jueves, enero 31, 2008

¿Cómo?

¿Cómo se hacen las cosas? ¿Cómo se cambia al mundo? ¿Cómo, al menos, se transforma un país, un estado, una ciudad? Un enfoque sistémico vincula todos los componentes de la sociedad de manera tal que las restricciones para el cambio vienen de todas partes, de cualquier parte y el individuo sólo es capaz de hacer pequeñísimos ajustes en su contexto inmediato. Por su parte, el enfoque cultural resulta demasiado determinista, lo que tenemos es el resultado de construcciones culturales que te atrapan, que no te permiten pensar con otras estructuras mentales, porque la inercia cultural te arrastra también como individuo y sólo nos queda el lugar común "sólo a través de la educación se pueden cambiar las cosas realmente" (para luego lamentar el perverso lastre que representa Elba Esther y su nefasto Sindicato de maestros). Un enfoque grandilocuente está a la espera de los grandes líderes que son capaces de operar transformaciones enormes: incluso la cultura, incluso todo el sistema (pero no llegan o si aparecen, se presentan en la lamentable figura de Chaveces, de Fideles, de AMLOs, que más ganas dan de llorar que de seguirlos).

¿Qué papel jugamos entonces los individuos pensantes, los que nos queremos agentes de cambio, los que de niños creíamos en nuestra capacidad para cambiar las cosas? En algún momento nos convertimos en meros observadores arrogantes de la realidad. Adoptamos la legítima pose de desprecio (con nariz levantada y todo) de líderes políticos, económicos y religiosos por corruptos, imbéciles o incompetentes. Pero la verdad es que nos convertimos en cómplices del status quo con una pasividad que sólo se rasga las vestiduras en blogs, en pláticas de café, en discusiones academicistas. Sucumbimos al espejismo burgués, a entregar la vida a nuestros trabajos y darle todas las oportunidades (comodidades) a los hijos (y, evidentemente, a nosotros mismos) y autoconvencernos de que si todos hacen lo mismo el mundo será mucho mejor (pero "todos" es algo tan general que no nos puede privar de la responsabilidad). Esa jaula de hierro del conformismo calma el dilema moral de no estar haciendo lo suficiente y va fijando las prioridades que terminan por obnubilar hasta la más mínima noción de cambio.

¿Qué hago yo ahora lamentándome en mi blog que leerán diez personas? ¿Qué curso de acción tomaré para aliviar los remordimientos de que los años van pasando y mi contribución ha sido mínima? ¿Con qué distractores puedo olvidar el potencial desperdiciado? ¿Con qué me quito el mal sabor de boca que me produce que al final de esta entrada las respuestas ni siquiera se asomen, como las malditas películas de cine francés que te dejan peor que como empezaste?

miércoles, enero 23, 2008

Ayer

Ayer soñé que soñaba, pero los delirios no se me dan tan bien como yo quisiera así que desperté y era un día normal de la etapa en la que ahora me desenvuelvo. Desperté, además, con cierto temor de que el resfriado que me ha andado persiguiendo me hubiera hecho su presa, pero fue un alivio darme cuenta que, todo lo contrario, las vías respiratorias estaban en un grado de libertad mocuna muy apreciable. Me levanté rápido porque había apagado en repetidas ocasiones la tenaz alarma del despertador de mi celuar (como hago a diario). Como me había bañado la noche anterior para no tener que salir con el cabello mojado, a cambio no hubo manera de salir con el cabello peinado. Parecía mi cabeza un nido de águila, pero estando conforme con mi estado de recuperación sanitaria dejó de importarme mi estética personal. Por si mi despeinado fuera poco, en aras de llegar puntual tampoco planché la camisa, cuya etiqueta me engaña a mí diciendo que es wrinkle free (sin arrugas), lo que nadie en el mundo podría apreciar si se lo preguntaran y sería muy raro andar enseñándole a todos la falaz etiqueta para justificarme.

El transporte público estaba más lento que de costumbre, lo cual tuvo por inmediata consecuencia un lleno más irritante que el de un día normal, agravado por la insistente cercanía de un tipo que olía a fermento de pies, revuelto con otras aromas que emanaban de su ropa y de sus carnes (todas desafortunadas, vale decir). Por más que me moviera en los mínimos márgenes que da un vagón de metro en horas pico, el tipo se me volvía a acercar aprovechando los espacios libres que yo iba dejando. A Dios gracias, todo sufrimiento tiene su fin y hubo una estación en la que se bajó y ya sólo quedaba otro millar de seres humanos molestos con los cuales compartir el resto de mi trayecto.

Las horas de la oficina no fueron malas pero, como dice una amiga, hasta te tienen que pagar por hacerlo, lo cual debería generar suspicacias sobre la disfrutabilidad de trabajar. La hora de la comida tenía, entonces, que ser un aliciente (y frecuentemente lo es) pero ayer tampoco fue un día de suerte. Y caí en la cuenta que los sinsabores de la vida no te desilusionan tanto como los sinsabores de la comida.

Al salir del trabajo la situación se iluminó. Tenía dos eventos, el primero era escoger un regalo para un amigo que disfruta tanto la vida que hacía que mi elección no fuera difícil y, el segundo, era ir a la inauguración de la exposición de unos amigos artistas, que montaron varias obras de arte relacionadas con temas de la plataforma urbana de la ciudad de México (uuuy, demasiada tela de dónde cortar!!!), en especial de uno de los suburbios con altos índices de marginación que se llama Chimalhuacán. [Se las recomiendo a los que puedan ir, está en el Museo de la Ciudad de México, que está en la calle Pino Suárez (frente a la estación del metro Pino Suárez, líneas 1 y 2). Lo feíto fue que unas horas después ellos partían primero rumbo a Brasil y después para otros destinos que no son México, sino muy lejos, y que harán nuestro rencuentro más difícil o, uno nunca sabe, hasta imposible. Los amigos son para tapar vacíos existenciales - pensé - pero su ausencia genera nuevos huecos en un juego de nunca acabar.

De regreso otra vez el metro y el metrobús hasta mi casa, pero en trayecto nocturno que desata unos miedos inútiles a ser víctima de no se quién o no sé qué. Después, llegar a la casa y darme cuenta de que el platillo a base de camarones que preparamos desde el sábado, seguía adornando y "aromatizando" la cocina porque a mi roomie y a mí nos da como asco tirarlo y más asco comérnoslo, porque no lo refrigeramos y debe tener más salmonelas que toda el África Subsahariana junta. Luego, a dormir y, otra vez, a soñar que soñaba.

viernes, enero 18, 2008

"El proceso" not by Kafka, but by Rafa

Tengo la informada impresión de que mi banco (ahora en adelante Banco X, para proteger mi secreto bancario, prrrt) tiene como objetivo principal y corporativo hacerme dar muchas vueltas. Así es desde hace algún tiempo, su interés en su relación conmigo ha dejado de ser comercial, ya no le importa realmente el lucro, ni la expansión a otros mercados, que yo pensaba era el motivo fundamental de cualquier empresa que se dedicara al mercado financiero.

Me da la sensación de que en el sistema informático del Banco X, cada vez que aparece mi nombre haciendo no importa qué solicitud, se activa un foco rojo en las oficinas corporativas, al fondo de la cual aparece sentado en la cabecera de una enorme mesa de chapa de raíz rodeada de sillas de finísimo cuero, el mismísimo Cerebro, Presidente del Consejo de Administración del Banco X, y a un lado su fiel lacayo, Pinky. Cerebro junta sus manos, pero únicamente pegando las yemas de sus dedos y hace el movimiento típico de la araña haciendo lajartijas en el espejo, mientras suelta una perversa carcajada, de ésas de "muah-jah-jah muaaaaah-jaaaah-jaaaah". Se relame los labios y pone cara de Dr. Evil y dice: "muah-jah-jah, Rafael hizo una solicitud nuevamente".

Y luego de esa perversa imagen, comienza en el mundo paralelo en el que yo vivo, una serie de eventos desafortunados que al final se gana la denominación más cristiana de Calvario, o más específicamente de Vía Crucis. Y yo no puedo, al inicio, decodificar los símbolos y sólo escucho "debe usted presentar su recibo de teléfono fijo", a lo que yo respondo, "disculpe, joven, pero no tengo teléfono fijo, ¿le sirve el de mi celuar?". En la pantalla de la computadora del ejecutivo de cuenta aparece, tecleado por Cerebro, él mismo: "Permiso denegado, el cliente debe tener teléfono fijo, de lo contrario no le podemos dar el balance de su cuenta". Yo respondo algo alterado y crédulo de este mito contemporáneo de que el cliente es lo más importante para cualquier empresa "no tiene ningún sentido lo que me dice, debe haber alguna forma". Déjeme consultarlo con la gerente... yo volteo a ver las instalaciones bancarias y la decoración que supongo tiene la intención de darte la sensación de modernidad, profesionalismo y eficiencia, empieza pareciéndome un cubo del tiempo, con los vértices acercándose cada vez a mi cara. Ya cuando llegué a hablar con el ejecutivo, habían pasado tres cuartos de hora, pero ahora resulta que he estado con él más de una hora sin arreglar nada, logrando únicamente que los demás clientes en la fila me vean con cara de odio como yo mismo vi con odio a los que pasaron antes que yo y tardaban eternidades.

Pues dice la gerente que está bien, que por ser usted aceptaremos prescindir del recibo telefónico, pero entonces debe traer en original y tres copias: recibo de luz, de agua, de cable, de gas natural, de teléfono celular, sus tres últimos estados de cuenta de la tarjeta de crédito Y las cartas facturas de sus dos últimos vehículos. Oyendo mi propia voz me escucho decir"La verdad es usted rete-ingenioso para eso del humor, joven, pero resulta que yo tengo prisa porque debo volver a trabajar, qué tal si en vez de la broma que tan amablemente me amenizó este bello rato, me dice algo que sea razonable para obtener no una imagen de la ropa interior de su abuelita, no la foto de las tetillas del Presidente del Consejo de Administración (Cerebro se regocija al sentirse aludido, porque me está vigilando a través de las cámaras de seguridad), sino un balance de mi, mí, mí (repito) dinero, que tengo con ustedes porque con su cuenta me pagan la nómina". El ejecutivo me mira con una ceja levantada un tanto molesto con el tono que he ido adquiriendo y me dice que vaya yo mismo a hablar con la gerente, porque sus atribuciones hasta ahí llegan.

Yo con un color entre rojizo y morado me formo en la larga fila que espera hablar con la gerente, esperando que el tiempo de espera no sea suficiente para relajarme. Llego a verla cuando aún me alcanza el coraje y el orgullo y en plan de divo merecedor presento mi larga queja. La gerente, que ya para entonces es también una perversa cómplice de Pinky y Cerebro, me propone una salida decorosa que implica pasarme la semana recolectando documentos, mandando paquetería express a Hermosillo y a todos los demás lugares en los que he vivido y luego de regreso, creo que hasta el oficial del Registro Civil de Huásabas tiene que certificar alguno, ante mi cara de asombro. Como ante la pregunta de ¿y no me queda de otra? recibo una negativa, me resigno y salgo a seguir luchando con burocracias públicas y privadas, a hacer filas, a hablarle bonito a la gente del mostrador para disminuir el efecto en el ánimo que me provocan sus jetas de profunda infelicidad y frustración laboral. El Proceso (así con mayúsculas porque no es para menos) se alargará como cada vez que intento algo, pero al final lo lograré y dicen que el que ríe al último ríe mejor, pero yo no podría reír tanto ni tan bien como lo hará Cerebro todas las semanas que dure.

martes, enero 15, 2008

Taaaxiii

Yo estoy por la libertad de expresión. Pero como un derecho de la sociedad y del individuo para que existan las condiciones para expresar las ideas, sin que nadie las censure a priori. No como la eliminación de todos los códigos de decencia o para no meterme en broncas, criterios de mera precaución. Es que en el espacio de las relaciones interpersonales yo diría que también debe imperar la prudencia y no andar hablando nada más porque tiene uno boca; es decir, también hay que saber callar. Esto viene a colación porque hoy por la mañana que tomé un taxi para ir al trabajo, lo primero que el taxista me comunica es "ay! yo no sé porqué lo subí, si me ando meando" (en realidad dijo "me ando miando"). Pido disculpas a los que se escandalizan o incomodan cuando se habla en público y contextos de confianza baja o moderada de las necesidades fisiológicas (como yo). Pero es que yo soy de la idea de que el taxista por más que tenía la urgencia de ir al baño no tenía que habérmelo comunicado de esa manera tan directa, tan poco delicada, sin invitarme, siquiera, al cine o a tomar un café.

No recuerdo cómo reaccioné a la demasiado sincera confesión de su parte, pero no debe haber sido con hurras y risas, como para que el tipo continuara comentando (con un inicial toque moralista) que en la década de los sesenta (cuya música amenizaba la ocasión)las mujeres no cedían a la primera, sino que los dejaban siempre con los &#$%& doliendo y que ahora no, que ni bien se conocen las chicas entregan "aquellito". Digo yo, pero qué necesidad de abordar esos temas con los pasajeros, sin un conocimiento siquiera preliminar de la personalidad del que se acaba de subir, ¿qué tal si resultaba ser del Opus Dei? ¿Que no podrán estos taxistas (y ya me han tocado varios) iniciar la plática con algún tema introductorio o menos controversial, como el clima de la semana pasada respecto a ésta, o el estado de las calles, o el último romance de Niurka? Espero no dar la impresión (bastante imprecisa) de que soy un recatado moralista, purista del lenguaje o delicado esnob, pero es que como decía mi nana con toda razón (para alertar sobre los riesgos de bromear con la gente): "el cuerpo no siempre está de humor".

miércoles, enero 09, 2008

¿Qué hay debajo del Ecuador? (parte 4)

Y continué mi gira rumbo a Córdoba, yendo en autobús a Bs. As. y desde ahí tomando un vuelo a mi destino. El avión debía abordarlo desde el aeropuerto de cabotaje (o sea, para vuelos nacionales, por cierto mal traducidos 'vuelos domésticos', digo yo, porque no todo lo que es dentro del país es relativo al hogar, digo yo...). El aeropuerto está justo a orillas del Río de la Plata que me dejó con la boca abierta y sin respiración por algunos segundos (no muchos porque mi capacidad pulmonar tampoco da para tanto). Era la primera vez que lo contemplaba en la angustiosa anchura que configura su enormidad. "El más ancho del mundo" que tan bien combina con la pretensión argentina de figurar en el libro de récords Guiness. Un río enorme, ¡con olas! formadas por el viento fuerte que corría ese día y que me hacía tararear la canción Bridge over troubled waters, "Puente sobre aguas turbulentas", y comprender a la perfección a la musa argentina de la canción de Sabina, aquélla que no quería más amor que el del Río de la Plata. Y ¿cómo no? quien preferiría a un cantante andaluz revoltoso sobre la inmensidad de un abrazo perpetuo de un Río como ése, así con mayúsculas, que es casi un Dios, así con mayúsculas.

Yo soy un hombre del desierto, nací y me formé ahí. Mis nociones geográficas me hicieron considerar natural que sólo la época de lluvias y un sistema complicado de presas pueda construir un torrente capaz de alimentar un hilo de agua a lo largo de todo el año. Y no era capaz de dimensionar que usemos la misma palabra para señalar eso que veían mis ojos por donde navegaban libremente barcos de gran tamaño y que, por más que me esforzaba, no alcanzaba siquiera a vislumbrar la otra orilla y el río de Sonora, así con minúscula, que con mucha dificultad se puede apreciar en el camino de Hermosillo a Huásabas y que es siempre una duda que hay que aclarar si viene con agua o está completamente seco. La magnitud de ese torrente fluvial me llenó los ojos y también los pulmones que se llenaron de ese aroma fresco y genérico a río, a tierra mojada, a follaje de árboles húmedos y en descomposición. Y aunque podía haberme quedado en esa orilla llena de ociosos pescadores de caña y anzuelo, los horarios son mis amos y yo un simple esclavo de mi propio itinerario.

Esa tarde, todavía con la luz del día llegué al aeropuerto de Córdoba donde me esperaba Guillermo y la encantadora cría que lleva por nombre Eliseo y que así con sus tres años y los grandes ojos azules que heredó de Ceci se declara a sí mismo filósofo, o filozofo para respetar zu entrañable pronunziazión. Además, me faltaba rencontrar a Marcos, amigo categoría gran maestre y compañero inseparable de la maestría, también oriundo de Córdoba, quien iba a ser mi host en su ciudad. Esa misma noche nos fuimos a recorrer el centro de Córdoba que "data" (jo-jo, dije 'data' término únicamente utilizado por los célebres conversadores atrapados en el Diccionario), en fin, digo que data de la época colonial y así lo atestiguan un gran número de construcciones hermosas: muchas iglesias, sobre todo la sobria y poderosa Catedral, enfrente de una plaza de armas armada con danzantes de tango y otros géneros musicales, que "arman" un jolgorio de lo más chulo.

Otra atracción arquitectónica de la ciudad es la "así llamada" (otra frase "elegante" de muy estentórea impertinencia en los tiempos de la eficiencia lingüística) Manzana Jesuítica. Los jesuitas (sociólogos y politólogos por vocacion) fueron misioneros de mucha relevancia para América Latina porque encabezaban un proyecto social distinto (y más estructurado y revolucionario que el de las otras órdenes monásticas). Proyecto que evidentemente se inscribía en el contexto de sus misiones evangelizadoras y que terminó siendo incompatible con los intereses de la Corona Española que los expulsó de sus dominios en el siglo XVIII. El punto es que en Córdoba dejaron un legado muy interesante de edificaciones y tradición académica en todo una cuadra -manzana- que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

De Córdoba es famoso también su buen clima (templado y mediterráneo) y las sierras de sus alrededores, que tuve la oportunidad de recorrer acompañado por Guillermo y su genial buen humor, tan espontáneo como original. Hermosos lagos y ríos de aguas claras, en medio de verdes colinas que producen vistas dignas de foto (¡uy! Y yo sin cámara...) Ponía cara así cada vez que me acordaba de mi lamentable pérdida :(

El día que llegué también me tocó padecer el aberrante sistema de vida nocturna de Argentina que empieza casi cuando se va a acabar la noche y empezar la mañana. A los night clubs fácilmente les podrían llamar morning clubs y estarían en lo cierto. Pero yo a las cinco de la mañana, a pesar de que aquello apenas empezaba, ya sentía la apremiante necesidad de retirarme a mis aposentos, necesidad que, vale decir, no fue compartida por mi anfitrión por lo que decidí irme solo en taxi a su casa. En un momento dado el taxista me dice - pues aquí lo voy a dejar y yo le digo - ¿aquí? ¿y que tal si mejor me deja en el lugar que le pedí porque esto no se parece a donde voy? y él me responde - pues no porque está cerrada la calle por "el baile" y yo, a mi vez, le pregunto no sin temor - ¿y podría decirme al menos cómo llego a mi destino? es que no soy de aquí (seguro el acento no había sido suficiente para delatarme desde la primer oración), a lo que el taxista brevemente espetó - camine tres cuadras hacia allá y ya llega. A esa hora "el baile" -evento popular de música folclórica y demás ritmos guapachosos/tropicales- estaba acabándose, por lo que caminaban en dirección contraria a la mía hordas numerosas de adolescentes algo exaltados por el alcohol (u otros enervantes), la cadencia del baile, sus hormonas y - agrego para darle más sabor al relato - la tensión social generada por el abigarrado capitalismo y la ofensiva desigualdad de nuestros países latinoamericanos (¿ah, verdad? apoco no sueno encantador cuando me pongo "rojillo"). Así que las tres cuadras que recorrí en soledad bajo la oscuridad de rincones que me eran del todo desconocidos, cruzándome por todos lados con combativos adolescentes de las clases más modestas (¡malditos prejuicios! - pensaba mi parte racional, sin que la otra parte pudiera dejar de sentirse más vulnerable por el origen socio-económico de la concurrencia "al baile"). Finalmente, llegué a mi destino sano y salvo, ignorando los grititos provocadores de jovencitos que probablemente buscaban sólo un cigarrillo (que no traía) pero que tambien hubieran podido verme cara de pera de boxeo. Después de batallar algunos minutos para abrir la puerta de la entrada, traicionado por el miedo a lo desconocido y a las madrugadas después de "el baile" -temores que eran justificados según me fue aclarado al día siguiente por mis locales anfitriones- logré entrar y descansar lo suficente para el resto de la visita.

La Navidad la pasé con la familia de Marcos que tuvo a bien recibirme en su pueblo, Freyre, un lugar muy lindo en una región que fue poblada sobre todo por migrantes del Piamonte (a los que llaman ¡gringos! O sea, ¿y qué vamos a hacer con nuestros gringos de los united states?). Freyre es un lugar todo ordenadito, con calles cuadradas y limpias y todos los alrededores cultivados con los inmensos campos que caracterizan a la impresionantemente fértil región de las pampas húmedas (región con un nombre casi obsceno porque está demasiado cerca de pompas húmedas). Mi mayor sorpresa fue que esos sembradíos tan lindos y enormes no tenían sistema de riego, no necesito repetir que por cuestiones geográficas eso es inconcebible en mi tierra, básicamente es echar la semilla y esperar la hora de cosechar, porque la naturaleza hace todo lo demás y, al parecer, lo hace bastante bien.

Lo más gracioso era que nunca había pasado la Navidad en mangas de camisa. ¿Cómo imaginarme siquiera que Santoclós se posara en mi chimenea en verano, si con ese traje coca-colero que se carga seguro se va directo al hospital de deshidratación severa? ¿Y cómo comer toda la comida grasosa y súper calórica de las tradiciones navideñas? Afortunadamente el tema lo han resuelto (por lo menos en la familia de Marcos) dando de comer una serie de entradas que les llaman mayonesas y que son muy frescas y apetitosas en una noche de verano. Aunque ya existe el libro Navidad en las montañas, yo bien podría escribir ahora el próximo best-seller Navidad en las veraniegas pampas húmedas, pero mejor me conformo con esta entrada al blog que está más cerca de mis aspiraciones literarias.

lunes, enero 07, 2008

¿Qué hay debajo del Ecuador? (parte 3)

(Tercera entrega de mi reseña del viaje a Argentina, más abajo están las otras dos y se sugiere leerlas en orden cronológico)

Una vez agotada la primera parte de mi estancia en Bs.As. me tomé mi taxi a la estación de trenes/autobuses el Retiro. Una vez ahí abordé el camión - coche cama - que muy cómodamente me transportó en brazos de Morfeo - o sea, dormido - hasta Mar del Plata. Esta ciudad es al parecer el balneario principal de Argentina. Sería como el Acapulco argentino, porque es visitada sobre todo por los numerosísimos residentes de la capital que se van a relajar a la costa - llevando siempre consigo sus hábitos junglaurbanos -. - Los porteños, al parecer, aman Mar del Plata - le comenté a mi amiga marplatense. - "Sí y nosotros odiamos a los porteños" - me reviró, ooops.

Pero el principal propósito de ir a Mardel era visitar a unos amigos entrañables que habían tenido la agridulce suerte de vivir en Hermosillo. Hacía cuatro años ya que no nos veíamos, pero la amistad la habíamos construido de tal manera que ese lapso en nada había mermado el cariño que se genera cuando las vidas se comparten auténticamente. Y al lazo de por sí estrecho que nos unía se había añadido la presencia de Demetrio que nació hace dos años y que es, por mi tenaz insistencia, mi ahijado de cariño (en cualquier momento oficializamos el padrinazgo).

Es una ciudad muy linda y tranquila, serena como se es sereno cuando se vive a expensas del mar. Es un punto muy al sur del planeta por lo que el clima no es ni de cerca guapachoso/tropical, pero los días en los que estuve fui bendecido por los dioses del sol y del viento que me dejaron disfrutar la playa a mis anchas (mis angostas debería decir, si la referencia es a las dimensiones corporales). Aunque fue una lindura disfrutar de la playa y la tibia y tersa arena, en donde hasta jugué volley ball playero no sólo por el cliché sino también por gusto, no había que acercarse mucho al agua porque, como ya lo había comentado, era gélida como que la corriente acababa de regresar de una larga estancia en la Antártica. Con todo y eso había muchísima gente dentro del mar, lo cual me hizo dudar de su salud mental, o bien, de mi capacidad de adaptación a lugares más fríos. Mar del Plata fue el lugar más al sur que visité y, además, el punto más meridional en el que he estado en el planeta Tierra (claro, porque como he estado en muchos otros planetas, es mejor aclarar).

Mi primera impresión (que de tanta sorpresa terminó dándome miedo) es lo plano del terreno. Prácticamente desde que salí de Bs.As. hasta que llegué a Mar del Plata (que son como cinco horas) eran sembradíos que pareciera que los habían aplanado con regla y no se alcanzaba a divisar hacia el horizonte ninguna colina. De tan plano el terreno podía apreciarse la redondez de la Tierra que yo pensé sólo se notaba al contemplar la inmensidad del océano.

Lo que más me gustó de Mar del Plata, fueron un par de villas (casas/mansiones) que están en la colonia súper-chubi-dubi que se llama Los Troncos. Una de ellas es la Villa Mitre que es el museo de historia de la ciudad. Cuando me preguntaron qué me había parecido, después de pensarlo un buen rato dije: "es un museo triste". Y, en verdad, es un museo muy triste, sin usar el término en el sentido injustamente peyorativo que solemos atribuir a la tristeza. Sólo para darles una idea, yo era el único visitante del museo durante todo el recorrido y me abrumaba una paz sepulcral con recuerdos del pasado. Además, una de las piezas célebres del museo es el manuscrito del último poema de Alfonsina Storni que se llama Voy a dormir y que es una tristísima nota de suicidio literaria. Esta poetisa argentina de origen suizo inspiró la hermosa canción Alfonsina y el mar (Ramírez y Luna), después de que al final de una vida ensombrecida por el dolor se quitó la vida internándose en la playa de Mar del Plata (lo cual me hace preguntarme si murió de pulmonía por lo frío del agua o si fue ahogamiento la verdadera causa de su muerte). Una vez que estaba lo suficientemente triste como para repetir la acción de Alfonsina, decidí que era hora de salir, sobre todo porque si no me componían Rafael y el mar iba a estar muy decepcionado.

La siguiente villa que conocí se llama villa Victoria, puesto que era de la escritora Victoria Ocampo que entre sus méritos tuvo ser de una familia aristocrática y a pesar de eso no abandonarse a la vida más ociosa y parasitaria de la sociedad que suelen darse los que cotidianamente llenan las revistas Holas, Caras, Gente, Sociales del Imparcial y puras de ésas que ustedes ya conocen. Victoria Ocampo, por su parte, se dedicó a patrocinar el mundo de las letras, y a escribir ella misma. Así, daba hospedaje en esa mansión traída pedazo por pedazo de Inglaterra, a escritores que buscaban un remanso de paz (y libre del pago de alquiler). Lo más lindo de la casa es el jardín que tiene árboles enormes traídos de los rincones más lejanos del mundo y que se aclimataron bien en el templado clima marplatense. Yo es que soy muy fans de los árboles gigantes y en ese jardín (en el que también estaba yo solo con robles, cedros, olmos, platanos y álamos) me sentía como en consejo de sabios verdes que susurraban en un idioma que no entendí al ser atravezados por el viento (bueno, así de ridículo me pongo yo cuando tengo mucho tiempo para pensar).

Otra de las atracciones de la ciudad es el Casino Provincial en el que tuve la suerte (la primer noche) de no perder ni un peso argentino en toda la velada y hasta de ganar veinte pesos (como siete dólares) en la segunda oportunidad (la noche siguiente, porque el vicio es canijo...). También tuve la oportunidad de comerme un auténtico y delicioso asado argentino con los papás de Pablo, en el que comí hasta que mi estómago pudo soportarlo.

Y volando se fueron los días en Mar del Plata como se va siempre la vida cuando la está uno pasando a gusto. Afortunadamente, todavía quedaban muchos lugares que iba a conocer, así que la ilusión compensaba ese incómodo vacío que causa el desprendimiento de los amigos, sobre todo cuando no se sabe cuánto tiempo va a durar.

viernes, enero 04, 2008

¿Qué hay debajo del Ecuador? (parte 2)

(Esta entrada es la continuación de la anterior y es altamente recomendable leer primero la siguiente y después - si le han quedado ganas - ésta)

Después de tanto esperar, mi compacta maletita roja - que tanto me facilita la visibilidad en la banda - hacía su aparición con más de tres horas de retraso. Así que a media noche había que ponerse a buscar hotel o alguna banca de parque. Afortunadamente con tarjeta de crédito mediante no me fue tan difícil conseguir hotel, aunque me advirtió el agente hotelero que ya no le quedaban hoteles de 5 estrellas. "Chin" - pensé yo - y ahora ¿cómo haré para dormir en una pocilga de 4 estrellas, tan acostumbrado que estoy a viajar en categoría Gran Turismo? Pero luego recordé que no, que soy un modesto viajero humilde y de familia numerosa con la capacidad de dormir hasta en las condiciones más adversas. Hice la reserva y el pago del hotel desde el aeropuerto sin saber bien a bien en qué área de la ciudad me estaría yo metiendo, confiado en que no debía de ser más peligrosa que aquella zona de París en las que en una madrugada nos correteó un negro como de dos metros de alto. Durante el trayecto al hotel yo trataba de fijarme por qué calle iba, just in case, pero me pareció muy extraño que siempre que volteaba a ver el nombre de la calle leía "Personal", a pesar de que tenía la noción de haber dado vueltas en más de una ocasión. Una opción - bastante irracional - es que todas las calles se llamaran "Personal", lo cual sonaba ridículo, al menos tendría que haber alguna que se llamara "Recursos Humanos" - pensé yo -. Sin resolver esa duda que me carcomía llegamos al hotel, me bajé, me instalé, me dormí, me desperté, me bañé - todo lo anterior sin tomar agua - y salí a disfrutar de mi primer día en Buenos Aires. Lo primero que descubrí - y que me dio mucho gusto - es que no es que las calles se llamaran Personal, sino que encima del nombre de la calle en colores más claros y vistosos estaba siempre la publicidad de una compañía de teléfonos llamada Personal. Bueno, son estupideces que se hacen posibles porque el choque cultural nos hace pensar que todo es posible, todo agravado por el cansancio de un viaje largo.

Estaba a sólo un par de cuadras de la Avenida 9 de Julio - la más ancha del mundo -. (Tienen una especie de fijación los argentinos con ser o tener lo más - coloque algo aquí - del mundo). Atravecé la avenida para sentirme yo también parte de un récord mundial y ahí estaba él, uno de los símbolos más importantes de la ciudad: el Obelisco. Durante algunos minutos estuve llamándolo mentalmente "el Asterisco" por una especie de dislexia que me da con algunas cosas y que esta ocasión sé que fue culpa del cómic francés Asterix y Obelix. Pues el obelisco no tiene mucha gracia pero verlo una y otra vez era una linda manera de constatar para mis adentros que estaba en Buenos Aires, después de tanto tiempo queriendo ir. Finalmente estaba ahí, respiraba el aire tibio del paradójico verano decembrino del hemisferio sur. Unos pasos más adelante estaba el Teatro Colón, otro de los edificios clave de la ciudad, de una arquitectura y ornamentación muy elegante. Y así fui caminando más y más para seguir descubriendo los puntos infaltables del "microcentro" (como llaman a la parte más centrica y antigua de la ciudad, término que, a mi juicio, no se lleva bien con la arrogancia que frecuentemente se les imputa a los "porteños" - gentilicio de la gente de Bs. As. -): el Congreso, la Plaza de Mayo con su Casa Rosada (muuuuy pinky), la Catedral (que, en realidad, parece teatro), y todos los etcéteras que me aguantaron las piernas.

Buenos Aires es una ciudad fenomenal. Más allá de la arquitectura afrancesada de sus muchísimos edificios cuya ornamentación es hermosa pero no la distingue nada en particular, su encanto es ese ritmo de vida gestado con base en costumbres europeas: como los cafés y las heladerías artesanales, pero acondicionado a una realidad bastante especial: ser un país latinoamericano - el nuevo mundo, al fin - pero lejos de todo, lejísimos de todo. Con todo evidentemente me refiero al centro de la civilización occidental: Europa y Estados Unidos. Una realidad particular también porque el mayor porcentaje de su población es descendiente directa o casi directa de una migración muy reciente y diversificada en sus orígenes (varios países de Europa, principalmente Italia, y también Medio Oriente: Siria, Líbano, Israel; e inclusive China y otros países de Oriente), que se integra a un país con una estructura proveniente de la colonia española que había sido el Virreinato del Río de la Plata, del cual Buenos Aires era la sede.

Por su fisonomía urbana se puede colegir que el florecimiento de la ciudad se dio a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero es, a la vez, un punto de referencia para las letras hispanas pues ahí han nacido o vivido escritores de la importancia de Borges, Cortázar, Bioy Casares. Y argentino es también Quino con su espectacular e ingualable Mafalda - mi cómic favorito, de leeejos - y la histioretista contemporánea Maitena, que si no han leído/visto sus tiras, se las recomiendo ampliamente porque son buenísimas, ácidas y muy actuales. En fin, el punto que yo quería ilustrar es que culturalmente Buenos Aires tiene muchísimo que ofrecer.

Turísticamente también es una lindura porque es de esas ciudades que se va armando con sus diferentes barrios. Cada uno tiene su encanto y su ambiente especial: San Telmo, La Boca, Palermo, Recoleta, Puerto Madero, Barrio Norte, en fin... Todos, excepto La Boca, me encantaron y este último no fue tan de mi agrado por ser una especie de Disneyland versión argentina, es decir, todo se ve muy armado para el turista y carente de la autenticidad que seguramente tuvo en su origen. La Boca está junto al puerto y fue lugar de llegada de muchos migrantes, lo cual llevó a la "gente bien" a salirse de ahí y abandonar sus casonas, porque obvio ¡qué asco los migrantes! Pues mejor les fue a éstos porque así se fueron apoderando de las casas e hicieron como vecindades y hasta hablaban y algunos siguen hablando en un dialecto o argot - llamado lunfardo - para reafirmar lo marginal de su posición social.

Fue súper agradable para mí que soy un obsesivo de caminar (y tomar coca-cola), recorrer sin-ton-ni-son, sin guía, sin mucha idea, cada uno de estos barrios (excepto la Boca que es un barrio muy pobre y, obvio, ¡qué asco los pobres! y te recomiendan que te cuides no yendo).

El primer día era como mi luna de miel con la ciudad, encantado caminaba como sobre nubes cuando un maldito malandrín me despertó de mis dulces sueños al robarme la cámara con la velocidad del rayo y la técnica depurada de los gitanos, con una mano seguro me distrajo mientras que con la otra sustrajo mi recién estrenado aparatejo digital. Ya ni llorar es bueno - pensé - sobre todo porque debía la lamentable perdida a mi descuido y a mi pueblerina inocencia y supuesto fortísimo de que todos son respetuosos del patrimonio ajeno.

Lo demás fue pasear, oír y ver tango (me encantan los clichés!!! ¿a ustedes no? Son tan lindos, tan fáciles...), comer pasta, carne, vinos, alfajores, dulces de leche, coca-cola (ooots, me salí del libreto con esto). Y pasado un par de días se llegó la fecha del recuentro en Mar del Plata con mis amigos que hacía cuatro años no veía. Pero esa historia la dejo para la siguiente entrega...

jueves, enero 03, 2008

¿Qué hay debajo del Ecuador?

Ya estoy de regreso en el hábitat de la cotidianidad bastante satisfecho aunque lidiando con ese sentimiento de ansiedad post-festiva. Mi rencuentro obligado con el blog después de un viaje (viajes debería decir) como el que acabo de terminar me provoca harto nerviosismo, porque a lo largo del mismo (los mismos debería decir) estuve conversando todo el tiempo con el blog. Fue una oportunidad estupenda para pensar, pero sobre todo para reformular lo que pensaba en expresiones que cumplieran mejor su cometido de transmitir lo que iba viendo, sintiendo, viviendo.

Todo empezó más o menos así: el sábado 15 de diciembre fue la boda de un amigo excelente, ex-compañero de la maestría. Estaba muy reciente la experiencia del espectáculo público en el festejo navideño de la oficina, como para volverme a convertir en centro del escarnio colectivo. Por lo tanto, decidí comportarme dentro de límites aceptables de honorabilidad (claro que muy cerca del límite inferior del espectro porque, la verdad, es mucho más divertido). Yo asumía que todo había salido muy bien, y para confirmarlo al final de la tardeada se me acerca hasta la pista donde estaba yo insistiendo que continuaran tocando así fuera lo que fuera, una señora muy entrada en años, muuuy entrada en años y me dice "fuiste el mejor bailarín de la noche y vengo expresamente a felicitarte porque no importaba lo que pusieran lo bailabas con hartas ganas". Oh my goodness! - pensé yo – aunque se suponía que esta noche no llamara yo la atención se siente bonito tener una admiradora en el área geriátrica (al menos). Le agradecí muy complacido sus palabras a la venerable viejita y fui a sentarme convencido de que podía darme por satisfecho por el éxito de la noche. Cuando fui a sentarme también caí en la cuenta de que en unas horas tenía que estar en el aeropuerto para tomar mi vuelo a Argentina, lo cual en sí no era problema, pero que aún no había hecho mis maletas, lo cual sí era un problema en sí. Después de cruzar la ciudad de México de un extremo a otro literalmente (que no es lo mismo que literariamente) arrojé dos o tres trapos, los zapatos y mis efectos personales y en un dos por tres ya estaba todo listo.

A la hora debida, es decir, de madrugada, estaba yo en el aeropuerto de la ciudad de México. Al llegar al mostrador la señorita (por así decirlo) que me atendió me dice -¿te vas a quedar doce horas en el aeropuerto de Lima (donde hacía escala)? Yo respondí muy orgullosamente que no, que había tomado ese vuelo con la brillante idea de llegar a conocer Lima, probar algo de comida peruana y después regresar al aeropuerto para continuar mi vuelo a Buenos Aires (en adelante Bs.As.). Al terminar de explicar tenía yo una enorme sonrisa de satisfacción que abarcaba de oreja a oreja, la cual empezó a desvanecerse primero al ver la cara de incomprensión de la funcionaria aérea y después al oír su siguiente pregunta. - ¿Tienes visa para ir a Perú? - me inquirió -. Yo hice cara como de .?. y dije un tanto desilusionado "no". Pues es que por reciprocidad en Perú les solicitan visa a los mexicanos. Nunca antes el concepto de hermandad latinoamericana me pareció más demagógico, vacuo y falto de contenido que cuando me enteré que para entrar a Perú me pidan un visado (o a un peruano le pidan visa para entrar a México), cuando para entrar a cualquier país de Europa o a Canadá sólo tengo que mostrar mi pasaporte, pero para ir a visitar a mis hermanos peruanos debo solicitar previamente (pago de por medio) que me permitan entrar a su país. Pues fuck! - me dije - quédense con su Machu Pichu y su Lima y dígame si me puedo tomar otro vuelo antes a Bs.As. porque, no importa lo que diga Tom Hanks, permanecer encerrado en un aeropuerto más de diez horas es causal infalible de suicidio y yo prefiero seguir viviendo. Afortunadamente, sí había disponibilidad para un vuelo a Bs.As. muy cercano a mi arribo a Lima, el cual tomé pagándole a la aerolínea aún más de lo que ya había pagado. En el aeropuerto de Lima se me ocurrió otra brillante idea (que sí resultó ser buena idea, no estaba siendo sarcástico): comer comida peruana!!! Me habían hablado maravillas del ceviche peruano y la verdad se habían quedado cortos. El ceviche es un plato a base de mariscos "cocidos" en limón, de un pez que se llama lenguado y/o de langostinos (camarones), preparados con cebolla, cilantro y algunas otras especias que dan como resultado un deleite para el paladar. Me lo sirvieron acompañado de elote (maíz tierno) cocido y algo que parecía un camote, creo que le decían patata dulce. Lo único malo es que como soy obsesivo compulsivo con los horarios de vuelo, me lo comí a una velocidad vertiginosa que no se se lleva bien con la buena cocina, no fuera a ser que el avión osara dejarme en ese país hermano en el que tengo que solicitar visa.

El mismo día en el que había dejado la ciudad de México al amanecer, saludaba Bs. As. justo en el momento del crepúsculo. La luz de ese día sólo me había acompañado durante el viaje (impidiéndome dormir, la perversa). Por primera vez en la vida había cruzado la fabulosa línea imaginaria llamada Ecuador que tanta ilusión me hacía desde niño y desde el cielo había contemplado la inmensidad del Océano Pacífico, la resequedad de desiertos que daban la impresión de ser inasequibles para el pie humano, la majestuosidad de la Cordillera de los Andes, el color indescriptible de algunas montañas, el cauce de ríos cuyos nombres jamás conoceré, pueblos perdidos en el centro de la enormidad del continente sudamericano y al final, el río de la Plata - el más ancho del mundo - y la ciudad de Buenos Aires.

A mi llegada al aeropuerto de Ezeiza todo parecía ir muy bien, hice mi trámite migratorio en una fracción de segundo, me fui a recoger las maletas a la banda de reclamo de equipaje y ahí me paré junto a ella (la banda). Me paré primero con los dos pies, luego me recargué en el pie izquierdo, después en el derecho, de vuelta en los dos pies, luego me senté en la banda y nada... las maletas de nuestro vuelo - creo que las de muchos vuelos - no salían, entonces mi hinqué y le recé a la Virgen de Guadalupe - que en ese momento convertí en santa patrona del reclamo de equipaje - y tampoco funcionó. El descontento social empezaba a hacerse patente, la tensión colectiva parecía estar engendrando una revolución, una argentina gritaba "me da vergüenza ser argentina" (después me di cuenta que usan esa frase con mucha ligereza), un discípulo de Gardel escribía un tango a la desaparición de maletas, mientras bailaba apasionadamente con un maletero que se negaba a darnos una explicación de porqué habían pasado dos horas y aún no teníamos noticias de nuestras pertenencias (o tal vez ex-pertenencias, sugirió mi pesimismo radical). Una embravecida argentina quería meterse por la puertita donde entran las maletas a recogerlas por ella misma y pidió voluntarios para el trabajo. Yo pensé que eso debía violar unos ochocientos artículos de la reglamentación aérea, pero aún así me apunté como voluntario. Siguieron insultándose a los trabajadores aeroportuarios que se atrevían a pasar por ahí, ignorando la proximidad de “la guerra de las maletas”. Entonces, decidí que debía haber algún mecanismo institucional para enterarme con certeza de qué estaba pasando. Así tuve que hacer una extensa investigación para determinar quién era el que podía informármelo, porque todos decían que no era su responsabilidad. Más tarde que temprano llegué hasta el mostrador adecuado donde estaba agazapado quien podía darnos cuenta (una cuenta terrible porque después de más de dos horas, la respuesta es que había algo así como una huelga en la compañía que hacía el trabajo de distribuir las maletas, por lo cual estaban nuestros equipajes aparcados en algún lugar del aeropuerto y que era imposible de momento que las tuviéramos). Empecé usando un tono moderado, tratando de aplicar conceptos bien acá y encontrar una solución satisfactoria, pero me había seguido la marabunta enardecida que quería a fuerzas cortar una cabeza y no han dado cacerolazos porque no tenían con qué, justamente porque nos habían privado del inalienable derecho a tener nuestro equipaje. Después de arduas negociaciones (muy divertidas si no tenías prisa) logramos que se comprometieran a darnos el equipaje en 15 minutos (suena lindo si no caes en cuenta que para entonces habían pasado como tres horas). Yo, además, no tenía hotel reservado y ya era la media noche, solo en una ciudad desconocida, más lejos que nunca de mi familia, cansado de un viaje largo, un tanto desencantado de la hermandad latinoamericana, con más hambre que el Chavo del 8 y con muchos sueños por delante (jaja, pueden aplicar un ostentoso 'ni al caaaaso')

Esto empieza a ponerse muy largo - y yo apenas voy llegando a Argentina - por lo que mejor me propongo continuar esta reseña en capítulos posteriores, no sin antes adelantar que Argentina es un país fantástico y los argentinos muy buenos anfitriones.