miércoles, mayo 19, 2010

Mi vida en Huásabas, capítulo 13

Traía hace un rato muchas ganas de reírme. Empecé a repasar en los anales de mi memoria. Tenía ganas de reírme conmigo y de mí. Fui pasando la cinta y no aparecía nada que me sirviera. Y llegué hasta cuando estaba en tercer grado de la escuela primaria. Tenía ocho años. Era yo un niño aún no distorsionado por los graves efectos estéticos de la pubertad. En una tarde de la primavera sonorense, en el que las temperaturas vespertinas son todavía posibles para el consumo humano, habíamos convenido reunirnos en mi casa a estudiar para un examen de ciencias sociales. En algún momento muy inmediato a que llegaron mis amigos de la escuela con propósitos académicos, decidimos que era hora de ponerse a hacer algo más divertido. Nos movimos a la huerta de la casa de mi nana que es contigua a la mía. Esa huerta ofrecía un mundo de posibilidades, tenía naranjos, limoneros y otros cítricos que daban una sombra placentera. Como era primavera, la única fruta disponible eran limones. Tomamos una cubeta de la despensa (bodega) de mi nana y nos dispusimos a improvisar una limonada. Le falta azúcar. Mmmhhh, voy a traer. Ahora quedó muy empalagosa. Mmmhhh, cortemos más limones. Está muy ácida. Mmmhhh, hay que echarle agua. Otra vez le falta azúcar. Mmmhhh, ya no tenemos más azúcar. Tampoco le cabe nada más a la cubeta. - ¡Qué desastre! Ya no quiero hacer más limonada. Yo tampoco. Yo tampoco. Saben qué podemos hacer - propuso alguien que seguramente no era yo - hay que subirnos a las tapias para ver qué hay del otro lado. ¡Síííí!

Tres niños y tres niñas uno a uno fuimos trepándonos a la tapia de adobe, usando los brazos de una higuera que se prestaba para ese efecto. Wooooow. ¿Ya vieron? Es la casa abandonada. A mí me dijeron que es de un señor que se llama Saavedra - que mi imaginación me había convencido de que estaba emparentado con Don Quijote. Dicen que hay tesoros escondidos. Woooooow.

Estaba en ese tiempo de moda entre mis coetáneos de toda la República una novela que se llamó "Carrusel de niños" que marcó a toda una generación. La maestra Ximena con su halo de infinita bondad protagonizaba la historia en la cual una niña rica, María Joaquina - que previsiblemente posa ahora desnuda para revistas de caballeros - despreciaba a Cirilo, un niño pobre que, además, era negrito e hijo de Johnny Laboriel (una verdadera maldición para el imaginario colectivo). El caso es que los compañeros del salón de clases en el que tenía lugar la no-tan-romántica historia, por lo menos los que importaban, habían formado un grupo ultra secreto que se hacía llamar "La patrulla salvadora". ¿Dónde se reunía la patrulla salvadora? Claro, en una casa abandonada. Woooooow.

Recuerdo haber sentido un poco de remordimiento con sólo pensar en allanar la morada abandonada de un pariente de Don Quijote que, como agravante, sería mi vecino si aún viviera ahí. Pero qué tal si sí había un tesoro y la patrulla salvadora podría salvar... mmmhhh, no sé, al pueblo. No hizo falta mucho tiempo para tomar la decisión. Si hay un tesoro debe de estar del otro lado de esa puerta de madera antigua que se nota que con unas patadas no dará problema para abrir. Los tres niños y las tres niñas brincamos hacia el patio de la casa abandonada. Ahí instalados iniciamos, como lo haría cualquier patrulla salvadora que se precie de serlo, una larga deliberación sobre los pros y los contras de ir en busca del tesoro perdido tras décadas de abandono. Se hicieron oír las voces sensatas que abogaban por abortar la misión. Pero no se hicieron oír sensatas, sino cobardes. Y, claro, cualquiera sabe que no se puede ser cobarde si se trata de encontrar un tesoro de los familiares de Don Quijote.

Cuando cobramos conciencia de que éramos la imagen viva y verdadera de la patrulla salvadora que salía en la televisión, no hubo espacio para la cobardía. Unánimemente decidimos que era hora de ir por él. Por el tesoro cuya existencia ya para ese momento era indudable. Menos mal que había tres varoncitos dispuestos a demostrar su fuerza bruta. Empezamos a dar patadas y parecía que aquella puerta estaba dispuesta a ceder muy rápidamente. La aldaba que sostenía un oxidado candado se empezó a desprender de la vieja madera. Pum, pum, pum. Y vino lo que era de esperarse: un plaaaaz. Se abrió la puerta. Ahora el tesoro estaba a nuestra disposición. Se trataba de un baúl también de madera vieja lleno de trastes de peltre despostillados y otros instrumentos de cocina de épocas muy previas.

No puedo decir que me haya desilusionado mucho el descubrimiento, porque nuestra poderosa imaginación de entonces nos jugaba siempre trucos. Continuamos la deliberación y los puntos a favor de considerar un tesoro lo recién descubierto. Yo me manifesté enfáticamente entusiasta de que sí lo era, pero que no parecían de oro porque estaban sucios y viejos. En esa discusión estábamos cuando escuchamos el grito de un señor muy molesto increpándonos un "muchachos malcriados salgan de ahí". Sobra decir que nos faltaron pies para correr más rápido, brincar la barda a la casa de mi nana, salir corriendo por la huerta, atravesar el corredor, llegar a la calle y luego entrar al patio de mi casa para escondernos.

Estábamos muy mal escondidos porque nos podíamos ver perfectamente desde la calle. Ya saben, detalles no contemplados por la producción. Nos dimos cuenta hasta que vimos a Don Lupe que nos dijo "van a ver, chamaquitos aguerridos, los voy a llevar con el presidente municipal para que los encierre en la cárcel". Creo que en ningún momento me hubieran sido mis conocimientos de derecho más útiles que en ese momento en el que no los tenía. Haber sabido que la amenaza era un disparate jurídico que no respetaba ni las atribuciones de una alcaldía ni la edad mínima en la uno puede ser imputable por cualquier delito, me hubiera sido del mayor servicio. Ante la temible amenaza los nervios se caldearon. Entonces, Anallely propuso un remedio infalible: hay que ponerse una piedrita pequeña debajo de la lengua. ¿Para qué? - No sé, he oído que es de buena suerte. Ah, claro, entonces sí. ¿La lavamos antes? - No, es de más suerte si no la lavas. Ah, bueno, entonces así.

La piedrita no logró calmar el nerviosismo. Nos movimos a un rincón más escondido del patio, desde donde inicié una perorata - con la piedrita bajo la lengua - sobre cómo debíamos presentar nuestra defensa. Pero, Rafa ¿y si mañana en la formación de la escuela nos pasan al frente? Para eso no había remedio, tendríamos que soportar el nerviosismo estoicamente y si nos pasaban, peor aún, soportar la humillación colectiva ante toda la comunidad escolar de Huásabas. ¿Y si nos llevan a la cárcel? La patrulla salvadora estaba desmoralizada. Yo tratando de calmarlos empecé a proponer medidas poco éticas, como negar los hechos. Mientras argumentaba a favor de la mentira, empecé poco a poco a notar la cara de mis amigos que no reflejaban ninguna buena señal. Efectivamente, detrás mío y frente a ellos estaba mi papá escuchando mi apología de la mentira. Lo siguiente que sentí fue un contundente coscorrón, seguido de un "estás castigado" que no parecía ser susceptible de apelación.

Mis amigos se fueron a sus casas y yo me metí a mi cuarto que fue un lugar de castigo bastante cómodo, en donde me di a la meditación y al nerviosismo. ¿Qué pasaría con la cárcel? Conforme pasaban las horas parecía que ese no iba a ser el problema. Pero, mañana en la escuela seguramente nos harían pasar al frente y exhibirían nuestro comportamiento deshonesto. ¡Qué tortura!

Tal vez sobra decir que el acontecimiento no había tenido la menor trascendencia. Nadie se enteró y, sobre todo, a nadie le importaba. Los compañeros de la patrulla salvadora estuvimos estresados hasta que nos pasaron de la formación matutina hacia los salones de clase sin ningún reproche, sin ninguna desaprobación, sin ninguna referencia ¡por vida de Dios!

Extraño mucho esa sensación infantil. Creer que el mundo gira en torno a uno. Que lo que hacemos es muy importante para todos. La edad se encarga pronto de desmentir esa noción. Luego solamente queda la sonrisa en los labios por recordar esa deliciosa ingenuidad. Una sonrisa, por cierto, como la que tengo en este momento.

lunes, mayo 10, 2010

Sobre choques culturales

Dicen que el choque cultural que implica mudarse a una sociedad diferente tiene tres etapas bien definidas. La primera es la más placentera, se trata de experimentar el entusiasmo de lo diferente. Se disfruta cada pequeño detalle que resulta distinto de la sociedad de origen. Aunque se observan las cosas que son menos positivas en el lugar de destino, no se les odia sino que se les encuentra graciosas, folclóricas. La segunda etapa, es radicalmente opuesta y suele venir después de uno o tres meses de la mudanza. Ahí todo se empieza a juzgar negativamente. Se siente mucha nostalgia por el lugar de residencia anterior; se extraña la comida, la familia, los amigos. Todo parece peor e incluso las cosas que se habían disfrutado al principio se tornan aburridas, se aprecian incorrectas y es común caer en estados depresivos. La tercera etapa es la asimilación. En ésta se fortalecen lazos de amistad con los nuevos conocidos, se encuentran más similitudes que diferencias con las etapas previas de la vida y ¡up! Ya estás aclimatado y dentro de una nueva cotidianidad, extrañas menos cosas y estás más abierto a nuevas experiencias.

Yo estoy sin duda disfrutando de la primera etapa de este choque cultural. Todo lo encuentro gracioso, lo pequeño de la ciudad me resulta encantador, la gente me parece de lo más agradable. En fin, todo pinta muy bien hasta ahora. Espero que la segunda etapa no me tome desprevenido y me vuelva un espantoso grinch que se queje de todo. Lo cierto es que en cambios previos que he tenido (y los he tenido bruscos) esa segunda etapa ha sido más bien breve y muy matizada. Ninguna mudanza me ha causado ni cercanamente entrar en depresión ni ningún drama similar, sobre todo porque a donde he ido he encontrado gente formidable que ha hecho mi vida muy bonita (juzgada por mí, sobra decir).

Y para compartir el entusiasmo de mi primer acercamiento con la cultura y sociedad costarricenses les comparto tres expresiones que encuentro formidables.

1. "Con gusto". Esta expresión se usa para contestar cuando uno dice gracias. No se usa el "de nada" o "de qué" que son bastante más sosos y parecen indicar indiferencia al servicio prestado por uno (y no hay derecho a restarle importancia a lo que hace uno). El "con gusto" es una fórmula que me parece muy cortés, muy amable. Así que voy por la vida agradeciendo a la gente para escuchar que lo que han hecho, lo han hecho con gusto.

2. "Pura vida". Tal vez sea ésta la expresión con la que más se identifica a Costa Rica, como lo son para México "ándale", "güey", "híjole" en el imaginario colectivo hispanoparlante. "Pura vida" se usa para todo, desde para responder un cómo estás hasta para terminar una conversación cuando ya no hay nada más qué decir. Costa Rica es un país muy verde, de una biodiversidad avasalladora, internacionalmente promotor del medio ambiente y de las causas pacíficas, así que el pura VIDA en ningún lugar hubiera quedado mejor que aquí.

3. "Diay". Esta muletilla todavía no la he logrado decodificar. Me parece que su origen debe de ser "De ahí... que". Una especie del "pues" que se usa abundantemente en México.

Antes de que se me pase el entusiasmo de la llegada, espero escribir más sobre las manifestaciones genuinamente democráticas de la sociedad tica. Y aclaro, no me refiero en ningún momento a instituciones políticas o gubernamentales, porque mi ocupación restringe mi libertad para hacer públicas mis opiniones sobre ese tipo de temas. Diay, que mejor me las guardo, jeje.

lunes, mayo 03, 2010

Imitando al Santo Job

Yo soy muy de acudir a la sabiduría popular cuando la mía propia no me alcanza, que es la mayoría de las veces. Haber pasado mi infancia al lado de mi nana Carmela sin duda fue un gran inicio para llenar mi cabecita de infante de dichos, refranes y proverbios. Los uso con toda frecuencia porque no hay que pensarle mucho cuando los siglos han decantado la experiencia humana en cortas cápsulas lingüísticas.

En este momento, por ejemplo, mi mente no se cansa de repetir un dicho que mi nana decía con frecuencia citando a la autora - cuya identidad desconozco pero que seguramente era alguna señora muy sabia de Huásabas. Decía esta aguda pensadora que vale más parir que esperar. Vale más parir que esperar. Es cierto.

Eso de estar esperando, creo yo, puede matar a cualquiera. Y si se trata de mí, me puede matar muy rápidamente (a diferencia de parir que, a Dios gracias, no es una posibilidad para mí). Porque los hay quienes vienen con paciencia de nacimiento, pero otros como yo tenemos que conformarnos con aguantar el estómago retorcerse con la idea de esperar. Además, la mayoría de las veces, cuando nos toca esperar es porque no nos queda otro remedio. Y a falta de otro remedio no queda más que esperar. Y ahí es donde la marrana tuerce el rabo.

Así que yo, mientras espero, le doy fin a esta desesperante entrada de mi blog.

domingo, mayo 02, 2010

De franquicias y cosas peores

Después de pasar una tranquila mañana dominical habiendo visto una película y leído una buena parte de un libro sobre derechos humanos, llegó la hora de ponerse en acción y seguir recorriendo la ciudad con el excelente pretexto de ir a comer. Me bañé, me encremé y justo cuando estaba poniéndome mi dominical atuendo, se puso todo a llover. Con todo solamente me refiero al cielo, pero es más que suficiente para desarmar mi recreativo plan. Lo único que no se desarmó fue mi apetito - que representa, sin duda, la más intransigente de mis necesidades.

Cuando se llega la hora de comer, debo hacerlo llueva o truene (literalmente). Así que había que cambiar un poco el plan de pasearse y encontrar un restaurante lo más cercano posible. Tuvo mi memoria la ocurrencia de recordarme que a sólo una cuadra tenía un flamante Pizza Hut. Yo puedo comer pizza o pastas todos los días de mi existencia, así que el plan no parecía nada malo. Además, las franquicias tienen esa parte de seguridad de que ya sabes a lo que vas, tal vez no te sorprenda ninguna de sus delicias, pero you get what you expect.

Me dieron mi mesa y confirmé visualmente la primera impresión auditiva: aquello estaba que pululaba de niños. No soy ningún Grinch, quiero aclarar, pero no es difícil llegar a la conclusión de que si hay chamacos no habrá tranquilidad para el alma sedienta de paz. En fin, me senté a explorar los paquetes alimenticios del lugar y a tratar de obtener una decisión racional dado el eterno conflicto que media entre el placer y la cuenta bancaria. En eso estaba cuando se escucha en el altavoz que en Pizza Hut les gusta consentir a los clientes especiales y que uno de ellos cumplía años hoy así que una turba de meseros con ruidosas panderetas hacían ruidos mientras se escuchaba una canción de felicitación.

Cuando acabó el espectáculo para consentir a su cliente especial, sin pasar siquiera treinta segundos, se vuelve a escuchar el altavoz con la misma historia y la misma cantidad abrumadora de ruido. En fin - pensé yo - estoy en un Pizza Hut y esa mercadotecnia barata es lo que uno sabe que puede esperar. Seguí concentrado en decidir si quería sopa o ensalada en lo que pasaba el ruido. Cuando acabó el segundo show y pasaron aproximadamente cuarenta segundos, empieza otra vez a escucharse la nefasta grabación del festejo a otro más de sus clientes especiales.

Un espontáneo y bastante alto "¡Ay, no, por Dios!" salió de mis entrañas. No que se oyera en todo el lugar, pero sí en las dos mesas contiguas a la mía que voltearon a verme un poco compartiendo mi impaciencia y otro poco no compartiendo mis modos. Ordeno mi comida en lo que termina el tercer show, mientras sigo pensando en la paradoja de que ofrezcan exactamente la misma ridícula y acartonada felicitación para hacer sentir especiales a sus clientes una y otra vez. Estando es esas profundas cavilaciones, escucho la cuarta - y consecutiva - felicitación especial para gente especial. Era ni más ni menos que para mi vecina de mesa, la misma que había sido partícipe de mi exasperación.

Yo espero que ella y sus acompañantes hayan sido premiadas con el invaluable regalo de la indiferencia porque si no, la situación resultaba bastante incómoda y yo apenas estaba recibiendo mis sagrados alimentos. Claro, hay un Dios que todo lo ve y a veces no es misericordioso. Había pedido una pizza "personal" y me recala el mesero con lo que parecía una muestra de laboratorio. Sé que en palabras como "personal" hay mucha subjetividad; que sin duda la Madre Teresa de Calcuta o Mahatma Gandhi, en su infinita sabiduría y falta de concupiscencia, habrían quedado más que satisfechos. Pero para mí aquello era del tamaño de una galleta, aceptable como entrada para una comida mayor no como plato principal.

Tuve que conformarme y dejar para el postre la encomiable misión de alimentarme, mientras analizaba con la mejor de las actitudes mi siempre presente falta de prudencia y mi firme compromiso de no volver a Pizza Hut o cualquier otra franquicia en mucho, mucho tiempo.