viernes, enero 27, 2006
Homeless
He tenido siempre la intención de vivir el mayor número de experiencias posibles. "Me gusta vivir de todo". Al menos eso pensaba, pero ahora resulta que soy un sin hogar, un homeless, un SDF (sin domicilio fijo). Digo, afortunadamente no vivo en la calle (sigo en el depa en el que estaba) y sé que tengo una casa en Hermosillo, pero debido a que vivo a 3000 kilómetros de ahí no me sirve de mucho. Pero ya tengo una semana y dos días buscando casa con carácter de urgente y no pasa nada... no encuentro nada y si lo encuentro ya está ocupado o es un lugar tan terrible que podría ser confundido con madriguera. Y no es que sea yo fresa y me esté poniendo los moños, pero tampoco se trata de vivir en Tepito. Por lo contrario, debido a la desesperación estoy aceptando vivir en cualquier tugurio, con ciertas condiciones, claro, pero ni así. El sentimiento de no tener un lugar en el que sientas que estás en tu espacio es.... cómo decirlo, mmmmhhh, it sucks, es horrible, c'est la merde, en fait!!! Inclusive mi ego que no se caracteriza por visitar seguido el inframundo ha caido más que la bolsa de valores en la Depresión del 29. Buena parte de ese terrible incidente se lo debo a una señora que se cree condesa de Chapultepec aunque sólo parezca la hermana mayor de Drácula. Este personaje caído de alguna aristocracia que hace rato se pudrió de añeja es la mamá de la dueña del departamento perfecto para mis necesidades. Y nos trajo a mi y a mi hoy ex-candidato a roomy dando más vueltas que burro en táhona consiguiéndole toooodos los papeles que se le ocurrió pedir, para que una semana después nos dijera que nooooo le rentaba a estudiantes porque somos algo así como los peores individuos del universo y que la cuenta de ahorros que le presenté tenía muuuuy pocos ahorros, ja', pocos ahorros, si gracia hago en tener algo ahorrado, considerando mis ingresos y mis egresos. Pues después de la inhumana humillación que me hizo pasar empecé a sentirme muy abandonado de la mano de Dios y estuve a punto de salir corriendo casa por casa pidiendo asilo. Si no soy tan mala persona, digo, porqué nadie me quiere admitir como inquilino, probablemente tenga mejor suerte como arrimado. Conclusión: no sé dónde voy a vivir en los próximos meses, me siento rechazado de la sociedad inmobilidaria y mi ánimo está a punto de decir "ya basta" y arrojarme a una depresión, de ésas que ahora son tan famosas, lo cual no estaría mal, porque me gusta estar a la moda, en cuanto a padecimientos psiquiátricos se refiere.
viernes, enero 20, 2006
Mi vida en Huásabas (capítulo 2)
Después de escribir el capítulo 1 fui de vuelta al pueblo a despedirme de mis sobrinos y a llevar a cabo un plan que había venido posponiendo durante mucho tiempo: ir al pueblo en una fecha de mucha tranquilidad o mejor dicho en un día normal, para volver a sentir el tranquilo ritmo de sus calles y sus habitantes; para volver a experimentar la sensación del tiempo pasar más lentamente de lo regular. Tenía ansias de hacerlo y poder cerrar los ojos e imaginarme en un día de esos de mi niñez que tanto añoro. Quería incluso escuchar las voces de mis amigos de la infancia, pero como eran en ese tiempo. Quería, incluso, escuchar tocar las campanas que anunciaban que el juego en turno estaba a punto de acabar y que había que irse a la Iglesia, no sin antes pasar a la casa a ponerse zapatos.
Desde niño andar descalzo ha sido un placer para mis pies y en Huásabas era un lujo que sí podía darme. Descalzo recorría las ardientes calles en el verano corriendo de una sombra a otra para descansar de la sensación de tener una brasa pegada en la planta de los pies. Una vez tuve que sentarme en medio de la calle porque no hice bien mis cálculos y la próxima sombra estaba demasiado lejos de la anterior y mis pies no lo pudieron aguantar y decidieron cederle el honorable trabajo de soportar el horrible calor a mi trasero que en unos segundos se rehusó y me hizo brincar y correr cual Ana Gabriela y refugiarme en la mínima sombra que producía una pequeña tapia en ruinas justo a la hora del mediodía. A partir de entonces me volví más calculador, jaja, bueno… de sombras y distancias. Esa era la parte difícil de andar descalzo, pero era un inconveniente mínimo. Lo máximo era esperar las escasas lluvias que regaban el suelo sonorense y “bañarse en los arroyitos” o en “los charcos”. Cuando terminaba de llover o aun cuando estaba lloviendo salíamos todos los “chamacos” a remojarnos y cuando nos cansábamos de revolotear nos tirábamos en la calle por donde se formaban corrientes de agua. No nos importaba que el agua pudiera traer suciedad, en fin, sería suciedad conocida y eso la hace menos sucia. Los escrúpulos no abundaban en esa época, lo único que importaba era disfrutar de los excelsos placeres que producía la escasa agua de la lluvia, cuando se dignaba venir a aliviar la resequedad de los ranchos por allá a finales de junio si bien iba y si no, pues por lo menos para los finales de julio y en agosto sí era seguro que cayera algo del agua. La lluvia era algo esencial en la vida del pueblo. Los rancheros dependían de ella para que el ganado tuviera algo de qué alimentarse. Si “las aguas” (temporada de lluvias borrascosas del verano) se tardaban en llegar había que alimentar al ganado que se viera más resistente con concentrados o alimento especial para el ganado que había que comprar y que mermaba considerablemente las utilidades de la actividad ganadera. A muchas cabezas se les dejaba morir, no había manera de alimentar a todas y además llevar el sustento al hogar. Por ese motivo, ya en junio empezaban a hacerse peregrinaciones por las calles del pueblo, en las que se rezaba el Rosario llevando al frente una escultura del Ecce Homo, “santichiomo” como le llamaban algunas devotas viejitas. Esta imagen era particularmente llamativa. En realidad daba miedo si no traías los nervios bien asentados. La llevaban entre cuatro hombres que se turnaban porque era bastante pesada y del tamaño de un hombre grande. Llevaba un hábito púrpura y los brazos le colgaban como si fueran los de un desmayado. Pero lo más impresionante era el pelo, que constaba de una peluca rubia de largos cabellos lacios, que seguro sería la envidia de Francis. Pero debajo de esa prenda kitsch lucía la desfigurada cara ensangrentada de Nuestro Señor el Nazareno que combinaba perfecto con los sobrios rostros de las mujeres mayores que enjutas se sostenían el velo de encaje negro, mientras recitaban el Ave María a veces exhalando y a veces inhalando las palabras que juntas se convertían en un himno incomprensible pero entonado con un fervor que muy pocas veces he vuelto a contemplar. Al ritmo que se movían los inertes brazos del Ecce homo sacudían los señores sus sombreros que llevaban en la mano para echarse un poco de viento en las sudorosas caras del ardiente verano. Los niños, por nuestra parte, alternábamos rezos y pláticas, burlas y risas contenidas y cumplíamos con estoicismo la obligación de no hacer ningún aspaviento cuando la catequista nos propinaba algún discreto pellizco exactamente en los lugares en los que más duelen. Y después de la peregrinación a esperar la lluvia. Normalmente no llegaban de inmediato, así que había que armarse de paciencia y tupirle al único recurso con el que contábamos los huasabeños para hacer llover: las peregrinaciones con el “santichiomo”. Yo siempre me quedaba platicando afuera de la Iglesia con los amigos que estuvieran dispuestos a sufrirme; algunas veces nos sorprendieron las lluvias borrascosas cargadas de brillantes relámpagos que indicaban de “donde venía el agua”, seguidos de unos truenos estrepitosos que, por vida de Dios, no he vuelto a escuchar en ninguna parte. Y así fueron transcurriendo las tardes y los veranos.
Desde niño andar descalzo ha sido un placer para mis pies y en Huásabas era un lujo que sí podía darme. Descalzo recorría las ardientes calles en el verano corriendo de una sombra a otra para descansar de la sensación de tener una brasa pegada en la planta de los pies. Una vez tuve que sentarme en medio de la calle porque no hice bien mis cálculos y la próxima sombra estaba demasiado lejos de la anterior y mis pies no lo pudieron aguantar y decidieron cederle el honorable trabajo de soportar el horrible calor a mi trasero que en unos segundos se rehusó y me hizo brincar y correr cual Ana Gabriela y refugiarme en la mínima sombra que producía una pequeña tapia en ruinas justo a la hora del mediodía. A partir de entonces me volví más calculador, jaja, bueno… de sombras y distancias. Esa era la parte difícil de andar descalzo, pero era un inconveniente mínimo. Lo máximo era esperar las escasas lluvias que regaban el suelo sonorense y “bañarse en los arroyitos” o en “los charcos”. Cuando terminaba de llover o aun cuando estaba lloviendo salíamos todos los “chamacos” a remojarnos y cuando nos cansábamos de revolotear nos tirábamos en la calle por donde se formaban corrientes de agua. No nos importaba que el agua pudiera traer suciedad, en fin, sería suciedad conocida y eso la hace menos sucia. Los escrúpulos no abundaban en esa época, lo único que importaba era disfrutar de los excelsos placeres que producía la escasa agua de la lluvia, cuando se dignaba venir a aliviar la resequedad de los ranchos por allá a finales de junio si bien iba y si no, pues por lo menos para los finales de julio y en agosto sí era seguro que cayera algo del agua. La lluvia era algo esencial en la vida del pueblo. Los rancheros dependían de ella para que el ganado tuviera algo de qué alimentarse. Si “las aguas” (temporada de lluvias borrascosas del verano) se tardaban en llegar había que alimentar al ganado que se viera más resistente con concentrados o alimento especial para el ganado que había que comprar y que mermaba considerablemente las utilidades de la actividad ganadera. A muchas cabezas se les dejaba morir, no había manera de alimentar a todas y además llevar el sustento al hogar. Por ese motivo, ya en junio empezaban a hacerse peregrinaciones por las calles del pueblo, en las que se rezaba el Rosario llevando al frente una escultura del Ecce Homo, “santichiomo” como le llamaban algunas devotas viejitas. Esta imagen era particularmente llamativa. En realidad daba miedo si no traías los nervios bien asentados. La llevaban entre cuatro hombres que se turnaban porque era bastante pesada y del tamaño de un hombre grande. Llevaba un hábito púrpura y los brazos le colgaban como si fueran los de un desmayado. Pero lo más impresionante era el pelo, que constaba de una peluca rubia de largos cabellos lacios, que seguro sería la envidia de Francis. Pero debajo de esa prenda kitsch lucía la desfigurada cara ensangrentada de Nuestro Señor el Nazareno que combinaba perfecto con los sobrios rostros de las mujeres mayores que enjutas se sostenían el velo de encaje negro, mientras recitaban el Ave María a veces exhalando y a veces inhalando las palabras que juntas se convertían en un himno incomprensible pero entonado con un fervor que muy pocas veces he vuelto a contemplar. Al ritmo que se movían los inertes brazos del Ecce homo sacudían los señores sus sombreros que llevaban en la mano para echarse un poco de viento en las sudorosas caras del ardiente verano. Los niños, por nuestra parte, alternábamos rezos y pláticas, burlas y risas contenidas y cumplíamos con estoicismo la obligación de no hacer ningún aspaviento cuando la catequista nos propinaba algún discreto pellizco exactamente en los lugares en los que más duelen. Y después de la peregrinación a esperar la lluvia. Normalmente no llegaban de inmediato, así que había que armarse de paciencia y tupirle al único recurso con el que contábamos los huasabeños para hacer llover: las peregrinaciones con el “santichiomo”. Yo siempre me quedaba platicando afuera de la Iglesia con los amigos que estuvieran dispuestos a sufrirme; algunas veces nos sorprendieron las lluvias borrascosas cargadas de brillantes relámpagos que indicaban de “donde venía el agua”, seguidos de unos truenos estrepitosos que, por vida de Dios, no he vuelto a escuchar en ninguna parte. Y así fueron transcurriendo las tardes y los veranos.
Mi vida en Huásabas (capítulo 1)
Alguna vez prometí en este mismo blog que escribiría sobre mi identidad huasabeña. Probablemente por haber vuelto a Huásabas después de meses de ausencia mi deseo de hacerlo se reactivó. Sólo como cápsula cultural quede dicho que Huásabas es un municipio de mil habitantes de la sierra de Sonora. Queda a doscientos diez kilómetros de Hermosillo por una carretera que promete mareos seguros y devoluciones del contenido estomacal en repetidas ocasiones, debidos a la infinidad de curvas que son la única realidad de prácticamente todo el camino. Pero los paisajes valen la pena: cañones, voladeros, ríos perdidos en el fondo de enormes montañas que se ofrecen como inexpugnables murallas de no sé qué tesoro perdido en el interior de la Sierra Madre Occidental. Después de unas maravillosas tres horas y media de placer y tortura, comienzas a ‘divisar’ (como dicen los sabios miembros de la generación de pelo blanco) el imponente cerro de Huásabas. No me queda muy claro si sea por lo que significa para mí haberlo visto diariamente durante los primeros diecisiete años de mi vida o si de verdad es un cerro que impone. En cambio, sí me queda más o menos claro que si se me pone la piel de gallina cada vez que lo veo al llegar, es por el amor que le tengo a ese pueblo, mi pueblo, capital del mundo, de mi mundo. Pero no he podido determinar si todas las demás sensaciones que experimento cuando al acercarme reconozco sus señoriales formas se deban a la majestuosidad del perpetuo abrazo que el cerro le impone a todo el oriente de mi pueblo o a que es el símbolo de una etapa que fue la fundadora y que orienta mi vida como si se tratara de una brújula que intenta ubicarme en un mundo que resultó ser mucho más grande de lo que había yo supuesto. El caso es que esa montaña, con todas las interpretaciones que le proporciono no es mucho más que el inerte símbolo que me avisa que he llegado al pueblo de casas de colores donde viví la integridad de mi infancia, pubertad y adolescencia.
Largos ratos de reflexión he acumulado cavilando sobre los impactos que ha tenido sobre mí la vida en Huásabas. Y son tan largas las cavilaciones que he decidido dividir en capítulos este relato. Pero con la peor de las técnicas literarias planeo dar mi conclusión desde el inicio. Desde ya. Mi vida en Huásabas no ha tenido impactos sobre mí… silencio dubitativo… mi vida fuera está teniendo impactos distorsionadores en el extraño ente que se formó como resultado de sus circunstancias… Bueno, no estoy convencido de esa conclusión, intentaré otra: yo, como todos los seres humanos, soy en una parte muy importante el resultado de mis propias circunstancias… sí, ya sé que no estoy descubriendo el hilo negro de la vida sobre la tierra, pero quiero decir que lo que somos está directamente relacionado con las circunstancias especiales que nos ha tocado vivir, circunstancias que están debidas al macabro azar, o a las decisiones de otras personas y que inciden sobre nosotros o a las circunstancias causadas por nuestras propias decisiones que, a su vez, pudieron haber sido previstas o no. En este orden de ideas (para decirlo así muy académicamente), lo que yo soy: mi manera de pensar, de actuar, de reaccionar, de ver y vivir la vida está muy influenciado por haber vivido en Huásabas, en un pueblo pequeño y apartado de la sierra de Sonora, tierra casi indómita poblada de silentes vaqueros y almas profundamente católicas. Por alguna extraña razón que no he logrado determinar estoy muy orgulloso de ser de Huásabas. En realidad no sé si los nacionalismos y regionalismos sean susceptibles de ser racionalizados. Probablemente sean sólo fútiles mecanismos de defensa contra los peligros que parece tener todo lo diferente. En fin, no importa, porque hace ya tiempo que dejé de intentar hacer racional mi vida. Me conformo con tratar de reconocer lo que siento y lo que pienso. Me parece ya un reto bastante difícil.
Una vez desarrollada la justificación de mi investigación introspectiva sobre los efectos de mi orgullosa pertenencia a la también llamada (por mí) “sucursal del paraíso”, pretendo iniciar la torpe descripción de mi vida en Huásabas. Y digo torpe no sólo porque mis cualidades de escritor sean aún menores que las de cualquier autor de libros de superación personal, sino también porque cualquier descripción, aunque sea genial, sólo trasmite parcialmente el objeto descrito. Nunca podría siquiera acercarme a transmitir todos los olores que se revolvían en el aire de una tarde justo después de ponerse el sol oponiéndose a ser distinguidos unos de otros, ni los colores en el cielo antes de que Venus y Selene, la luna, se convirtieran en las flamantes luminarias que competían ventajosas contra las luciérnagas (copechis, en lenguaje local) por alumbrar las piedras en el fondo del río. O cómo atreverme siquiera a intentar explicar lo que se siente al escuchar el sonido del silencio que sólo he podido apreciar en los callejones que atraviesan las milpas que rodean el pueblo, flanqueados por lucidos álamos, mientras mis pies descalzos tocan las piedras que la sombra ha logrado enfriar o qué se siente saborear el jamoncillo en tortillas recién hechas (de harina, por supuesto) al lado de la estufa de leña, refugiado en el calor de una familia paradójicamente armoniosa en el escándalo de siete hijos que gritan sin que nadie se los impida.
Y con esto concluyo mi primer capítulo de una serie que no tengo idea de cuánto durará ni de a dónde me va a conducir.
Largos ratos de reflexión he acumulado cavilando sobre los impactos que ha tenido sobre mí la vida en Huásabas. Y son tan largas las cavilaciones que he decidido dividir en capítulos este relato. Pero con la peor de las técnicas literarias planeo dar mi conclusión desde el inicio. Desde ya. Mi vida en Huásabas no ha tenido impactos sobre mí… silencio dubitativo… mi vida fuera está teniendo impactos distorsionadores en el extraño ente que se formó como resultado de sus circunstancias… Bueno, no estoy convencido de esa conclusión, intentaré otra: yo, como todos los seres humanos, soy en una parte muy importante el resultado de mis propias circunstancias… sí, ya sé que no estoy descubriendo el hilo negro de la vida sobre la tierra, pero quiero decir que lo que somos está directamente relacionado con las circunstancias especiales que nos ha tocado vivir, circunstancias que están debidas al macabro azar, o a las decisiones de otras personas y que inciden sobre nosotros o a las circunstancias causadas por nuestras propias decisiones que, a su vez, pudieron haber sido previstas o no. En este orden de ideas (para decirlo así muy académicamente), lo que yo soy: mi manera de pensar, de actuar, de reaccionar, de ver y vivir la vida está muy influenciado por haber vivido en Huásabas, en un pueblo pequeño y apartado de la sierra de Sonora, tierra casi indómita poblada de silentes vaqueros y almas profundamente católicas. Por alguna extraña razón que no he logrado determinar estoy muy orgulloso de ser de Huásabas. En realidad no sé si los nacionalismos y regionalismos sean susceptibles de ser racionalizados. Probablemente sean sólo fútiles mecanismos de defensa contra los peligros que parece tener todo lo diferente. En fin, no importa, porque hace ya tiempo que dejé de intentar hacer racional mi vida. Me conformo con tratar de reconocer lo que siento y lo que pienso. Me parece ya un reto bastante difícil.
Una vez desarrollada la justificación de mi investigación introspectiva sobre los efectos de mi orgullosa pertenencia a la también llamada (por mí) “sucursal del paraíso”, pretendo iniciar la torpe descripción de mi vida en Huásabas. Y digo torpe no sólo porque mis cualidades de escritor sean aún menores que las de cualquier autor de libros de superación personal, sino también porque cualquier descripción, aunque sea genial, sólo trasmite parcialmente el objeto descrito. Nunca podría siquiera acercarme a transmitir todos los olores que se revolvían en el aire de una tarde justo después de ponerse el sol oponiéndose a ser distinguidos unos de otros, ni los colores en el cielo antes de que Venus y Selene, la luna, se convirtieran en las flamantes luminarias que competían ventajosas contra las luciérnagas (copechis, en lenguaje local) por alumbrar las piedras en el fondo del río. O cómo atreverme siquiera a intentar explicar lo que se siente al escuchar el sonido del silencio que sólo he podido apreciar en los callejones que atraviesan las milpas que rodean el pueblo, flanqueados por lucidos álamos, mientras mis pies descalzos tocan las piedras que la sombra ha logrado enfriar o qué se siente saborear el jamoncillo en tortillas recién hechas (de harina, por supuesto) al lado de la estufa de leña, refugiado en el calor de una familia paradójicamente armoniosa en el escándalo de siete hijos que gritan sin que nadie se los impida.
Y con esto concluyo mi primer capítulo de una serie que no tengo idea de cuánto durará ni de a dónde me va a conducir.
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