Procurando aprovechar para hacer cosas de provecho finsemaneras, este domingo decidimos salir a algún lugar fuera del D.F., a pueblear, decimos aquí. Es decir, a recorrer algún lugar pequeño que esté en las cercanías. La verdad es que el Valle de México y sus alrededores es impresionante. No sabíamos a dónde ir, ya habíamos usado el tiro de Cuernavaca en repetidas ocasiones, también habíamos conocido ya Querétaro, Morelia, Puebla, Tepoztlán y Acapulco. Tenía que ser algo cercano, de máximo dos horas porque iríamos y vendríamos el mismo día. Pues surgió la fenomenal idea de ir a un pueblo que se llama Tepotzotlán (no Tepoztlán que para nuestra continua confusión está en el Estado de México y no en el de Morelos, ambos colindantes con el Distrito Federal, pero uno al sur y el otro al norte). Yo, en lo particular, sabía un poco más que nada al respecto del lugar. Lo que me animó particularmente es que es un Pueblo Mágico, categoría de la Secretaría de Turismo para lugares pequeños, normalmente muy antiguos - coloniales - y muy bien conservados. Debe ser mi alma pueblerina, pero me fascinan esos lugares, pasear por calles empedradas sin que los carros te amenacen con su paso, visitar casas antiguas y asomarme a los jardines interiores llenos de plantas y poltronas (mecedoras) donde se mecen normalmente acicaladas ancianas que, por idealizarlas, me parecen siempre solteronas pertenecientes a alguna cofradía del Sagrado Corazón.
Pues Tepotzotlán resultó ser una muy agradable sorpresa. Su principal atracción es un convento - colegio jesuita del siglo XVI que alberga el Museo Nacional del Virreinato y expone obras pictóricas e indumentaria de los tres siglos que duró la colonia española, cuando el actual México era la parte principal de los dominios del Virreinato de la Nueva España. La joya de la corona es una iglesia dedicada a San Francisco Xavier, evangelizador jesuita que murió en Oriente. Tiene cinco retablos barrocos churriguerescos cubiertos en hoja de oro que agolpan tu vista al entrar, abochornando el vacío que no se atreve a dar la cara, entre altares, esculturas y pinturas rodeados de una ornamentación impresionante. Por si la iglesia en sí fuera poco, también tiene adicionada una capilla, conocida como casa de Loreto, que es una verdadera preciosidad. No hay lugar al que voltees que no te ataque con alguna visión polícroma y ensalsadora de la iconografía católica. Hasta el suelo es una obra de arte, hecho de preciosos azulejos que puedes contemplar sin pisarlos porque están protegidos por un cristal que los recubre. Tiene una bóveda con múltiples niveles, con personajes distintos en cada uno, a la manera de los círculos concéntricos que forman el fresco de la bóveda de Brunelleschi de la catedral de Florencia, pero no pintados sino esculpidos y recubiertos de pigmentos multicolor enmarcados con detalles en lo que yo asumo que es oro.
El convento es enorme, con varios patios interiores hermosos, capillas, así como una preciosa biblioteca muy antigua que amenaza severamente de excomulgar a todo aquel que sustraiga sus libros y no los vuelva a su lugar. Algo estricto habrá sido el colegio si aplicaba tales sanciones y yo me asustaba porque me dijeran que se me iba a aparecer el fantasma del director sin cabeza. Estar en un lugar como ese realmente te traslada a otros tiempos que pareciera que sólo pertenecen a los museos, pero que en realidad fueron parte de la vida cotidiana de la humanidad en otros tiempos, o debo decir, de otra humanidad en ese tiempo. Sólo pensar en no poder usar pantalones de mezclilla me parece inconcebible, así que las demás costumbres y formas de vida del virreinato son una linda nostalgia que espero nunca vuelvan a imponerse.
Y ya que andábamos por ahí, fuimos a un acueducto que nos informamos que había por ahí, sólo estaba a treinta kilómetros del pueblo, así que no debíamos tardar mucho tiempo en llegar. Fue otra maravilla aún no descubierta por la crítica. Es un acueducto no muy largo pero bastante alto en la parte en la que se encuentra un arroyo, cuya corriente hace ruidos que retumban hasta lo alto del acueducto. El lugar se llama Arcos del Sitio y tiene un paseo padrísimo que incluye dos puentes colgantes a la Indiana Jones para poder ver el Acueducto justo de frente. El verdor de los campos aledaños con lomas forradas de pasto, cual casa de los Teletubbies, era un verdadero espectáculo para todos los sentidos, porque no sólo la vista se atiborraba de belleza, también oías y sentías un fresco y delicado viento, podías oler a árboles, a humedad, a naturaleza, sentirte a años luz de las contaminadas calles de la ciudad de México, como si estuvieras en una isla virgen del oceáno que quisieras escogen en los delirios de tu imaginación. Y en realidad estabas como a media hora de los confines de la mancha (literalmente) urbana más grande del mundo. El camino había sido un tanto tortuoso porque la mitad de la carretera, la parte que estaba en muy buenas condiciones, estaba plagada de topes, pero a manera de parecer una broma de muy mal gusto, porque no dejabas de pasar uno (altos como tapias los condenados) cuando ya tenías que volver a frenta porque enseguida estaba el siguiente. La otra parte, la que no tenía topes, parecía zona de guerra, unos hoyos marca diablo que en ocasiones era imposible evadir. De tal manera, que uno de los acompañantes sugirió mejor salirnos de la carretera y conducir el carro por la orilla, lo cual, aunque fue a guisa de broma pudo haber sido una muy útil sugerencia. Pero la vista hacía que lo olvidaras todo (sobre todo si no eras tú quien iba conduciendo). Hubo que bajar las ventanas y los quemacocos del carro y dejar entrar el viento que, aunque deshidrata la piel, se siente tan bonito.
De regreso a la ciudad, nos recibió la lluvia, una lluvia fuerte, a cántaros, que hizo que el tráfico fuera más lento, como recordatorio pertinente de que ya estábamos de vuelta en la ciudad. Un dolor de cabeza que no se quitó hasta que me durmió también me trajo de regreso a la realidad, la triste realidad dicen algunos para referirse a la cotidianidad y la rutina, pero no, no es tan triste, tiene lo suyo. Hasta caminar por las calles en - lo que me parece - la perpetua reparación de las calles del centro histórico por donde camino a diario para llegar al trabajo y que parece escenario apocalíptico, tiene su gracia; la auténtica gracia de una vida que no es ni de revista ni de postal, que sólo es eso: tu vida.
Pues Tepotzotlán resultó ser una muy agradable sorpresa. Su principal atracción es un convento - colegio jesuita del siglo XVI que alberga el Museo Nacional del Virreinato y expone obras pictóricas e indumentaria de los tres siglos que duró la colonia española, cuando el actual México era la parte principal de los dominios del Virreinato de la Nueva España. La joya de la corona es una iglesia dedicada a San Francisco Xavier, evangelizador jesuita que murió en Oriente. Tiene cinco retablos barrocos churriguerescos cubiertos en hoja de oro que agolpan tu vista al entrar, abochornando el vacío que no se atreve a dar la cara, entre altares, esculturas y pinturas rodeados de una ornamentación impresionante. Por si la iglesia en sí fuera poco, también tiene adicionada una capilla, conocida como casa de Loreto, que es una verdadera preciosidad. No hay lugar al que voltees que no te ataque con alguna visión polícroma y ensalsadora de la iconografía católica. Hasta el suelo es una obra de arte, hecho de preciosos azulejos que puedes contemplar sin pisarlos porque están protegidos por un cristal que los recubre. Tiene una bóveda con múltiples niveles, con personajes distintos en cada uno, a la manera de los círculos concéntricos que forman el fresco de la bóveda de Brunelleschi de la catedral de Florencia, pero no pintados sino esculpidos y recubiertos de pigmentos multicolor enmarcados con detalles en lo que yo asumo que es oro.
El convento es enorme, con varios patios interiores hermosos, capillas, así como una preciosa biblioteca muy antigua que amenaza severamente de excomulgar a todo aquel que sustraiga sus libros y no los vuelva a su lugar. Algo estricto habrá sido el colegio si aplicaba tales sanciones y yo me asustaba porque me dijeran que se me iba a aparecer el fantasma del director sin cabeza. Estar en un lugar como ese realmente te traslada a otros tiempos que pareciera que sólo pertenecen a los museos, pero que en realidad fueron parte de la vida cotidiana de la humanidad en otros tiempos, o debo decir, de otra humanidad en ese tiempo. Sólo pensar en no poder usar pantalones de mezclilla me parece inconcebible, así que las demás costumbres y formas de vida del virreinato son una linda nostalgia que espero nunca vuelvan a imponerse.
Y ya que andábamos por ahí, fuimos a un acueducto que nos informamos que había por ahí, sólo estaba a treinta kilómetros del pueblo, así que no debíamos tardar mucho tiempo en llegar. Fue otra maravilla aún no descubierta por la crítica. Es un acueducto no muy largo pero bastante alto en la parte en la que se encuentra un arroyo, cuya corriente hace ruidos que retumban hasta lo alto del acueducto. El lugar se llama Arcos del Sitio y tiene un paseo padrísimo que incluye dos puentes colgantes a la Indiana Jones para poder ver el Acueducto justo de frente. El verdor de los campos aledaños con lomas forradas de pasto, cual casa de los Teletubbies, era un verdadero espectáculo para todos los sentidos, porque no sólo la vista se atiborraba de belleza, también oías y sentías un fresco y delicado viento, podías oler a árboles, a humedad, a naturaleza, sentirte a años luz de las contaminadas calles de la ciudad de México, como si estuvieras en una isla virgen del oceáno que quisieras escogen en los delirios de tu imaginación. Y en realidad estabas como a media hora de los confines de la mancha (literalmente) urbana más grande del mundo. El camino había sido un tanto tortuoso porque la mitad de la carretera, la parte que estaba en muy buenas condiciones, estaba plagada de topes, pero a manera de parecer una broma de muy mal gusto, porque no dejabas de pasar uno (altos como tapias los condenados) cuando ya tenías que volver a frenta porque enseguida estaba el siguiente. La otra parte, la que no tenía topes, parecía zona de guerra, unos hoyos marca diablo que en ocasiones era imposible evadir. De tal manera, que uno de los acompañantes sugirió mejor salirnos de la carretera y conducir el carro por la orilla, lo cual, aunque fue a guisa de broma pudo haber sido una muy útil sugerencia. Pero la vista hacía que lo olvidaras todo (sobre todo si no eras tú quien iba conduciendo). Hubo que bajar las ventanas y los quemacocos del carro y dejar entrar el viento que, aunque deshidrata la piel, se siente tan bonito.
De regreso a la ciudad, nos recibió la lluvia, una lluvia fuerte, a cántaros, que hizo que el tráfico fuera más lento, como recordatorio pertinente de que ya estábamos de vuelta en la ciudad. Un dolor de cabeza que no se quitó hasta que me durmió también me trajo de regreso a la realidad, la triste realidad dicen algunos para referirse a la cotidianidad y la rutina, pero no, no es tan triste, tiene lo suyo. Hasta caminar por las calles en - lo que me parece - la perpetua reparación de las calles del centro histórico por donde camino a diario para llegar al trabajo y que parece escenario apocalíptico, tiene su gracia; la auténtica gracia de una vida que no es ni de revista ni de postal, que sólo es eso: tu vida.