viernes, diciembre 18, 2009

Tanta comunicación nos descomunica

El título de esta entrada es demasiado rotundo. Pero últimamente así ando, muy rotundo. Voy por la vida diciendo las cosas con una seguridad y arrogancia monumentales, seguramente desesperantes para mis interlocutores. Internamente yo sé que lo que estoy diciendo puede ser una gran mentira, un error de razonamiento, una postura moral discutible o una posición ante la vida que ni siquiera tengo bien meditada. Pero lo digo como si la humildad se hubiera extinguido de la faz de la tierra, con un propósito muy claro: discutir. Es que discutir es uno de mis deportes favoritos junto con el de platicar (que es casi lo mismo pero no es igual) y el deporte de nunca hacer deportes. Y aunque en México (sobre todo en el centro) la confrontación verbal se ve como una falta grave a la politesse, yo creo que es una práctica muy sana, especialmente cuando no dejamos que se involucren nuestros sentimientos (que normalmente echan todo a perder). Ok, termino mi inútil digresión sobre mi afición por las discusiones y vuelvo al punto.

Estamos demasiado comunicados en estos días, claro, si no eres parte del 80% de la población que está terriblemente incomunicada y alejada de los avances tecnológicos (que no es seguramente el caso de nadie que lea blogs). Así nomás para empezar, tenemos la comunicación tradicional, la oral, que usamos en el día a día con las personas que tuvieron la fortuna (buena o mala) de ser nuestros compañeros de espacio y tiempo. Aquí ya empecé con mis excesos, porque hablo muchas más palabras por día que las que debería tener permitidas cualquier ciudadano. Pero, bueno, es comunicación tradicional y está muy limitada en los medios de transmisión, o sea, por más que hablo tan fuerte como si me hubiera tragado unas bocinas de centro nocturno, nada más me pueden oír a unos cien metros a la redonda, cuando más.

Pero luego vino el teléfono y ya pudimos extender ese espacio y empezaron las conversaciones de hooooras de adolescentes que nos hacían las tareas escolares un desperdicio muy aburrido. Después llegó el aparatejo esclavizador (con efectos irreversibles) que tanto amo y que se llama celular. Ahora sí, como dice Mafalda, sonamos... podemos ir por el mundo hable y hable. Como si eso fuera poco se les ocurrió inventar los mensajitos de texto. Si antes teníamos que estar desocupados para hacer una llamada, con los mensajitos puedes simultáneamente estar en una reunión, pedirte un café, asistir a una clase o conferencia y estar "comunicándote" con mensajes de unos cuantos caracteres.

Y no he hablado de Internet, eso sí vino a descomponer todo: el correo electrónico, el chat, las páginas para conocer a la pareja de tus sueños, la prensa electrónica, los blogs, facebook, youtube, twitter... aaaaaaaahhhhh!!! Todo el día conectados "comunicando" algo. Digo, ¿a quién queremos engañar? Tenemos la cabeza bastante privada de ideas como para estar hablando y escribiendo tanto. En toda esa churrigueresca cantidad de información que compartimos y que recibimos de los demás y a los demás, llega el momento en que terminamos diciendo cualquier cantidad de sandeces. En tantos mensajes, cambios de estado, fotografías de nuestra vida, no cabe ya la profundidad, así que terminamos comunicando pura irrelevancia. Irrelavancias sin las cuales, además, ya no podemos vivir. Cuando salimos y dejamos olvidado el celular o se descompone la red y no podemos acceder a Internet nos sentimos desconectados. Es de la vida real que yo experimento un sentimiento de pérdida como si el mundo se fuera a acabar y yo no iba a poder estar enterado.

Todo se hace más grave cuando tu celular tiene Internet y te permite estar "comunicado" con todo el mundo en tiempo real. O si no es tu celular, puede ser tu iPod touch que también te ofrece esos servicios si estás en un lugar con red inalámbrica.

En fin, que tanto instrumento comunicador me ha hecho llegar a la conclusión de que me estoy descomunicando con mucha gente, porque aunque pudiera transmitir mucha información, rara vez estoy llegando a algún nivel de profundidad digno. Supongo que son las consecuencias de ser de la generación de la transición a la nueva realidad superinformatizada, en la que estamos completamente adentro pero siempre con algunas dudas... y, entonces, pongo cara de :S

Anyways... hoy es viernes y ya casi son vacaciones. Me repondré de mi shock generacional en este mismo momento y dejaré las negras intenciones de convertirme en ermitaño-para-encontrar-la-profundidad-de-la-vida-de-la-que-me-estoy-perdiendo y seguiré estando comunicado como lo he estado, por lo menos hasta que entre en alguna crisis que me haga deshacerme de mis gadgets. Lo cual, por cierto, no creo que pase nunca, porque tengo a mi blog para hacer catarsis (para comunicar y descomunicar) y volver reloaded cada vez que haga falta.

martes, diciembre 15, 2009

Hoy vi mi vida pasar frente a mis ojos

Es bastante feo caer en cuenta súbitamente de conceptos tan poco amigables con el usuario como el de la fragilidad de la vida. Cargar con la conciencia de lo efímera que puede ser nuestra existencia es un peso demasiado duro para llevarlo siempre sobre los hombros. Y esas ideas funestas vienen en una mañana cualquiera por un descuido momentáneo en el que sólo volteas a ver a un lado de la calle y sigues caminando sin pensar que del otro lado - del tuyo - podría venir un autobús de toneladas a alta velocidad y pasar a tu lado, mientras oyes el sonido de su freno y sientes moverse los cabellos.

Nunca he sido de ponerme grave y severo por la inminencia de la muerte. Me cala tanto el sentimiento de pérdida que experimento cuando pienso en la mía o en la de las personas que quiero, que voy por la vida sin recordar el tema. Ahora mismo no estoy cómodo escribiendo al respecto, aunque por alguna razón decidí que tenía que hacerlo. No sé lo que pensar, porque en las cosas que no tienen remedio, el optimismo y el pesimismo sirven para lo mismo, o sea, para nada. Y como ambos no sirven para nada, yo suelo apostar por el primero y navegar con la bandera de la ingenuidad, que normalmente me lleva a mis zonas de confort.

No estoy en posición de pedirle nada a la Parca, ni me siento con ningún derecho, pero siempre he querido que si un día se le ocurre la mala idea de venirme a buscar para ampliar su fúnebre cosecha, me dé algunos días para algunos asuntos que me gustaría dejar bien arreglados. No vaya a ser la mala suerte que, de lo contrario, me vea yo en la necesidad de andar molestando a la gente cada noche, porque lo de los aparecidos no creo que se me dé muy bien. A mí se me da mejor lo de la alta visibilidad y no creo estar nada cómodo con esa tonalidad como desvanecida de los que ya se fueron pero no terminan de irse. Digo, ya tengo suficiente con este color blancuzco tan poco carismático que tengo en vida, para todavía tener que transitar a bronceados menos favorecedores.

Claro, lo de atravesar paredes se me haría divertido al principio, pero con todo, creo que en unos cuantos días estaría aburrido y tendría una cara de pocos amigos que asustaría a los niños. Entonces, le reitero mi petición a la Parca de que no se le vaya a ocurrir tomarme así tan de sorpresa, si yo cuando hago viajes largos soy fanático de la planeación y las fiestas de despedida.

martes, diciembre 08, 2009

Visiones nocturnas

La pareja que se besa en la estación de metro más apasionadamente de lo que recomiendan la moral y las buenas costumbres (al menos lo que por tal entendían la tía Plácida y Marianita Moreno). El mendigo que se postra en el umbral barroco de la que en otros siglos fuera la mansión de un aristócrata y que hoy permanece estática e indiferente a la movilidad social descendente del barrio donde yace abandonada. El faquir en el crucero de dos avenidas importantes que hace piruetas y cae de lomo sobre cristales hartos de sus irrelevantes gotas de sangre. La quinceañera que corre afanosamente con su vestido pastel de tul, disfrazada de princesa soberana de los precarios ahorros de la familia, que se acabarán en la noche de ensueño que es su fiesta. El transexual con minifalda que espera paciente en la esquina de Viaducto a que llegue su anónimo cliente-victimario. El rubio turista del norte de Europa que no ve la hora de estar al lado de una bella mujer morena haciendo humear los cigarros de mariguana que constituyen su experiencia latinoamericana. El adolescente con peinado explosivo armado con kilos de gel y vestido con un iPod y una camiseta negra de un grupo punk que desconozco.

Todos juntos son la ciudad, mis faros, los que me convencen de que sigo aquí, pero sin llegar del todo, en la ciudad de los palacios. Llaman mi atención y condimentan el universo uniforme de la pequeña gran ciudad, para hacerla soportable, para hacerla digna del sacrificio que implica, para gozarla secretamente en el regocijo de mis prejuicios.