viernes, abril 06, 2007

A la playa...

Ya había sido suficiente, mi tripa había empezado a reclamarme que no la dejaba en paz con la irracional enfermedad ésa de moda de finales de siglo, el mentado estrés que no deja pasar la oportunidad de cualquier insospechado pretexto para nutrirse de mal entendidas causas para empeorar. Ya era Semana Santa y hace casi dos mil años Jesús ya había sufrido suficiente una verdadera pasión como para intentar repetirla quedándome en casa a escribir la tesis, bastante tuve con no ir a Hermosillo ni a Huásabas y no ver a mi familia ni a mis sonorenses amigos como para encerrarme en la vacuidad de mi departamento. Además, la palidez de mis carnes ya estaba causando encandilamientos escandalosos, por lo que un viaje a la playa era obligatorio. La estrategia era clara como el agua, había que salir los primeros días de la semana para evitar sufrir las aglomeraciones en las carreteras y en el mismísimo Océano Pacífico que se pone a reventar con la fuga masiva de la segunda mancha urbana más grande del mundo durante el jueves, viernes y sábado santos. Otro punto de la estrategia era no ir a Acapulco, que es la salida natural al mar de la dichosa mancha urbana de la Ciudad de México y sus populosos alrededores, lo que le ha granjeado el nada glamoroso título de “D.F. con shorts”.
Pues con el talento de guías turísticas de Gaby y Larisa y el resultado de la búsqueda en Google de las palabras “playas”, “Guerrero” y “acampar” fuimos a dar a un lugar que se llama Playa Ventura, sin más referencias que las que se encontraron en Internet. Sonaba algo rural y lo único que en realidad sabíamos del lugar era que estaba en el estado de Guerrero (el mismo donde está Acapulco), cerca de la frontera con el estado de Oaxaca. Había que salir temprano para aprovechar el tiempo y porque tomaríamos carreteras que no sabíamos bien si existían ni cuáles eran su estado y condición. Pues las dichosas carreteras con paisajes algo tropicales, algo marginales, estaban en bastante buen estado y a la una de la tarde ya nos tenían contemplando el hermoso color azul del mar y sintiendo la brisa marina en una cara ya grasosa por la humedad playera.
La primera impresión fue el tamaño de las olas. Resultó que estábamos en pleno mar abierto, a lo que no estoy muy acostumbrado porque las playas de Sonora forman parte de un golfo, lo cual hace sus aguas mucho más tranquilas. En Playa Ventura no hay ni siquiera alguna bahía que frene el ímpetu con que el Océano Pacífico azota sus confines, lo que me hacía preguntarme si lo de su nombre era pura ironía, porque aquello de pacífico tenía lo que yo de prudente, o sea, muy poco (para los que me tengan en buen concepto). Aquellas olas eran dignas de tsunami, se elevaban a grandes alturas y golpeaban al caer de una manera estrepitosa la fina arena de la playa. Mis primeras cavilaciones fueron si debía meterme al mar o si dada la violencia de sus aguas iba a salir más revolcado que bañado. Pero ya que habíamos recorrido casi cuatrocientos kilómetros para llegar a la ansiada playa, la respuesta era evidente: hay que meterse y disfrutar del reto que la naturaleza ofrecía a los paseantes… como dice el dicho “es mejor flojito y cooperando”. Lo más curioso era que había olas que venían del mar y otras que con casi el mismo vuelo regresaban de la playa, capturando al incauto bañista en medio y golpeándolo desde dos diversos frentes y dejándome con una cara de confusión terrible por no saber de dónde defenderme o hacia dónde protegerme. Con todo y las arrastradas que cual trapo viejo y sin voluntad me pusieron las tempestuosas olas, salí contento (y con varios raspones) de volver a disfrutar las delicias de nadar en el mar que, desde agosto pasado no había sentido. Una vez superado el reto de salir vivo y sin fracturas de las remolinos y previo un largo baño de sol para agarrar algún color que no brille en la oscuridad y delate la nerdez de mi existencia, decidimos que la alberca era más Pacífica que el océano y estuvimos aflojando los nudos de tensión de la espalda hasta que desaparecieron por los relajados y hedonistas movimientos acuáticos. Debido a la ruralidad y la espontaneidad de Playa Ventura ningún hotel contaba con servicio de aire acondicionado y no es que sea yo fresa pero cuando comienza el ardor en la espalda, el calor y las sábanas de poliéster se convierten en tus peores enemigos. Pero era el alto precio que había que pagar por pagar bajos precios. Al día siguiente, paradójicamente me levanté más temprano que de costumbre justo cuando clareaba la mañana y salí a correr por la arena en una de las pocas veces en las que algo que implica esfuerzo físico se hace placentero. Y todo ese día lo aproveché tesonudamente para sacarme la palidez y enrojecerme cual camarón para darle un giro a mi apariencia. El ardor hizo su presencia más rápidamente que un sexy color de bronce, pero algo le había ganado ya a la blancura de mis espiritifláuticas piernas. Al día siguiente, también los primeros rayos de sol hicieron que me levantara temprano, probablemten más por la incomodidad del ardor que por gusto, y salí también a echar una corrida a la playa, para terminar descubriendo que el sudor hacía más intenso el dolor en las bronceaduras espaldíferas, por lo que a unos cuantos metros decidí desistir de mi misión atlética y mejor me senté a contemplar el mar y sus delicias antes de que el sol me despachara a refugiarme en la palapa más cercana. Como a eso de la una de la tarde decidimos tomar la carretera rumbo a México por la ruta que pasa por Acapulco para que nadie nos contara cómo se había puesto tan conocido destino semanasantero. Fue una muy agradable sorpresa porque la bahía es hermosa. Un concepto totalmente diferente del que habíamos experimentado en la remota Playa Ventura, pero valió la pena el espectáculo de contemplar los extremos del turismo en México. Paseando por la playa en Acapulco me extrañó ver a todos volteando hacia la punta de un edificio. Entrometido como soy decidí unirme a tan colectiva curiosidad y cuál sería mi sorpresa al ver a un tipo en un parachute que el viento fue a arrojar hasta la azotea de un altísimo hotel, ante la impotencia de los motores de la lancha que fueron insuficientes para detener que el individuo y su artefacto siguieran avanzando hasta estrellarse. Con la ayuda de al menos veinte individuos que pululábamos por la playa, empezamos a jalar la cuerda para poder bajar al hombre a la playa. Después de unos minutos la misión había sido un éxito: el tipo pudo llegar sano y salvo a la playa, más blanco que Gasparín por el penoso incidente del que fue protagonista del que logró salir vivo y seguramente con nada más grave que una taquicardia. Todos aplaudimos y dijimos bravo y yo decidí que era hora de volver a la ciudad de México, por aquello de que el incidente fuera algún mal augurio vacacional para los ahí presentes. El camino de regreso fue placentero (excepto la experiencia de conducir en Acapulco, donde cada quien hace lo que le da la gana, a la hora que le da la gana, e independientemente de lo que alguien más afecto a las normas de transito, como yo, opine) y a las diez de la noche estábamos tranquilamente disfrutando de los 12 grados centígrados con que el Distrito Federal nos recibía para disminuir el dolor de nuestras quemaduras de sol, que venían intensificándose día tras día y con una sonrisa más permanente que mi bronceado por haber roto la rutina y descubrir por enésima ocasión que La Vida es Bella.