chimoltrufia y de la Chupitos eran cual Miss Universos comparadas con las que yo ponía tratando de coordinar los difíciles pasos y ritmos de prima ballerina del Bolshói que tenía que hacer con las dos piernas izquierdas con las que me dotó Dios. Al día siguiente, parecía yo la Bruja del 71 tratando de levantarme de la cama, bajo el doloroso reclamo de los músculos abdominales que nunca se me había ocurrido poner en acción.
Hoy me siento conforme con mi vida pues he descubierto empíricamente que el sadomasoquismo es tan real como este blog, pues al día siguiente llegué a levantar mis pesas y algo en mí me hizo decidir subir al segundo piso de ese gimnasio, de donde bajan las gordas sudadas, las flacas sudadas y uno que otro Rafa sudado, apaleado por seguir otra de las desafortundas recomendaciones para ser una persona saludable y sollozando ¡Mueran el mal gobierno y el maldito ejercicio físico!
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