El segundo recuento al que quiero darle continuidad, con lo cual ya puedo cambiar a una actitud más feliz, es al asunto este de mi cumpleaños. La verdad no he encontrado ninguna diferencia entre tener 27 años 11 meses, y 28 años (agrego close-up de mí a los 28 años).
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Además del elevado número de personas humanas que asistieron y que amablemente departieron codo a codo en mi departamento (lo digo literal, porque el espacio de los inmuebles en el D.F. pues no suele dar para más), la comida y la bebida - que no hay festín posible sin comer y beber como se debe - también estuvieron a la altura. De comida ofrecí los así llamados "tacos de canasta", que son taquitos que ya vienen preparados al interior de una canasta, así todos juntitos y con la tortilla remojadita en una deliciosa sustancia aceitosa, con diferentes rellenos. Yo les tenía cierto recelo sonorense a los tacos de canasta porque son muy baratos y los consideraba una cosa medio exótica del centro de la República pero cuando los conocí fue amor a primera vista. También había que dar lo que en México llamamos "botanas", o sea, cosas pequeñas que nada más se agarran así bien facilito y que no requieren ni siquiera que el comensal tenga plato y/o cubiertos.
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Las bebidas espirituosas, reconocidas pieza clave de cualquier fiesta que se precie de serlo, fueron también variadas y en cantidades suficientes. Tuve a bien contratar a una persona, Martín, que se encargó de servir las bebidas y que me liberó de la abochornante responsabilidad de hacer que todos estuvieran siempre con alcohol entre sus manos. De esta manera, pude distribuirme de mejor manera entre los distintos grupos de invitados, porque no siempre puede uno hacer que se mezclen orgánicamente.
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Otra de las razones por las que considero exitoso mi festejo es que mis vecinos no se quejaron del ruido y de la gente, porque en los lugares en los que vive uno hacinado en efificios de departamentos, siempre está doña Cuquita que se queja del ruido y te puede armar un zafarrancho de magnánimas dimensiones con patrullas y policía incluidas si se pone mal la cosa. A mí esto me parece muy injusto, porque si bien hay que tener consideración de no hacer mucho ruido, yo tengo que aguantarme los taconazos de la vecina de arriba y los lloridos frecuentísimos de los niños del departamento de en frente y, ahora, los angustiosos ladridos del fregado perro que metió de contrabando el vecino de abajo. Entonces, creo que a los demás les toca aguantar de vez en cuando que el vecino soltero y en la flor de la juventud del cinco (o sea, yo) pueda celebrar su cumpleaños sin tener que ponerles pantunflas y silenciadores a sus invitados. El caso es que, al parecer, mis vecinos coincidieron aunque sea parcialmente con mi argumento y no dijeron ni pío.
Al día siguiente, la vida social prosiguió con la misma intensidad y acompañé a una amiga a una boda de etiqueta rigurosa (a la que yo fui únicamente con traje oscuro) y después a otra fiesta de cumpleaños. En ambos eventos bailé con singular alegría - e irresponsabilidad - de tal manera que al día siguiente la herida de mi pie empezó a abrirse como espero se me abran las puertas del cielo. Y así, con danzas y heridas que no cierran, empezaba el año vigésimo octavo del Señor...