viernes, febrero 16, 2007

Por fin un oasis de tranquilidad...

Desde que volví de la ópera en la segunda semana de diciembre, cuando aún estaba en Nueva York, no he tenido el tiempo propicio para ponerme a escribir tantas cosas que cual saliva de paciente tomando antibióticos quiero sacar de mis adentros. Quisiera hacerlo cronológicamente pero creo que sería desgastante (sobre todo para quien intentara leerlo), así que trataré de irme desahogando poco a poco, lamentando que muchas anécdotas (y sobre todo sus detalles) quedarán en el olvido porque el tiempo tiene el despreciable efecto de ir desvaneciendo la intensidad de las emociones, de las imágenes, de las sensaciones que cada situación nos hace vivir. Ahora la nostalgia por Nueva York me tiene tiernito. La nostalgia y yo somos uno mismo y cuando me mudo a otra etapa de mi vida su presencia es segura. La nostalgia más dura la sufrí cuando me mudé de Huásabas a Hermosillo, y el detonador más importante era un casete de Roberto Carlos. Quede anotado que todavía se usaban los casetes que ahora suenan a historia antigua pero que hace muy pocos años todavía eran el centro de la vida musical de cualquier persona con todo y su poca fidelidad, sus aguadeos de cinta y sus lados A y B. [Hago esta anotación porque quedé sorprendido con un gap generacional cuando hace unos días platicaba con un amigo y salió a colación la palabra casete y su hija de cuatro años preguntó que si qué era tal cosa: ¡o sea, ya ni los conocen! Pero volveré a mi asunto de la nostalgia neoyorquina y la noche que volví de la opera. Asistí a Don Carlo de Giusepi Verdi, que duró nada menos que cinco horas en los últimos días de mis exámenes finales, a los que no les permití que me quitaran el derecho de despedirme como se debe de my life in NY. Ésa fue una noche fantástica, que compartí con un sándwich de salmón y pan de centeno que me salvó de morir de inanición en el primero de los dos intermedios de la función. Pero, sobre todo, fue una noche extremadamente rara. Como la ópera empezó a las siete, terminó prácticamente a la media noche. La Ópera Metropolitana, Met Opera House es parte de un complejo para el desarrollo de las artes llamado Lincoln Center, que es lugar hermoso de NY en el Upper West Side. Pues como el metro neoyorquino no descansa ni a deshoras y en el propio Lincoln Center que está en la calle 66 hay una estación de la misma línea que me llevaba a mi departamento, el subway me pareció la mejor opción. Ahora sé que no lo era… o tal vez sí. El tren se tardó más de lo normal en pasar pero eso no fue lo peor. Mi estación era en la calle 110, pero cuando el tren se detuvo al llegar a la calle 96 todos sus numerosísimos pasajeros empezaron a bajarse y los aparentemente inexistentes guardias, después de buscarlos por un buen rato, me indicaron que había que tomar otro tren pero en el andén contrario al que debía ser. Pues estuve otro madrugador rato esperando este otro tren bajo el remordimiento de tener muchas trabajos que entregar y muy poco tiempo para hacerlos. Cuando finalmente llegó el tren me subí con un gran alivio de estar más cerca de casa. Cómo se estaba riendo la fortuna de mí cuando en los altavoces algún funcionario del metro anunciaba que todos los trenes harían su siguiente parada hasta la calle CIENTO TREINTA Y TANTOS y yo iba a la 110, así que me quedaba más lejos la siguiente parada que donde estaba. Pues ya con mucha sensación de extrañeza por lo raro que estaba funcionando todo pregunté, cual Chapulín Colorado “y ahora ¿quién podrá ayudarme?”, pues la respuesta fue que había un camión que recorrería las paradas intermedias, que lo tomara en la calle. Pues cuál sería mi sorpresa que al salir a buscarlo no había nada del tal camión, sino una especie de camioneta pintada muy folclóricamente con dibujos multicolores y al centro la palabra mágica, que me pareció haber estado hechizado al leerla: TACOS, creo haberla leído con la siguiente entonación: taaaaaaacooooooossssss. Obviamente, la curiosidad no se hizo esperar y cual Speedy González en exilio salí corriendo a analizar aquél anómalo puesto de tacos en pleno Broadway y 96. Pues cuál sería mi sorpresa que no sólo sí eran tacos, sino que todo el conjunto era tan auténtico como un puesto callejero en la ciudad de México (excepto las tortillas de apariencia acartonada): salsa reguereteada alrededor de sus contenedores, música entre tropical y cándidamente naca, taqueros de cinturas más que prominentes con mandiles manchados de grasa, y una audiencia taquera de muy latinoamericanas características. Pues fue toda una experiencia comer tacos de dos dólares, yo me pedí uno de chorizo con todo el temor de que sus condimentos y el estómago trasnochado no fueran a hacer muy buena pareja, pero no, mi panza me lo agradeció tanto como mi paladar. Y no sólo eso de tomar había Jarritos (esto sin duda no significará nada para un lector no mexicano, pero añada el nombre de su bebida más local y podrán entender mi asombro/alegría/satisfacción por haber cumplido tan bien con un cliché taquero, la misma noche que había ido a la ópera y había cenado un esnob sándwich de salmón con pan de centeno. Regocijado por la experiencia volví caminando a la residencia, contemplando con admiración que la una de la mañana en Nueva York es muy parecida a las doce del mediodía; tiendas y restaurantes abiertos, gente pasando en multitudes, unos paseando a su perro, otros paseando a otro humano y, los más, como yo paseándose a sí mismos. Y, para rematar, al llegar a la “tranquilidad” de la residencia me encuentro con un conflicto de piso a piso, que incluía amenazas de golpes, gringas sobresaltadas y un mexicano con cara de What? (o sea, yo). Fue una noche genial, bizarra, vertiginosa, inverosímil, inolvidable, tal como me gustan las noches.